martes, 23 de agosto de 2011

Machucones


Saqué la bici con mucho cuidado del galpón. Apreté ambas ruedas para verificar que estuvieran infladas –no muy infladas, solo lo justo- como me había enseñado mi papá.
Abrí la puerta del fondo y llevé la bici con mucho más cuidado aun hasta la puerta del frente. En casa se irritaban fácilmente si alguien rayaba los muebles con los pedales de una bici.

Mis abuelos me cuidaban por las tardes, mientras mis padres estaban trabajando; mis abuelos insistían en que anduviera en la bici por la vereda de mi casa, pasando frente a la puerta para que ellos de a ratos pudieran verme. Creo que esto último lo sugirió mi abuelo, y era una alternativa bastante más provechosa que la de mi abuela: no salgas hasta que venga tu madre. Eso era igual a no salir, porque mi mamá venía de trabajar cuando ya casi anochecía.

Mi bici roja, con espejitos colocados por mi papá en ambos manillares y una bocina de plástico roja y blanca, estaba en la vereda. Yo cerré el portón, y me subí. Eran tal vez las dos de la tarde y había sol.

Mi juego preferido por aquella época era imaginar que en vez de una bici, yo manejaba un ómnibus. Encontraba la tarea de manejar un ómnibus fascinante. Mi bici, a pesar de ser roja, casi siempre era un ómnibus de COPSA, compañía de ómnibus que me gustaba y que rara vez tomaba. Cuando iba a la casa de mis otros abuelos, en Las Piedras, íbamos en un 4d de CODET, y yo veía pasar muchos de COPSA a los que rara, rara, rara vez pude subir.
La cuestión era sencilla: yo recorría la cuadra, frenando en la puerta cada dos casas o cada dos portones de jardín, para levantar pasaje. Levantar pasaje suponía detenerme lentamente, acercándome con cuidado hacia la casa, poner mis dos pies en el suelo y girar el puño del manillar izquierdo como si doblara hacia la izquierda, atravesando la rueda en mi camino, y permitiendo de ese modo que los pasajeros subieran. Como era un COPSA, cuando daba la vuelta por el lado del cordón de la vereda, iba muy rápido, porque yo había visto que esos ómnibus iban más rápido que los de mi barrio. Y yo quería manejar esos que eran más rápidos.

A veces en mi cuadra había más niños jugando en sus bicis, pero si bien compartíamos el lugar físico, no todos jugábamos a lo mismo. Me consta que ellos no levantaban pasaje. Un par de hermanas que vivían en la vereda de enfrente venían a mi vereda porque era más lisita, y podían jugar carreras entre sí. Una de ellas era ya grande para andar en la vereda, pero creo que le gustaba ganarle a su hermana más chica. Un amigo mío, también más grande, andaba en bici por el mismo lugar que yo, pero no por jugar, sino por presumir frente a la más grande de las hermanas. Otro niño, de la vuelta de mi casa, venía a la misma vereda porque no tenía árboles y era lisa, entonces podía acelerar en su bici nueva rodado veinte, y andar con una mano sola, o sin manos, cruzado de brazos. Éste último era un peligro para mí porque sus maniobras ponían en riesgo mi tarea. Por suerte tenía los espejitos para saber si estaba por sobrepasarme y saber si iba a poder levantar mi pasaje en paz. No fuera cosa de accidentarse.

Esta vez no había otros niños. Estaba yo solo porque era temprano y algunos iban a la escuela de tarde. Después de un buen rato de idas y venidas por mi cuadra, me metí unos metros en la vereda de la calle de al lado para dar la vueltita y volver a mi cuadra. Cuando mis abuelos me vigilaban afuera, en el jardín, si mi vueltita tardaba más de lo esperado, mi abuela al verme pasar me reprochaba algo, mientras que mi abuelo miraba en silencio y tal vez le decía a mi abuela que no era para tanto.
Ese día, sin niños en la calle ni abuelos en el jardín, di la vueltita en la vereda de la calle de al lado y bajé por la entrada del auto del vecino. Era una de las calles menos transitadas del barrio, probablemente; una vez allí, apoyé mis dos pies en el suelo y acomodé ambos espejitos. Apoyé mi pie izquierdo en el pedal y con todo mi cuerpo tomé impulso para empezar a pedalear. Por la calle.
Crucé mi calle y no fui detectado. Había un repecho importante, así que aceleré lo más que pude para alejarme del campo visual que mis abuelos podrían tener desde la casa. El entusiasmo y la adrenalina me hicieron superar la primera cuadra de repecho sin ningún problema. Cuando llegué a la esquina donde desembocaba una calle paralela a la de mi casa, reduje la velocidad y luego me frené. Apoyé mis dos pies en el suelo, miré por el espejo retrovisor izquierdo y me decidí a abandonar la seguridad que me daba andar bien cerquita del cordón como me había aconsejado mi papá. No venía nada. Doblé a la izquierda por una calle que se llama Tosti. Allí, si bien no había repecho, había perros. Y de los perros que te persiguen mordisqueándote las piernas cuando pedaleás. Yo sabía cómo proceder, porque mi papá me había dado también instrucciones al respecto: se pedalea antes de llegar a la zona de los perros callejeros, luego, se deja uno llevar por el impulso que logró antes y no pedalea; los perros, de ese modo, no te persiguen.
Tenía la teoría, pero era mi primera vez solo y tenía que ponerlo en práctica. Pasé por entre medio de los perros sin mover una sola vez los pedales y ellos no me perseguían, pero faltando diez metros para llegar a la otra esquina me estaba frenando y no tuve más remedio que dar un par de pedalazos rápidos y silenciosos. Uno de los perros me ladró y amenazó con perseguirme, pero ya estaba demasiado lejos de mí.
Al llegar a Marconi doblé a la derecha y seguí pedaleando bien fuerte porque también había repecho, aunque la calle estaba más lisa y no tenía que preocuparme por esquivar pozos.
Una nena estaba en la vereda, peinando una muñeca. Yo disminuí la velocidad para ver si ella estaba esperando el COPSA, pero como siguió peinando la muñequita distraídamente, seguí andando.
Media cuadra más tarde, en Santos –una calle en donde pasaban más autos- me bajé de la bici y crucé caminando, llevando la bici tomada por ambos manillares y tratando de no pegarme con los pedales en la pierna. Cuando ya estaba del otro lado, me subí y seguí por Santos andando hasta la siguiente cuadra. Allí doblé a la izquierda y como había bajada, di unos pedalazos veloces y bien fuertes para agarrar velocidad. Ahí también había perros y la cuadra era más larga, así que a pesar de la bajada, tenía que asegurarme de tener el impulso suficiente.
Una vez en la otra esquina –Tosti, nuevamente-, tuve que levantar mis piecitos de los pedales y pasar más despacio porque esa esquina estaba inundada por agua podrida y musgo, y era verdaderamente peligrosa. Decían que muchos de la escuela se habían caído en esa esquina. Yo no quería caerme, no solo por el miedo al golpe y al ridículo, sino a tener que explicarles a mis abuelos el porqué de mi mugre de agua podrida si en realidad debía estar andando sequito en mi vereda.
Crucé el charco con mucho cuidado y después seguí pedaleando más rápido. Pasé por la plaza y vi a mis amigos jugando a la pelota, así que fui bien rápido hasta la siguiente calle y doblé hacia la izquierda. Anduve como 100 metros más por la calle hasta llegar a mi cuadra, subí por la entradita de auto del vecino y dí una vuelta más del COPSA para disimular.
Luego, entré a casa a toda velocidad, dejé la bici en el galpón y logré convencer a mis abuelos de que me dejaran ir a jugar a la pelota. Cuando me dijeron que sí, me cambié los championes y me abrigué –mi abuela insistió en eso- y me salí corriendo con todas mis fuerzas hasta la plaza a jugar a la pelota. Sabía que quedaba poco rato para que empezara a anochecer y viniera mi abuelo a buscarme; faltaba poco para que me mirara los machucones en las piernas y me dijera mientras volvíamos: “tenés que soltarla antes, sino te van a pegar siempre”.
De ahí, tres cuadras hasta casa, caminando con promesas de café con leche y galletitas. Y con la expectativa de tener suerte y salvarme del baño.

viernes, 12 de agosto de 2011

Picaflor


La computadora está encendida.

El hombre termina de prepararse:

traje gris,

zapatos negros tan lustrados que encandilan,

chalina púrpura anudada al cuello

y pañuelo del mismo color

asomando por un bolsillo del saco.

Antes de tomar asiento, un último toque:

un poco de fragancia francesa

detrás de las orejas.

Estira sus dedos y los hace sonar.

Allá va,

de ventanita en ventanita,

va volando

el picaflor de msn.

lunes, 1 de agosto de 2011

Las verdaderas aventuras de Darío 3: Evangelización

-(...) y vas a vivir a su lado, el resto de la eternidad.

-A ver si te entendí… ¿los de tu religión creen que un zombi cósmico judío que era su propio padre y nació de una mujer que no tuvo sexo para concebirlo y lo llevó en su panza por obra de su padre –osea de él mismo- y luego lo dio a luz, y resultó que tenía superpoderes y podía curar a la gente , y que nos podemos comunicar con él telepáticamente, y si comemos simbólicamente su carne y bebemos simbólicamente su sangre nos va a dar vida eterna y nos va a quitar un mal que él mismo puso ahí algunos años antes cuando una mujer –que nació de una costilla- lo hizo enojar al comer una fruta prohibida de un árbol mágico porque una serpiente que hablaba le dijo que lo hiciera?

-…

-¡Ah! ¡Me olvidaba de los niños voladores con alas y de los señores con túnica que con dos palitos colocados en forma perpendicular con respecto uno del otro y un poco de agua mágica sacan espíritus malos malos malos del cuerpo de la gente!

-… No vine aquí a que me tomen el pelo.

-Pero no te vayas, todavía no me contaste la parte del arca donde había dos animalitos de cada especie, y por lo tanto había también peces, a pesar de que estaba todo el planeta inundado de agua y el único lugar sin agua era precisamente el arca, y que había incluso depredadores que bien podrían haberse comido a otros pasajeros del arca pero que decidieron no hacerlo; ni tampoco me contaste de esos tipos que vivían seiscientos años cuando el promedio de vida era la mitad que ahora, ni de ese que vivió adentro de una ballena –perdón, no una ballena, “un pez muy grande” …porque una ballena sería ridículo.

¡Por favor no te vayas! ¡Me estás convenciendo!