lunes, 28 de diciembre de 2015

Hay muchos sábados de madrugada cada sábado de madrugada


Eran las cuatro de la mañana. Ya era sábado. Caminaba por 18 de Julio y me encontré con un hombre vestido de uniforme azul que lavaba la vereda con una manguera. Todavía había gente caminando, pero muy poca. Contra el cordón había un camión cisterna estacionado. Cuando llegué a donde estaba el hombre lo miré con más atención. Vi su cara mirando al suelo, su mirada ausente. Tenía puestos unos auriculares blancos. Me frené a unos metros porque justo él estaba tirando un chorro de agua. Cuando me vio detenido me miró a los ojos; hizo ese gesto mecánico que hacen los conductores de autos cuando están doblando en una calle con semáforo en verde y te dejan pasar. Pasé. Buenas noches, le dije. Buenas noches, me contestó. Por mi izquierda pasaban tres adolescentes borrachas  caminando con la dificultad que se auto imponen al usar zapatos  con plataformas de diez centímetros. Venían riéndose a los gritos, felices. Ahí fue cuando me di cuenta que ese tipo hastiado, con la manguera y el uniforme, haciendo ese trabajo un sábado a esa hora mientras los demás se divertían, me recordaba al personaje de Bukowski –a Bukowski mismo- y sus anécdotas trabajando de cartero. Me dio ganas de frenar y decirle al tipo que en una de esas, en el futuro, él va a ser un mal escritor que influencie a varias generaciones de escritores.

Pero no lo hice. Me dediqué a mirar el agua que se esparcía por entre las baldosas luego de que el tipo siguiera lavando la vereda. El agua pasaba por mi costado y por el espacio entre mis piernas. Avanzaba, lentamente, como marcándome el camino a seguir hasta llegar a mi casa. El agua nunca alcanzó a las adolescentes felices que ya caminaban más adelante. En ese momento me pareció razonable que no las alcanzara. La felicidad, incluso la simbólica y provisoria, no es para todos. La amargura del tipo que limpiaba y mi amargura empática, tampoco. Hay muchos sábados de madrugada cada sábado de madrugada. 

miércoles, 21 de octubre de 2015

Maestras y milicos

Este relato esta basado en las cosas que soñé luego de escuchar durante una semana entera, antes y durante mi sueño nocturno, esta canción; esto se trata entonces de una versión libre de esa canción de Comunismo Internacional


09/09/15

El de anoche parece haber sido el último aluvión. Cuando esta mañana nos despertamos el agua se había retirado unos metros. No soy bueno calculando distancias y Sofía tampoco; digamos que el agua estaba a unos quince metros de la cabaña. Ahora estimo que ha de estar un poco más abajo. De cualquier manera no tranquiliza para nada esto. Aun estamos viviendo en la cima de la montaña.
Si bien fui el primero en despertarme, no fui el primero en levantarme. Me sentía con la espalda empapada, enfermo de los pulmones, como había estado durante las últimas tres semanas, en la parte más intensa de las lluvias y los aluviones de agua. Sofía fue la que me dijo que el agua había bajado y no llovía. Eso me pone contento. Hacía tiempo que no la veía sonreír, además. No sé. A pesar de despertarme con la espalda mojada y con tos, me siento con más energía. Más esperanzado, como dijo burlona Sofía.
Y ahí fue cuando me decidí a empezar a escribir este diario. La idea es tener un registro de cómo el agua va bajando. La idea es llevar un “diario optimista” como lo apodó Sofía. Optimista o esperanzado. No sé. La intención es registrar las horas o días que demorará el agua en irse por completo. Ya queremos volver al pueblo al pie de la montaña. Sabemos que va a estar todo arruinado, que no vamos a tener nada, pero aun así…
No sé. Tal vez nunca continúe esto.

10/09/15

Yo no me considero una mujer impaciente pero la verdad es que ver a Gonza todo el día asomado por la puerta de la cabaña mirando para abajo indicándome cuánto le parece que bajó el nivel del agua me vuelve loca. Por eso agarré yo y empecé a escribir. Después de todo este diario es de ambos. O al menos eso dijimos recién. Me parece justo después de todo.
Él siempre sabe qué escribir pero yo no sé. Entonces voy a escribir lo que veo: Gonzalo está contando la cantidad de latas de conservas que tenemos. Le quedan la puntita del lápiz y unos cartones que usa como papel. Calcula me parece la cantidad de latas divido la ración estándar que estamos usando desde hace meses. Me parece que hay poco. Le voy a preguntar.
Dice que sí. Que me quede tranquila igual (sé que me está mintiendo) porque va a alcanzar. Además (en esto sí estoy de acuerdo) el agua ya está bajando cada vez más rápido.

11/09/15

Se me presenta un problema. Ahora para seguir con el diario tendría que aclarar quién escribe. Soy yo, Gonzalo. Un gusto.
Hubo novedades esta mañana. El agua bajó unos metros, pero eso no necesariamente se tradujo en buenas noticias. Como era de esperar, desde el agua empezaron a aparecer …Algunas ratas. Sofìa no cree que pueda dormir esta noche. La cabaña no tiene puerta, así que las ratas podrían entrar tranquilamente. También vimos palomas dando vueltas en los alrededores de la cabaña y en las montañas cercanas. Algunas palomas entraron a la cabaña y rápidamente salieron.
Veremos qué pasa esta noche.

12/09/15
Sofía anoche no durmió. Yo, la verdad, tampoco. Se nos llenó de ratas la cabaña. Y resulta muy difícil sacarlas, porque cada vez son más. Lo mismo pasa con las palomas.
Vamos a tener que solucionar esto, de alguna manera. Todavía el agua no permite bajar de  la montaña. Además eso querría decir que deberíamos atravesar las ratas, que cada vez son más.

13/09/15
Hace casi 24 horas que Sofía no habla. Toma agua y come. Está arriba del armario donde tenemos las latas y el agua. Constantemente estoy pegándole a las ratas con un palo para que la dejen en paz. Ya casi no me molestan. No así las palomas: cada vez que intento asomarme por la puerta para ver cuánto ha bajado el agua, me golpean en la cabeza.

14/09/15
Sofía sintió un ruido en el techo. Yo hace más de 24 horas que no duermo y no sentí nada. Pero le creo. Estoy encarando muy poco.

15/09/15
Desde el techo de la cabaña empezamos a sentir golpes muy fuertes, que se iban multiplicando. El techo de la cabaña terminó cediendo. Cayeron dentro cuatro hombres vestidos de policías. Luego, ante nuestros ojos, se duplicaron. Quiero decir: después de pestañear, eran ocho. Después de pestañear de nuevo, eran dieciséis. Yo asumo que estoy alucinando por falta de sueño. Sofía está quedando loca por los ataques de pánico constantes. Cada vez hay más ratas y palomas. Y ahora policías.

16/09/15
Tratamos en vano de entablar comunicación con los 82 policías. No hablan. Pero sí se organizan. Como no entran todos, duermen afuera. Además ayudan a espantar a las ratas y las palomas, aunque éstas también se multiplican. Parecía ser una buena noticia. Tal vez lo era, pero se vio opacada por la aparición de las maestras. Sofía, que está un poco más tranquila, se dedicó a contar las maestras mientras yo contaba los policías. Las maestras se multiplican por seis, de modo que en poco tiempo van a alcanzar en cantidad a los policías. O al menos eso pensamos con Sofía, que está haciendo los cálculos cuando se aburre de controlar la multiplicación de las maestras. Ellas tampoco se comunican. No hablan. No oyen. Lo mismo que los policías.

17/09/15

Sofía insiste en que la mordió una rata. Yo le dije que hiciera la denuncia. Policías sobran. Me dijo que me fuera a la concha de mi madre. Le dije que me parecía una mal educada y que sería una buena idea aprender algo teniendo tantas maestras en la vuelta. De cualquier manera las maestras no hablan tampoco. Pero bueno. Era la chance de hacerle un chiste. No funcionó. Ahora Sofía tampoco me habla.

18/09/15
Si bien Sofía no me habla y yo sí le hablo a ella, no le cuento todo. A mí también me mordieron ratas. Es inevitable, por cierto. No hay espacio para todos. Hasta sin querer te muerden. Ahora mismo estoy sentado y tengo dos ratas sobre la falda, a Sofía sentada en el armario con los pies sobre mis hombros. Los policías en ocasiones confunden las ratas con las maestras y les pegan palazos. A lo mejor no es que confunden sino que instintivamente les sale reprimir. Cada vez son más palomas también. El olor a caca es insoportable.
Me encantaría poder ver si el agua bajó lo suficiente, pero no tengo espacio para moverme.

19/09/15
Sofía volvió a hablarme, pero no fue una buena noticia lo que la motivó: empezó a llover de nuevo. El problema no es nada más que no tenemos techo desde que lo rompieron los policías al caer, sino que está lloviendo lluvia verde. Sofía dice que es lluvia ácida y que vamos a morir. Yo comparto su optimismo.
Las ratas fueron las primeras que sintieron los efectos de la lluvia. Salieron espantadas de la cabaña y, supongo yo, se chocaban con las que espantadas subían la montaña para meterse en la cabaña.
Los policías y las maestras, en silencio absoluto, seguían en conflicto a pesar de la lluvia verde.

20/09/15
Si bien las ratas y las palomas se siguen multiplicando, están perdiendo la piel. Al parecer la lluvia efectivamente era ácida y les peló por completo sus cuerpos. Es interesante ver que las que se multiplican también aparecen sin piel. Le comentaba a Sofía que las palomas sin piel son como el cero. Las que se multiplican sin piel, tienen una paloma sin piel como resultado. Las que aun tienen piel,  producen palomas con piel.

21/09/15
La “no me gusta que me corrijas las faltas Gonzalo” me acaba de decir después que le leí la entrada anterior que las palomas no tienen piel. No sabe decirme cómo decirle a lo que las recubre –recubría-; vaga entre “plumaje” o “pelos”. Da igual. Las ratas ya están todas peladas y se multiplican peladas. Los policías y las maestras poco a poco han ocupado todo el lugar entre el agua y la cima de la montaña. Pude saber esto cuando me hice una escapada hacia la puerta y me subí arriba de una pila de policías. Cuando volví, también a gran velocidad y empujando, me encontré en mi lugar muchas ratas que me miraban con cara de “el que se fue a Sevilla…” Las espanté a patadas y me hice del lugar.

22/09/15
Sofía se dio cuenta que está perdiendo pelo. Cree que es por la mordida de la rata. Está convencida de que le contagió una enfermedad de ratas. Yo sé que es por la lluvia. No se lo dije, pero tiene el pómulo izquierdo sin piel. Los policías y las maestras también han perdido piel. También miembros. En el caso de las maestras es algo que viene pasando desde el primer día luego de la lluvia verde. Pero se lo atribuimos a la violencia de los policías. Con tantos palazos podría ser que unas maestras perdieran brazos o piernas.
Cuando le lea esta entrada a Sofía voy a tener que inventar algo.

23/09/15
Acabo de perder una oreja. Se me cayó, como se puede caer un sombrero en un día de viento. Sofía abrió la boca para pegar un grito de horror pero no pudo porque se le cayeron todos los dientes. La boca se le llenó de sangre y cuando la quise ayudar me di cuenta que no podía. Mis tobillos y mis pies quedaron a diez centímetros de mis piernas cuando me quise levantar.

24/09/15
Hace horas que no puedo mirar a Sofía porque tengo la sensación de que si muevo la cabeza en dirección a ella se me va a desprender del cuerpo, como les pasó a los policías que tenía delante de mis ojos. Los dedos cada vez están más débiles. Ya perdí tres. No voy a poder seguir escribiendo mucho más. Creo que me cayó la nariz de Sofía en el hombro y rebotó. Ni las ratas se mueven a comerla porque se van desmembrando también. Para colmo, volvió la lluvia verde. Ahora directamente quema. Pero ya no me importa. Ahí fue otro dedo. Quema. En algún momento no voy a poder escribir más.
Quiero llorar, pero no puedo. No veo. Perdí lo ojos. Siento sangre y lluvia que quema. Me pareció escuchar a Sofía murmurar. Perdí dientes por tratar de reír. Me está lloviendo ácido adentro de la boca ensangrentada.
Valía la pena la risa. Creo que dijo “por suerte vino la desgracia a salvarnos”.
Tiene razón. Ahora hay más espacio, a pesar de las multiplicaciones.

25/09/15
Estoy escribiendo con el dedo pulgar de mi mano derecha, que es el único que me queda. Ahora ya no hay multiplicaciones nada más. Ahora hay divisiones. Esa que está ahí no es Sofía, son sus partes. Creo que está muerta. O al menos no la siento. No veo, no oigo. Demoro horas en escribir una sola palabra. Sólo me quemo con la lluvia que no para.
Por suerte vino la desgracia a salvarnos. Siento que el antebrazo se me está por desprender del codo. Pensé que primero iba a ser el dedo. No voy a poder segu



jueves, 1 de octubre de 2015

Música Paloma

Este cuento es una versión libre de una canción de la mejor banda del Uruguay, Comunismo Internacional. Es una versión en formato cuento, de una canción. O no. Al menos responde a una de las preguntas que se plantean en la canción. Mantengo el título y la temática del disco "No hay leche en el corazón de la muerte"



                                                 A la Muerte, a Correa y a Pina.




No tenía interés en abrir el baúl.
Sabía que el baúl estaba en el sótano, pero no me interesaba abrirlo. De hecho, hacía años que no bajaba al sótano. Sin embargo, ahí estaba: había corrido el sillón que el abuelo puso hace años encima de la puerta trampa que daba entrada al sótano, para disimular. Levantar la tapa fue relativamente fácil. Ahí estaba yo, bajando las escaleras. Me daba un poco de miedo, pero había decidido no prender la luz en el primer tramo; eso a lo que el abuelo Rúben llamaba “el entrepiso” del sótano. La madera de los escalones no crujía como yo esperaba; eso me decepcionó. Tantos años sin que nadie bajara y la escalera no tenía ni siquiera la deferencia de agradecer, quejándose.
Me pareció escuchar ruidos de ratas. Pensé que sería lógico, porque el abuelo guardaba ahí abajo todos los diarios viejos y todas las cosas inútiles de madera que compraba en la feria. Las ratas me daban miedo, como a cualquiera, pero decidí no prender la luz. Quería saber cómo se sentía el ruido de ratas, a oscuras. En todo caso tenía el celular para alumbrar, si sentía que se me venían encima. Estarían en su derecho: tantos años viviendo ahí les habría dado un sentido de propiedad que yo estaba invadiendo. Vaya uno a explicarle a una rata la jurisdicción con respecto a los sótanos de las casas de los antepasados.
Casi me caí. No tuve más remedio que alumbrar con el celular hasta bajar dos escalones más y encontrar el interruptor de la luz. Funcionaba a la perfección. Se iluminó el sótano. Era más chico de lo que recordaba, cosa normal siendo que la última vez que entré era un niño. No había ratas. Al menos no a la vista. Seguramente estaban escondidas. Dejé de oírlas una vez iluminado el lugar. No había ratas a la vista, pero había polvo. Empecé a toser. Me tomó unos minutos poder respirar con normalidad. Sonreí. Era interesante escuchar el ruido de ratas con las luces apagadas y al iluminar dejar de escucharlo, del mismo modo que era interesante empezar a toser cuando veía las partículas de polvo al iluminar y no antes, cuando también estaban ahí.
Caminé hasta el baúl. No me detuve en mirar los maniquíes con caras de animales que el abuelo tenía guardados ahí. De chico me daban miedo. No quise averiguar si me lo seguían provocando; me bastó mirar el primero de ellos para recordarlos de memoria. No miré con demasiado detalle las pilas de diarios atadas con hilo, amontonadas. Los muebles viejos y los pedazos de sillas y mesas de madera tirados contra el rincón opuesto a la entrada no llamaron mi atención. El baúl, sin embargo, sí. Estaba colocado justo frente al espejo de pie que se había comprado la abuela. Me acerqué al baúl marrón. Lo abrí con mucho cuidado, observé en detalle el proceso de la tapa al abrirse y dejar ver el contenido. Me llamó la atención encontrar el gorro del abuelo, su biblia tapa dura que tanto atesoraba, la remera de Pantera de Ernesto,  la caja con los dedos de los pies de la abuela, los cadáveres trozados de mamá y del tío Pablo cubiertos por algo que supongo era yeso,  la caja con la colección de relojes pulsera del abuelo, cada uno puesto en un brazo derecho diferente, salvo por los relojes verdes, que no recuerdo bien porqué, siempre se los colocaba en el izquierdo. Encontré también el libro de recetas. Ese sí lo agarré. Me trajo gratos recuerdos. A la abuela le encantaba cocinar con ese libro. Se pavoneaba frente a sus amigas. Me hizo sonreír. Sentí a las ratas. Ahí levanté la vista y vi el espejo que tenía enfrente. Se reflejaba la cara del abuelo, detrás de mí, acercándose con el candelabro en la mano. No me dolió el golpe, pero sentí la sensación calentita de la sangre corriendo por la parte de atrás de mi cabeza. Perdí el equilibrio. Sentí el golpe en seco de la tapa del baúl. Se quedó todo oscuro. Me acomodé, como pude, entre lo que asumo eran los brazos y mi mamá. Siempre me cayó bien mi abuelo. No sabía que aún estaba vivo. Sonreí: me acordé que tenía puesto mi reloj pulsera en el brazo izquierdo. Me lo cambié de lugar como pude. Era negro. Pensé que él sabría perdonarme si no era capaz de ajustarlo lo suficiente con tanta oscuridad. Desee que valorara al menos mi intención. Yo sabía que detestaba descuartizar familiares que llevan un reloj en el brazo izquierdo. A menos que fueran verdes.





viernes, 28 de agosto de 2015

Los cien días de Napoleón


El regreso no existe,
ya sé,
pero la tentación era mucha.
Creo que eso me justifica.

Cuando después de tanto tiempo
 te volví a ver
me quedé con la mirada fija  en tus ojos,
y los vi tristes, apagados,
dolidos. 
Eras otra.

Eso duró menos de un segundo.

Después vino tu sonrisa,
claro,
y tu sonrisa tapa todo.
Tu sonrisa da vida. Y yo necesitaba.

Me iluminaste,
pero del pecho para adentro,
que es el mejor lugar
que me podías iluminar;
había tantas luces, tantos colores,
que todos los demás
caminaban a tientas,
enceguecidos.

Pero se me fueron los días volando.

No pude volver a Francia
a terminar
lo que habíamos dejado pendiente.

Se me fueron los días y no hubo vuelta.

Anoche eras una sombra.
No sé qué pasó,
pero eras una sombra
de aquella que fuiste antes.

Y ahí se me oscureció todo,
del pecho para adentro.

Sabía que la oscuridad
daba miedo;
no sabía que además dolía.

A lo mejor da miedo porque duele.

No sé.

Hoy me desperté
y me miré al espejo:
tenía  tus ojos tristes
y no tenía sonrisa.
Me estuve mirando un rato,
en detalle.

Y ahí decidí quedármelos:

a lo mejor así,
la tristeza de los ojos,
se te va,
para siempre.

Permitime al menos,
conservar mi sombrero,
mi uniforme,
tus ojos tristes
y mi ingenuidad.


lunes, 8 de junio de 2015

Anécdotas de un librero que ya no es 3

Esta es la tercera parte de las Anécdotas de un librero que ya no es. No es necesario pasar por las penurias de leer las dos partes anteriores. Ni siquiera hace falta leer esta tercera parte.
No lea.
Viva su vida. No la desperdicie acá.

3
El local de la librería tiene dos pisos. Es una casa vieja y amplia, con un segundo piso igual de amplio. Hay pasillos, hay puertas, hay escritorios, oficinas; desde casi todos esos lugares se puede observar al personal del piso de abajo. Desde el piso de abajo, no se puede observar tanto lo que sucede arriba. Se oye. Eso sí.

La dueña de la librería, una especie de reina absolutista con demencia delirante y su séquito de cortesanos que conformaban lo que llamaré “la directiva”, se encontraban en el piso de arriba. Los empleados, en el de abajo. Observadores y observados, digamos. Desde allí arriba surgían las directivas comerciales, las propuestas de “día de”, los precios de los libros, las clasificaciones de libros, la distribución de las estanterías y el extraño, intenso y consistente empeño en no hacer visible cualquier libro que fuese de, pareciera ser de, o remitiera a, poesía. Lo más extraño, de cualquier manera, eran las órdenes contradictorias que recibíamos de las personas con autoridad de la librería. Era, en cierta medida, gracioso. Naturalmente cada incumplimiento de una indicación –que contradecía o entraba en conflicto con otra, u otras indicaciones- era muy mal vista y a veces venía acompañada por gestos, muecas y sonidos propios de comedias de Cris Morena de los años noventa. Cada cumplimiento de una indicación era también reprochado, porque entraba en conflicto con otra indicación contradictoria. Es decir: cada cumplimiento de una indicación, era un incumplimiento de una indicación. Un poco entreverado todo esto que dije. Bueno. Así era la cuestión.

Eran las once de la mañana. Nuestro encargado dejó un rato de fingir que trabajaba para fumar su cuarto cigarro en la vereda. Al pasar por las mesas de infantiles le dijo a una de mis compañeras,  Ausencia de compañía, que las dos primeras mesas estaban desparejas; es decir: las dos de atrás estaban sobrecargadas y las de adelante tenían espacios vacíos. Y eso quedaba mal. Mi compañera arregló las dos mesas, emparejando un poco la cantidad de juguetes que había en cada una.

Ah, ahora que digo “juguetes”. En mi primera semana yo sistemáticamente le llamaba “juguetes” a lo que en la librería llamaban “libros infantiles”. No lo hacía por estúpido ni por desmemoriado: simplemente lo hacía por la costumbre de referir a las cosas por su nombre como consecuencia de la  observación de la realidad constatable. Un pedazo de cartón decorado con el diseño de la película Cars, con un volante de plástico del tamaño de una pelota saliendo de la tapa, con una bocina a pilas y dos palabras escritas debajo de dibujitos de autos con ojitos y sonrisas no es un libro. Es un juguete. Los libros tienen oraciones, no volantes de autos de plástico con bocina que salen de su tapa. Después de la primera semana me acostumbré a llamarle “libros infantiles” a los juguetes que, por otra parte, constituían algo así como el setenta por ciento del espacio físico de la librería.

- ¿Quién hizo este desastre? – preguntó uno de los mandamases, a quien llamaré Luigi, que había bajado a hacer un poco más miserable la vida de los vendedores con apreciaciones así de cariñosas.
 Mi compañera lo miró. Ella había sido. Intentó explicarle, pero él no le dio tiempo:
-Esto es una librería. Te voy a explicar un poco porque parece que no sabés. No se puede dejar las dos mesas de adelante tan sobre cargadas porque en cierta forma tapa las mesas que están atrás. Además, si cargas con muchos libros infantiles la mesa, cuando viene alguien a buscar algo, al final no lleva nada, porque tiene que estar revolviendo entre todos los libros y al final parece que esto es una feria. Y no es una feria.
-Lo que pasa es que el encarga…
-Lo que pasa es que no escuchás la voz de la experiencia. Tengo varios años en esto, y creeme que aprendí mucho. Por favor, espero que cuando vuelva esto esté arreglado.
Y luego, mientras mi compañera empezaba a sacar algunos libros de las dos mesas de adelante, vuelve el encargado y ve que hay algunos espacios vacíos todavía y me dice si no me animo a ayudar a mi compañera porque parece que no entiende que hay que poner un poco más de “volumen” en las mesas porque son las primeras que los clientes ven, y sino no terminan comprando nada. Que la ayude para ir más rápido.  Y entonces mientras mi compañera desmonta una mesa yo la vuelvo a cargar, hasta que se da cuenta y nos reímos.
-¡No, no, no, no! ¡Cómo van a estar ustedes dos haciendo lo mismo cuando hay otras tareas que pueden hacer! ¡Y a las risas! ¡Esto es una librería! – exclamaba la dueña, que acababa de entrar y subía rápidamente las escaleras hacia su oficina meneando la cabeza, acongojada por la estupidez de sus empleados y seguramente también por la decadencia moral de occidente entero.

Diez minutos después, el encargado me avisa que la dueña quiere hablar conmigo, en su oficina. Voy, un poco temeroso.

-Tomá asiento, por favor, Damián- me dijo la dueña.
-Darío.
-Sí, perdón, Danilo. Mirá Danilo, yo te quiero felicitar porque veo que desde que entraste estás teniendo un comportamiento ejemplar. Sos muy tranquilo y creo que vas con el perfil de la librería. Me gustaría que extiendas esta felicitación a tu compañera, porque creo que ella, vos y la otra muchacha, hacen un equipo estupendo.  Espero que sigan por ese camino, Diego. Ahora te dejo ir porque de seguro tenés muchas cosas para hacer.

Al rato, desde abajo se escucharon los gritos de la dueña en una reunión que tenían con el encargado y otros dos cortesanos en el piso de arriba:
-¡No, no, no, no! ¡Esto es una vergüenza! ¡Una ver-güen-za! ¡No podemos seguir contratando gente así! ¡No saben cómo comportarse en una librería! ¡Esto es una librería! ¡No pueden andar a las risas y a los gritos!
Luego, a un volumen naturalmente más bajo, se escuchaba el coro de “sí, sí, sí, sí, totalmente, cómo puede ser, tenemos que hacer algo, sí, sí, sí, no se preocupe, no se preocupe, ya mismo hablamos con ellos”
Y mientras tanto, nosotros cargando de aquí para allá con un “libro” con dinosaurios 3d, un almohadón de Disney y un xilofón de Mickey Mouse intentando que bajo ningún concepto nuestro trabajo tuviera sentido. A excepción del sentido final, que era el de impedir que los clientes tuvieran acceso a un libro que estuviera bueno. O  que al menos fuera un libro.


martes, 2 de junio de 2015

Anécdotas de un librero que ya no es 2

Esta es la segunda parte de estas historias total y absolutamente ficcionales que nada tienen de real salvo en aquellas cosas en las que son total y absolutamente iguales a la realidad.




Habían pasado unas pocas semanas y la librería estaba llena de empleados nuevos. Ya no eramos tres; había más o menos nueve personas. Había telemarketers cuya tarea era recepcionar llamadas, evacuar consultas y tomar pedidos, pero su tarea terminaba siendo más bien ser agredidos verbalmente por madres, padres y directores de colegios para gente con plata; había dos cajeras nuevas cuya tarea era manejar dos cajas velozmente pero terminaron siendo receptoras de la impaciencia y agresividad de los clientes producto de, entre otras cosas, una hermosa acumulación de errores técnicos en los programas de facturación; había además algunos vendedores nuevos sin entrenamiento ni noción de aquello que les esperaba. En fin, un lugar hermoso. En esta librería, como en tantas otras en las que se venden libros escolares y liceales, hay una palabrota para significar todo eso: zafra.

Ese día hubo reunión en el piso de arriba. Eso significaba algo fuera de lo común. El encargado nos reunió alrededor de una mesa a las dos compañeras que entraron conmigo el mismo día, a quienes para proteger su identidad llamaré Ariana y Ausencia de compañía, y nos fue pasando algunas tareas nuevas. Básicamente, teníamos que enseñarles y, de alguna manera, guiar (eufemismo para "vigilar") a los nuevos. Es decir: teníamos que hacer el trabajo de nuestro encargado.
Eso no era tan novedoso. La novedad quedó únicamente en juntarse en la mesa de arriba.

Aquella paz inicial de la librería ya no existía más. Era claro que, valga la redundancia, el trabajo no estaba bueno. Era estresante y ponía a prueba nuestras agallas y nuestra tolerancia al maltrato verbal de personas que no nos conocían pero que soltaban conclusiones terminantes en voz alta sobre nuestras capacidades y nuestro apego al trabajo.
En mi caso esto realmente no me presentaba muchas dificultades: jugué al fútbol de niño. Y no sólo eso: era chiquito, me gustaba tirar caños, la pisaba y corría poco. Difícil que un cliente pudiera decir algo que mis rivales, sus padres, mis técnicos, los padres de mis compañeros de equipo y mis propios compañeros no me hubiesen dicho cuando era niño toda vez que pisaba la pelota en mi área o que no corría un despeje de punta sin dirección, que aparentemente me correspondía correr porque alguien había gritado mi nombre.
Después que un padre te escupe la nuca cuando vas a patear un córner en la cancha del Brandi y vos tenés diez años, medio que lo que te diga un cliente de una librería no te afecta tanto. Mis compañeros de trabajo no estuvieron expuestos a esos estímulos tan educativos. Había estrés en la vuelta.

Y la gente no colaboraba.
-Quiero el libro del colegio de mi hijo- decía una señora, mientras mi compañera hablaba por teléfono y atendía a su vez a otra persona. Ausencia de compañía me señaló y la clienta, resoplando del fastidio, se encaminó hacia mí.
-Quiero el libro del colegio de mi hijo.
-Buenas tardes. ¿Cuál es el libro que está buscando?
-Ah, yo que sé. El del colegio de mi hijo. Es el de inglés.

Puede que para alguien que no trabajó en una librería, esta última intervención de la clienta pueda parecer mentira. Bueno, no. Y yo ya lo tenía asumido. Es más: sabía que las preguntas que le hice a continuación no iban a tener éxito:

-No recuerda el libro. Es de inglés. Y, dígame ¿a qué colegio va su hijo? ¿En qué clase está?
-A mí en el colegio me dijeron que ustedes ya sabían.
-¿En cuál colegio le dijeron eso?
-En el de mi hijo.
-¿Y cuál es el colegio, me dijo?- pregunté yo, sabiendo que no me lo había dicho y temiendo lo increíble:
-Ah..Mi marido es el que lo lleva siempre. Es uno que está por Millán.
-Es un poco difícil que yo pueda saber cuál es el libro si no sé cuál es el colegio, el año que está su hijo y principalmente, el nombre del libro. ¿No tiene forma de consultarlo? - eso ya me salía casi automáticamente. Nunca soy tan elocuente al hablar. La práctica hace al librero.
-Pará que consulto- dijo, sacando el celular y llamando. El hijo, por supuesto, no tenía idea. Entonces llamó a otra madre, que le dijo que le parecía que se llamaba Bright Sparks st act. La señora guardó el celular, aparentemente con la satisfacción del deber cumplido.
-¿Y no le dijo si es el 1, el 2 o el 3?
-Es el que usan en el colegio de mi hijo.
-Sería bueno que sepa cuál es el número que necesita, porque luego puede que no sea el libro que le pidieron. Se lo digo para ahorrarle problemas.
-Ah, no, pero yo quiero el libro que le pidieron a mi hijo.
-Naturalmente. Creame que yo también quiero eso, pero si no sabemos el número, es un poco difícil. ¿En qué año me dijo que estaba? Tal vez así lo podamos averiguar.
-El libro es el 3- me dijo.
-¿Está segura?
- Sí, es el 3. Pasa que estoy mal estacionada- me dijo, con impaciencia.
-Pasa que a mí me hace mal comer morrón, así que debe ser el 3 sí- pensé en decirle pero, obviamente, no lo hice. La señora estaba apurada, así que debía ser el 3. Lógico. Cuando uno está mal estacionado la respuesta es siempre “3”.
-Ya se los traigo señora, el Student´s y el Activity.
-Pará ¿son dos?- me dijo, alarmada.
-Sí, uno es para clase y el otro para las actividades domiciliarias. Pero bueno, al final eso es algo que maneja el docente.
-Pero le pidieron uno. Este, mirá -me muestra el celular- Bright Sparks st act.
-Sí, esos son los libros.
-No, pero yo solamente quiero el Bright Sparks st act, no quiero otro.
-Es que son dos libros. "St" es "Student´s", el de clase, y "act" es el Activity, el de deberes.
-Ah, entonces los llevo.
-Ya se los traigo.
-Esa fue una charla leve- pensaba mientras caminaba a buscar los libros y descubrir que, obviamente, no habían llegado a Montevideo y le iba a tener que decir que le tomaba los datos para luego comunicarme con ella ni bien el libro llegara y que no, que no podía pagarlo antes porque no podía hacerle una factura por algo que no se llevó y que no, que no sabía si estaba en otra librería pero que por lo pronto podía decirle que en otras sucursales de la librería donde sí trabajo tampoco estaba.

Hay trabajos peores, claro, sin dudas. Pero los que involucran madres y lo que ellas consideran "la educación" de sus hijos, son bastante delicados. 

lunes, 25 de mayo de 2015

Anécdotas de un librero que ya no es 1

"Anécdotas de un librero que ya no es"  es un relato de varias partes que iré subiendo en la medida que los vaya escribiendo, lo que, en otras palabras, quiere decir que tal vez nunca continúe esto.
El narrador de estos relatos no soy yo, sino otra persona, con mi mismo nombre, con las mismas reacciones que tengo yo, que trabajó en la misma librería y que tuvo las mismas experiencias que tuve yo. Así que es todo ficción. ¿Estamos de acuerdo? 
Acá va la parte 1.  

1

Tenía cierto entusiasmo. Me duró lo que me dura el entusiasmo en las cosas que creo ciertas: poco.
Era mi primer día en la librería, y cargaba con una cantidad de expectativas: estar rodeado de libros, estar rodeado de gente que está rodeada de libros y que por lo tanto habría de querer conversar sobre libros y, en menor medida,  poder generar algunos contactos para llegado el caso poder vender allí alguno de los libros que escribí.
Ese mismo día entramos tres empleados nuevos. Había mucha sonrisa, mucha amabilidad, mucho silencio, mucha pulcritud, muchos libros y, al parecer, mucha buena onda. El trabajo parecía estar bueno. 
(Eso que acabaste de leer en la oración anterior se llama "oxímoron").

Mi primera tarea fue ponerle precios a los libros. Agarrar una reglita de esas que tienen números y letras y con una lapicera negra, poner los numeritos que formarían los precios para los libros de la vidriera. El encargado nos transmitió ese primer día todos los conocimientos que tenía sobre el trabajo en una librería. Le tomó menos de cinco minutos. Nos dijo dos cosas: primero, que los precios de los libros se ponen intentando no tapar el título del libro o el nombre del autor y que se hace con cinta adhesiva dobladita para no dañar las tapas. Me pareció razonable, recuerdo. Lo que dijo a continuación ya fue un poco más difícil de digerir:
-No pueden leer en horario de trabajo.
No tuve tiempo de preguntarle cómo hacíamos para vender libros que no habíamos leído, cuando interrumpió con su segunda y última cuota de sabiduría.
-Tenemos muchos libros- dijo el encargado, con una sonrisa- y no pueden leer en horario de trabajo, entonces lo que les conviene hacer es leer la contratapa de los libros de esta mesa –señaló la mesa de novedades- que son los que más se venden; en la contratapa siempre tienen un resumen del libro. Porque lo importante es que el cliente crea que ustedes saben y no quedar en evidencia.
-Sería más fácil venderlos si pudiéramos leerlos- le dije. A lo que con la misma sonrisa de vendedor ambulante de esos que vendían pócimas de la juventud en carretas yendo pueblo por pueblo, me dijo:
-Bueno, pero acá nos manejamos de esta manera y si lo pensás…
Siguió hablando, pero “no pueden leer en horario de trabajo” fue lo que me quedó dando vueltas en la cabeza.

Más tarde esa misma mañana, atendí a mi primer cliente. Un señor rellenito que entró a paso rápido, en dirección al primer homo sapiens sapiens que encontró, que ocurrió era yo:
-Quiero el libro que nombraron hoy en la televisión- dijo, y me quedó mirando.
-¿Y recuerda el título o quién lo escribió?- le respondí. Me había descolocado un poco.
-Sí, era de…No, no me acuerdo bien. Es el que nombraron hoy en la televisión.
En la televisión. Así, en general. Hoy. Es decir, esa mañana, en la que yo estaba trabajando en un lugar que no tiene tele.
-Ocurre que acá no hay televisión, entonces no puedo saber cuál es el libro que nombraron hoy en la televisión- le respondí, y lo que me dijo a continuación fue una constante en mi relación con los clientes de ahí en adelante:
-Creo que es uno de tapa azul.
Lo que se me ocurrió hacer fue decirle: ¿y será este, o tal vez aquel, el de allá, el que está al lado de aquel otro, que también podría ser, porque es azul, o tal vez se trate de aquel de allá, que es …Azul? Pero no le dije nada. Esa fue otra constante. No decir lo que pensaba. Aprender a reírme para adentro. Fue útil eso, después de todo. Los humanos nos adaptamos rápido al medio.

Más tarde, ese primer día, vi a una de mis dos compañeras poniendo cara de señora mayor frente al cajero electrónico del banco en el que tiene que cobrar la jubilación. Tenía los ojos entrecerrados, el ceño fruncido y cara de horror. Estaba atendiendo a alguien. Era una señora y estaba dándome la espalda. Me acerqué.
- But, this is Bookdonald´s, isn´t it? How come you are not able to speak English, my dear?- decía la clienta.
Mi compañera la miraba con la cara de quien no entiende lo que le dicen. Cosa que era cierta.
El asco que sentí al escuchar el tonito de señora cheta hablando en inglés británico impostado en una librería de Montevideo ante alguien que claramente no le estaba entendiendo pero que sí podría entenderle si hablara en español que era la lengua materna de ambas, se puede comparar nada más con la sensación que tuve al ver mi primer recibo de sueldo.
Me le acerqué y le respondí, también en inglés, que si podía ayudarla en algo. Me refería a proporcionarle ayuda psicológica, o conseguirle una vida, pero ella interpretó que me refería a ayudarla con los libros que buscaba. Así que le seguí la corriente.
Al ratito, ya liberado de la señora, volví a mi labor frenética y excitante de ponerle precios a libros. Mi compañera se me acercó, seguramente para comentarme algo sobre lo que había pasado recién, cuando desde el piso de arriba la dueña asomó medio cuerpo para afuera de su oficina, nos miró, y al ver que yo la miraba, se metió de nuevo en su oficina, abruptamente. Ahí fue la primera vez que me di cuenta que la librería era un panóptico.
Al ratito el encargado, así, como al pasar, como quien no quiere la cosa, como una cosa que salió de él en ese momento y nada tenía que ver con la dueña vigilándonos,  nos dijo que era bueno que no conversáramos en horario de trabajo porque quedaba feo. Casi todo quedaba feo, como descubrí después. Casi todo, salvo trabajar mucho y cobrar poco.





martes, 28 de abril de 2015

Germán


Germán  tuvo una infancia difícil. Germán tuvo una vida difícil. O recordaba desde niño que tendría una vida difícil. Es un poco complicado de explicar.

Germán tiene una condición que afecta su percepción del tiempo. Tiene trastocada lo que se llama la “flecha psicológica” en la Teoría de la Relatividad Especial. Es una condición que afecta la percepción  del sentido en el que “corre” el tiempo. Dicho de otro modo: Germán es capaz de recordar el futuro, pero no el pasado. Es capaz de recordar cosas que aun no han sucedido y no es capaz de recordar las cosas que ya han pasado. A modo de ejemplo: una persona cruza una calle y es atropellada por un auto. Una persona llama a una ambulancia. Mientras todos podemos recordar que la persona fue atropellada, Germán no; Germán recuerda que vendrá una ambulancia a tratar de reanimar al atropellado. Pero cuando la ambulancia llega y los médicos consiguen reanimar al accidentado, Germán habrá perdido todo recuerdo de la ambulancia, o del accidente y recordará otras cosas que para los demás sucederán a continuación. Y este tipo de situaciones se dan también con recuerdos a largo plazo. Recuerdos de cosas del futuro lejano.

A partir de los seis años Germán empezó a recordar cosas que le pasarían en su vida. Hasta que le iban pasando, y se le olvidaban.  Recordó a temprana edad lo que iba a ser la muerte de sus abuelos, cuán feliz iba a ser durante un tiempo con María Paula incluso antes que ella naciera;  también recordó lo triste que se sentiría cuando ella lo dejara, sin muchas explicaciones, terminando su noviazgo de golpe. 

Germán fue siempre un hombre triste. A pocas personas les comentaba estas cosas, porque aquellos a los que les comentó siempre le objetaron que su tristeza  era producto de ver el vaso siempre “medio vacío”. No entendían que Germán no podía estar feliz siendo esta su circunstancia: toda tristeza venidera tenía desde su niñez un sabor a nostalgia anticipada y a tristeza profunda, mientras que toda alegría futura no lograba ser más que un recuerdo de cuando sería feliz, y sabemos que todo recuerdo de felicidad que ya no se tiene (o en el caso de él, que ya no se tendrá) no provoca, a la larga, otra cosa que tristeza.

Otras objeciones más banales y menos dolorosas eran las tendientes a animarlo a sacar provecho económico de su condición. Si él era capaz de recordar los números que saldrían en el cinco de oro, podría hacerse millonario fácilmente. Esas personas no entendían que Germán no recordaba todo lo que iba a suceder. Lo mismo ocurría con la idea de aprovechar para “predecir” el futuro. No entendían, por más que ya de adolescente Germán lo lograba explicar muy bien, que esos recuerdos del futuro no eran visiones ni predicciones, sino recuerdos, con todas las características de los recuerdos. Recordaba imágenes inciertas, cambiantes;  a veces se veía en el funeral de su abuela vestido con una remera negra hablando con la tía Marta, otras veces cuando recordaba, la tía le decía que él debió estar de negro por respeto a su abuela y no de azul; cuanto más alejado el recuerdo en el tiempo (en nuestro tiempo) menos certero era.

Germán odiaba la fatalidad y la idea de que todo estuviera escrito, así que estas conversaciones le resultaban muy molestas. Y trataba de evitarlas. Pero no podía evitar pensar en ellas, porque recordaba que las iba a tener. Recién cuando las tenía, se las olvidaba. Y eso extrañamente le daba al mismo tiempo alivio y tristeza. Olvidar la sensación que iba a sentir la primera vez que María Paula le rozara la mano le producía un dolor en el pecho que no pudo, ni tampoco puedo yo, describir con palabras; olvidar el dolor de la muerte de sus padres, en cambio, sin que él lo pudiera saber cabalmente, me atrevo a decir que lo alivió.

Germán no podía relacionarse bien con la gente porque le hacían referencias a cosas que vivieron juntos y que si bien él las recordaba antes que sucedieran, ya las había olvidado cuando efectivamente ocurrían. Y el olvido se mantenía de allí en adelante.
No es novedad, y ciertamente no lo fue para él, que se volviera loco. Su único consuelo fue recordar que me escribiría aquella carta pidiéndome que utilizara su historia como cuento, que lo utilizara con un nombre ficticio en un cuento fantasioso para proteger la verdad que había detrás de la historia. Yo, que soy un afortunado que recuerdo para atrás, siento algo en el pecho cuando pienso en la carta. Siento algo en el pecho cuando me acuerdo que confió en mí para que escribiera esto.

Este cuento no debería existir. Esto debería ser una transcripción de su carta. Una descripción de cuando recordó que se tiraría desde la azotea del edificio y se mataría.

Confío en que mis disculpas no las habrá podido recordar una vez muerto, pero de no ser así, ni bien las escriba, las habrá olvidado.


Perdón Germán por este relato. No pude estar a la altura de las circunstancias.


sábado, 4 de abril de 2015

Manía


Habíamos comido y estábamos de charla. La conversación recorrió rápidamente varios temas; series primero: que Breaking Bad, que Lost, que Dexter que The Walking Dead. Después se habló de lo poco que se entiende a Kant porque es demasiado alemán, de Descartes y lo fácil que es porque escribió como un diario íntimo diciendo “ay ay ay qué miseria no puedo confiar en mis sentidos”,  y de un docente del IPA.
"Se habló" no es estrictamente cierto: habló Mariana. Era la primera vez que la veía. Y me pasó como me ha pasado otras pocas veces: antes de que se soltara a hablar, parecía otra persona. Una persona menos agradable y menos interesante. Y más enemistada con las palabras. Resultó que la Mariana que hablaba era interesante. Ese fue un buen descubrimiento.
Valentina me había invitado a comer a su casa. Había sido divertido y seguía siéndolo, pero Valentina se quería ir y yo no me daba cuenta. Debí darme cuenta en su momento, porque dijo "bueno, me tengo que bañar" y me dejó conversando con Mariana, su compañera de casa. Ahí yo ya participaba más. Porque se habló de homofóbicos con ideas extrañamente arbitrarias y de defensores de la diversidad con ideas extrañamente arbitrarias. Todo anecdótico. Todo absurdo. Mi terreno, digamos. Era una charla divertida. De reírse y de reafirmar que lo que pensábamos era compartido mutuamente. No del todo productivo, pero satisfactorio.
Seguía la charla y empecé a sentir un dolor en el cuello, del lado izquierdo. Ya venía además de días con dolor en el brazo, que yo asumí era tendinitis. Los dedos me dolían. Escuchaba carcajadas de Valentina desde el baño. A veces tengo intervenciones graciosas a pesar de estar sintiendo y pensando otras cosas para adentro. Yo no dejé de conversar, y Mariana mucho menos. Me empezaron a molestar los dedos de la mano izquierda. Los dedos estaban como más pesados, como más gordos. Más rojos también.
Mariana es docente y contó que un padre de un alumno suyo una vez le recriminó que, básicamente, al hablar de orientaciones sexuales en Grecia, estaba haciendo que su hijo fuera puto. Sentí que la mano se me empezaba a dormir. Salió Valentina y se sentó. Al ratito  me dijo que se tenía que ir y  salimos a paso lento hacia la parada. Que está gris, que tengo que hacer esto, porque después voy a hacer esto otro y mi brazo estaba raro. Mi mano ya me parecía de veras más pesada. La mano izquierda estaba rara. Vino mi ómnibus, nos despedimos y me subí. Unas cuadras más adelante me empecé a preocupar. Los dedos de la mano, y la mano misma, estaban hinchados. Es decir: estaban más grandes que lo normal. Y más grande que la mano derecha. Gol de River, decía Kesman. Hinchas de Peñarol en el fondo del ómnibus, que habían oído el relato de gol, se burlaban de Nacional. Me miré el brazo y con alarma vi que estaba hinchado. Me miraba las manos, comparándolas, y hacía lo mismo con los brazos. Dejé de hacerlo en un momento por miedo a que creyeran quién sabe qué los demás pasajeros, pero mi preocupación era tanta que dejé de lado eso y seguí comparando: definitivamente la mano izquierda estaba más hinchada. Faltaban diez minutos de viaje. Sentía que me latía el oído izquierdo. Pensé que podía ser todo eso una reacción alérgica a unas gotas que me puse para el oído la noche anterior. Decidí ir a emergencias ni bien llegara a casa. Cada vez me preocupaba más: me costaba mover los dedos de la mano y me empecé a sentir un poco mareado. Tuve miedo. Cuando me bajé me di cuenta que además el costado me dolía. Es decir: me dolía el estómago, del lado izquierdo. Me toqué sin levantarme la remera y me di cuenta que tenía también inflamado de ese lado. Me faltaba revisar si también tenía inflamada la pierna. Pensé en el riñón. De chico tuve problemas con el riñón y creía que era de ese lado. Seguro la pierna también estaba inflamada. Sentí la pierna izquierda más pesada. Cada vez me pesaba más la mano y el brazo. Me sentí con más miedo y sentía que no caminaba lo suficientemente rápido. El oído me zumbaba. Me tenía que tranquilizar. Estaba a unas pocas cuadras. Pensé en qué iba a hacer. Que agarrar plata, que ver cómo llegar, que me tomo un taxi y voy a emergencias. No hay que dejar pasar tiempo en estas cosas porque después lo lamentás. Llegué, me miré en el espejo y vi mi pierna izquierda inflamada, igual que mi panza y la parte izquierda de mi torax. Salí. A la cuadra y media estaba en un taxi. Iba lento, lento para mi necesidad. No hablamos. Pensé que seguro me terminaban operando. El lunes no llego a trabajar. El estimativo de ventas para el año fiscal 2015/2016 lo dejé abajo de mi agenda, en el escritorio, así que lo van a poder encontrar y no van a necesitarme en la reunión del martes. Me van a operar. Bueno, mejor, así ya salgo de esta.
Llegué a emergencias. La señora me pregunta que porqué vengo y cuando respondo me da un papelito con el número 104 escrito a mano. Saco la orden y voy a un lugar lleno de fracturados y gente ansiosa. Una hora después, más o menos, paso a una sala. Viene el médico. Le digo lo que siento y me pide que le muestre la mano. Me aprieta y me dice que no, que no tengo inflamada la mano. Me dice que los brazos están normales. Me mira la pierna y me dice lo mismo. Yo le digo que la veo inflamada, que está más gorda de lo normal. Mira de nuevo. Me presiona de nuevo y me explica que cuando está inflamado es como si tuviera agua adentro y que no, que no tengo inflamado. Me dice si no habré dormido arriba de la mano y por eso está dormida, como con cosquilleos. Yo le digo que no, y que tampoco tengo cosquilleos exactamente: es que la siento más pesada. Me mira raro, como si tuviera lentes y me mirara por encima de ellos. Le hablo de mi riñón. Me dice que se va a fijar en la historia médica. Viene un enfermero. Me revisa la mano y el brazo, y nada. No tengo inflamado. Empiezo a dudar. Media hora después viene otro médico y me dice lo mismo. Agrega que me van a sacar sangre para analizar si tengo algo en el riñón o si soy diabético o si nomás estoy loco. Eso último no lo dijo. Al menos no con palabras. Me deja solo. Había más pacientes. Sigo sintiéndome igual, pero ahora dudo. Me miro las manos. Las comparo. Miro en detalle. Pasan enfermeras y me miran. El primero de los doctores vuelve y me pregunta si consumí algún alucinógeno. Le digo que no. Me pregunta por "alguna otra sustancia". Entiendo que se refiere a drogas y no a dos panchitos de soja y papas fritas, así que le digo que no. Que no tomé alcohol tampoco. Se va. Viene el otro médico, el que me dijo que me iban a sacar sangre. Me dice que me van a sacar sangre y me pregunta si todo va bien, si no estoy nervioso por alguna razón, si todo marcha bien en casa o en el trabajo, si hay algo que me perturbe. Creo que me está diciendo que estoy alucinando y que mi brazo no está hinchado. Me dice que ya vienen a sacarme sangre y que me van a dar un tranquilizante. Veo que mi brazo no está tan hinchado. Dudo. No sé. Capaz. Viene el enfermero y me pincha. Me saca sangre y se va. Al rato vuelve con una pastilla azul y me dice que la ponga debajo de la lengua. Al rato, ya me viene sueño. Pasó una hora. Había muchos pacientes en emergencia entonces los doctores iban y venían con planillitas. Vi al doctor que me mandó el análisis y el tranquilizante. Agarró una planillita. Me miró de lejos. Cuando cruzamos miradas bajó la vista a la planilla y luego se fue. Estarían mis resultados, supongo. Me dio miedo. Apareció de nuevo. Se sentó a mi lado. Me preguntó si estaba mejor. Me dijo que los análisis dicen que no tengo nada físico. Que debe ser que estoy nervioso. Que debe ser que me sugestioné. Que a veces pasan esas cosas. Mucho tranquilizante pero igual seguía nervioso. No se lo dije. Supongo que lo notó. Me dijo que fuera a consulta por el tema de que se me durmió la mano, pero que me quedara tranquilo porque no tenía ningún problema. No quise ni decirle que no se me durmió la mano, que no era eso. Me preguntó si me iba manejando. Le dije que no. Sería por lo del tranquilizante que preguntó. Me dijo que ah, que mejor, por el tranquilizante. Y me dijo que estaba todo bien, que no tenía ningún problema. -Nada más- pensé- que ver mi mano y mi brazo de otro tamaño, y sentir dolor y la mano más pesada cuando los demás ven que eso no es así. Claro. Ahora entiendo eso que decía Mariana de Descartes. Si empiezo a ir a emergencia más seguido a lo mejor también termino entendiendo a Kant.



lunes, 12 de enero de 2015

El nieto raro

De chico siempre fue el nieto raro. El que iba a la casa con quinta de sus abuelos a los cumpleaños y a las fiestas cristianas y compartía tiempo con primos, tíos, tías y abuelos. Era el varón que se aburría jugando a la taba con su abuelo, con su padre,  con su tío, y con su primo. Era el que se aburría jugando a las bochas en los caminitos de la quinta y escapaba a las charlas de parrillero; era el que se aburría jugando a las cartas; era el que se aburría porque todos los demás hacían cosas aburridas. Era el que no aceptaba las invitaciones a ir a pescar o a cazar. Era el que entonces se acercaba al grupo de las mujeres- prima, hermana, madre, tía, abuela- y descubría que ellas tenían charlas incluso más aburridas que las de los hombres. Profundamente aburridas. Entonces la cosa se reducía a caminar mirando el piso –no por tristeza, sino porque había caminitos de hormigas muy interesantes-, revisar galpones, tratar- a falta de una pelota- de patear piedritas hasta meterlas en lugares distantes, estudiar el aljibe con interés pero también con disimulo, porque todos le tenían pánico a una posible caída y evitaban que los más chiquitos se acercaran; contar los limones del limonero; revisar el progreso de los caracoles en su viaje hacia las plantas más alejadas de la puerta del fondo.
Era en cierta medida, para su abuelo en especial, el nieto difícil de querer. Y porqué no, involuntariamente, el más distante.

Y ocurrió años después que al abuelo lo internaron. Y ya no había taba, ni bochas, ni asado, ni cacería, ni pesca ni cartas ni nieto niño raro. Y resulta que había gritos, dolor, había abuelo pidiendo que lo matasen porque el dolor era insoportable, había ojos de miedo, había apretón de mano, había morfina, había silencio, había lágrimas. Y mientras le apretaba la mano o mientras le daba té con leche con una jeringa sin aguja por el costadito de la boca, el nieto raro sentía que por fin, de alguna manera, estaba jugando a la taba, estaba jugando al truco, estaba empuñando una chumbera.
El primero de los días que el nieto raro lo fue a cuidar, cuando se iba, escuchó a su abuelo diciendo “Yo te quiero. Valés oro vos, mijo”


Que se repartan el oro. De lo primero, el nieto raro, no se olvida más.