martes, 31 de diciembre de 2013

Después se verá


Hay una tendencia que a mí se me hace indiscutible: tendemos a hacerle voluntariamente menos daño a las personas más cercanas a nuestro sentimiento que a aquellas que no lo están. Dicho de otro modo: no le hacemos esas cosas horribles que le hacemos a un desconocido a uno de nuestros amigos. Esto sucede en la mayoría abrumadora de la población. Intentamos no perjudicar a nuestra familia, a nuestros amigos, a las familias de nuestros amigos. Y en la mayoría de los casos, lo conseguimos.
Esta tendencia me hace notar que a los desconocidos, a aquellos fuera del círculo de nuestro amor, los tratamos a veces sin piedad, sin miramientos; sin siquiera pensar si está bien o mal lo que les hacemos. Sin medir consecuencias.
Esto me hace pensar entonces que los que no estamos muy conformes con cómo van las cosas, tendríamos que conseguir correr esa línea que delimita a los queridos de los desconocidos, logrando que les hagamos cosas desleales a menos personas y menos personas intenten perjudicarnos. Hacer la convivencia más agradable y más justa.

La militancia que propongo, según me doy cuenta ahora, se resume en: tener más amigos.
Ser amigo de más gente. Y que otra gente se haga amiga de más gente. Y tratar a la gente según su nueva condición.

Pongo mi espalda para que se me pegue un cartelote enorme de ingenuo anarquistamente idealista que piensa bobadas, pero yo voy a seguir esto que propongo aunque sea el único que lo haga.
Después se verá.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

No es contigo, es con tu raza.


El partido venía bastante bien. Quiero decir: nada hacía pensar que iba a terminar como terminó. Es cierto que jugaban en la misma cancha muchachos del barrio de Peñarol y muchachos de Sayago, pero uno tiende a creer que con la reiteración de esos partidos, con el paso de los años y un relativo conocimiento mutuo, las hostilidades se van suavizando. Por eso es que digo que el partido venía bastante bien.
Ubiquémonos: estábamos jugando en la cancha más grande del club Sayago. Es decir que, en cierta manera, éramos visitantes. Íbamos perdiendo por dos o tres goles, cuando hubo una jugada accidental como tantas otras, durante tantos años: mi amigo Ricardo chocó con un muchacho del equipo rival, y el muchacho del equipo rival cobró “fau”. “Fauacá”, más precisamente. A Ricardo no le pareció bien eso, porque, al igual que a mí, le dio la impresión de que quien había hecho la falta era justamente el muchacho que la cobró. Pero en fin, esas cosas, a menos que sean muy alevosas, se dejan pasar. Ricardo agarró la pelota con la mano y se la alcanzó al muchacho para que sacara el tiro libre; la tiró, eso sí, hacia su cara, pero suave, como para hacerle entender que si bien no protestaba la falta, no le parecía que estuviera bien. Ocurrió, sin embargo, que el otro muchacho olvidó poner sus manos para atrapar la pelota y ésta le pegó en la cara. Suave, pero en la cara. El muchacho se enojó. El muchacho empujó a Ricardo. Una señal de alarma se encendió en mi cabeza. Antes ya han empujado así a Ricardo y el final no fue muy alentador. De cualquier manera, el partido siguió. Pero ya picado.
El muchacho del empujón jugaba con su hermano en el mismo equipo; ellos dos empezaron a hablarse en voz muy alta, diciendo cosas poco felices como “no te gastes con este, es negro”, en referencia al color de piel de Ricardo, que según llegué a enterarme, es negro.
En un cruce posterior, el hermano del muchacho del incidente inicial corría al lado de Ricardo y ante mi asombro le decía “no es contigo, es con tu raza”; yo movía la cabeza, de izquierda a derecha, pensando “qué mala idea que tuviste, che”, pero aun no me rendía. Yo me creía capaz de evitar lo que al final resultó inevitable. Entonces aproveché que Ricardo sacaba un lateral para acercarme a él y pedirle la pelota con la marca en mi espalda, y mirarlo con cara de “vamos a darles vuelta el partido y ya está”, a modo de evitar una pelea que, al menos yo, no quería ver. Me la dio. Se la di, me la devolvió, freno, pase cruzado, compañero que entra por el otro lado, gol. Descontamos.
 Uno de los muchachos continuó con la misma idea de decir cosas inconvenientes al cruzarse en la cancha con Ricardo: “yo tengo la esvástica tatuada acá” (y se golpeó el torso en la zona del corazón). Ricardo no le dijo nada.
Con Ricardo jugando mejor en lugar de responder y yo jugando mejor con la esperanza de que no se fuera todo al carajo contagiamos a los demás y terminamos ganando por uno, casi casi en la última jugada.
Fin del partido.
No hubo muchos saludos. Cada uno agarró sus cosas –abrigos, más que nada, porque era pleno invierno y era de noche- y salimos de la cancha. Nos sentamos en los banquitos a tomar un poco de agua y de pronto siento que Ricardo apoya su mochila y su abrigo en mi falda. Mala señal. “Teneme que voy a salir”. Mala señal.
-Ricar…
-Ya vengo- me interrumpió.
Empezó a caminar hacia fuera, pasando por el costado de los muchachos del problema. Unos pasos más adelante se dio media vuelta y les comentó que él iba a estar afuera, esperando que saliera el muchacho que tenía “la esvástica tatuada acá” (repitió el gesto) y luego agregó “o tu hermano, si también quiere venir”. Pésima señal. Pésima.

Yo agarré las cosas y salí. Ricardo estaba parado afuera, en la vereda, mirando hacia adentro. Le hablé, pero no me prestaba atención. Miraba por encima de mi hombro. Eventualmente los del otro equipo salieron. Algunos se despidieron y se fueron, otros se quedaron para tratar de que “quedara por esa”. Yo ya sabía que era inevitable.
Ricardo cruzó hacia la vereda de enfrente, donde está la estación de trenes de Sayago. Se paró en la vía, y luego de un rato de que sí, de que no, uno de los muchachos fue; luego fue el otro. El golero de mi equipo me miraba, y me dijo, divertido: “son dos contra uno, está desparejo, a ellos les va a faltar uno”. Estaba medio desparejo. Dos contra Ricardo. En mi mente me decidí: si llegan a quedar uno contra uno, ahí me meto y los separo. No da para que peleen en desigualdad de condiciones.

Fue todo rapidísimo. De a dos trataron de pegarle a Ricardo. La estrategia era casi obvia: uno lo tenía que agarrar por atrás y una vez inmovilizado, el otro le pegaba. Pero…No sucedió así. Ricardo alternó, con cierta despreocupación que me divirtió, una piña para cada uno, impidiendo de esa manera que básicamente se le acercaran.

“Pará pará”, dijo el muchacho de la “esvástica tatuada” al recibir la piña que más sonó. “Pará pará” dijo y se quedó quieto, sosteniéndose la cabeza, inclinado hacia delante. Fue una especie de “pido”. Ricardo entonces se dedicó a volarle de una piña uno de los lentes de contacto al otro y a agarrarlo por el cuello. Era hora de actuar, más que nada porque vi que por el lado izquierdo volvía corriendo uno de los del equipo de ellos que se había ido; si venía a sumarse a la pelea iba a tener que intervenir para que no fueran tres contra uno y si venía a separar, seguramente iba a necesitar mi ayuda para convencer a Ricardo. Entre los dos pudimos despegar a Ricardo del cuello del muchacho. Fin de la pelea. Ricardo y yo volvimos a cruzar y el golero de nuestro equipo ya le estaba entregando su abrigo y la mochila. Otro de nuestros compañeros sugirió no pasar por al lado de los muchachos para evitar que todo volviera a empezar. No hizo falta. Pasamos por al lado. Ricardo básicamente los ignoró. Se iba poniendo la campera, comentando que había refrescado.
Ha de ser la única vez en que me sentí bien después de un episodio de violencia.