lunes, 11 de febrero de 2013

Las múltiples vidas de Nelson Hook (4)



Yo no digo que sea bueno volverse adicto; nomás digo que a veces la adicción a una sustancia puede hacer que uno obtenga logros muy valiosos, como recibirse de médico, por ejemplo. ¿Quién diría que yo, Nelson Hook, un veinteañero, podría transformarse en el Doctor Hook? Pocos.
Ciertamente no mi viejo.
La mención de mi padre no es casual: él mismo es la imagen de un adicto. Adicto al alcohol, como buen irlandés, pero a diferencia de mí, no consiguió absolutamente nada en la vida. Sé que suena muy fuerte, pero no deja de ser verdad. Y ojo, no le guardo ningún rencor: mi juicio parte de datos objetivos y no del odio, a pesar de que soy conciente que en mis 22 años de edad jamás obtuve de él una sola frase de aliento o alguna muestra de cariño. Tal vez me afectó a un nivel inconsciente; vaya uno a saber.

Antes dije que la adicción a una sustancia a veces te permite conseguir algunas cosas, pero eso no es del todo cierto: no es la adicción a la sustancia; es el perfecto balance entre la desesperación por la dependencia física y la racionalidad de un estratega.

Antes de pincharme con morfina por primera vez, yo era un acomodador de supermercado sin mucho futuro; luego de volverme adicto me inscribí en la facultad de medicina para tener más fácil acceso a la sustancia durante los interinatos. Luego, entre una cosa y la otra, me recibí en tiempo récord y con honores.

Qué cosa linda la morfina. Y qué cosa fea los pacientes; al menos cuando uno está sobrio y limpio. Es por eso que, como cualquiera puede suponer, atendía drogado a mis clientes. Pacientes. “A mis pacientes” quise decir. Aunque, bueno, en realidad algún paciente era a la vez cliente, porque mi acceso a la morfina era casi ilimitado, así que podía darme el lujo de vender un poco, de permutar otro poco (no sólo de morfina y alcohol vive el hombre: existen el ácido y la merca) y también, por supuesto, de canjearla por favores sexuales de los más extravagantes.
El único problema es que hoy en día no me siento motivado a continuar estudiando medicina, a continuar perfeccionándome en esto, porque todo lo que deseaba (morfina, sexo y más morfina)ya lo tengo. Tal vez encuentre la motivación en hacerme de más dinero, pero todavía no lo he pensado en profundidad. Tal vez invierta en el terreno de la construcción o en alguna fábrica. No sé. Ando con ganas de empezar a aspirar pegamento y ver a dónde me lleva.

La moraleja de estas anécdotas: la motivación es el motor que nos impulsa a prosperar y a modificar la circunstancia.

Hay que drogarse con algo.

lunes, 4 de febrero de 2013

Las múltiples vidas de Nelson Hook (3)


Basta de introducciones. Soy Nelson Hook y ya dije más o menos todo lo que hay para decir sobre mí. Ya soy una señora demasiado mayor como para andar demorándome en presentaciones. Pero tal vez, y no quiero presumir, tal vez, hablarle un poco de mis primeros días después de haberme vuelto de Irlanda con mi marido- la luz de mis ojos, mi irlandés hermoso- pueda servirle a usted de algo. Porque de eso se trata, de ayudarle. Y también de contar, y de permitirme organizar algunos recuerdos que, como dice la muchachada ahora: a la pipeta que están desorganizados.

Como dije antes, el haber estado cinco meses en Irlanda fue un asunto bastante casual, a fuerza de ser honesta. Yo me había alistado para combatir a los nazis en las brigadas internacionales que se enviaron a Europa en las últimas semanas de la guerra, cuando Uruguay le había declarado la guerra a Alemania y yo como buena Oriental- baliente y hilustrada- me alisté de inmediato. Eran épocas agitadas para viajar en barco a través del océano Atlántico, a pesar de que la guerra era de inminente finalización. La derrota alemana estaba casi sentenciada, pero eso no evitaba que el océano estuviese infestado de submarinos nazis e incluso de falsos barcos mercantes listos para emboscar desprevenidos. 

Yo viajaba en un barco de bandera argentina, pero eso no evitó que hubiera que desviarse del camino previsto: el sur de Francia. No fuimos bienvenidos en la España franquista, así que por una decisión que aun no comprendo, el capitán optó por dirigirse a Irlanda, donde no se peleaba la guerra.

Al principio, como dije antes, fue un poco frustrante estar en Irlanda sin combatir, pero luego, al empezar a socializar con los dublineses, la frustración se transformó en algo agradable. Imagínese la reacción de los muchachos ante una exótica sudamericana emocionalmente desamparada, necesitada de comprensión y protección: un llamador de machos proveedores.
No me costó mucho entreverarme con un muchacho atento y lindo, gentil, de aspecto un poco descuidado pero claramente un buen tipo. El único problema fue la circunstancia: su familia era independentista, católica y republicana, y esperaba que su hijo se casara con una irlandesa, católica, independentista y republicana, no con una uruguaya atea con deseos de combatir en una guerra contra los alemanes, en el bando de los ingleses. Pero las cosas sucedieron, de cualquier manera.

La primera vez que nos vimos, yo iba a una Grocery Store a tratar de engañar al vendedor y robarle algunas verduras: él venía con sus amigotes, empujándose a las risas, presumo que borrachos. Algo me gritaron. No entendí. Él fue el único que se acercó y me habló con esas palabras tiernas y esa dulzura que siempre mostró. Todo era perfecto, salvo por la abierta e insistente reprobación de la familia. Lo desheredaron al pobre. Cínicos. Sólo una vaca le dejaron; no tuvimos más remedio que venirnos a Uruguay. 

En el viaje en barco –el más cómodo y placentero que he hecho en mi vida- tuve algunos inconvenientes estomacales que por un momento nos hicieron sospechar con terror que tanto ejercicio en las ramas del árbol biológico había generado, producto de una supuesta fecundación, un parásito-potencial hijo. Menos mal que no, y que me mantengo sin hijos hasta el día de hoy, a mis 87 años.