lunes, 12 de enero de 2015

El nieto raro

De chico siempre fue el nieto raro. El que iba a la casa con quinta de sus abuelos a los cumpleaños y a las fiestas cristianas y compartía tiempo con primos, tíos, tías y abuelos. Era el varón que se aburría jugando a la taba con su abuelo, con su padre,  con su tío, y con su primo. Era el que se aburría jugando a las bochas en los caminitos de la quinta y escapaba a las charlas de parrillero; era el que se aburría jugando a las cartas; era el que se aburría porque todos los demás hacían cosas aburridas. Era el que no aceptaba las invitaciones a ir a pescar o a cazar. Era el que entonces se acercaba al grupo de las mujeres- prima, hermana, madre, tía, abuela- y descubría que ellas tenían charlas incluso más aburridas que las de los hombres. Profundamente aburridas. Entonces la cosa se reducía a caminar mirando el piso –no por tristeza, sino porque había caminitos de hormigas muy interesantes-, revisar galpones, tratar- a falta de una pelota- de patear piedritas hasta meterlas en lugares distantes, estudiar el aljibe con interés pero también con disimulo, porque todos le tenían pánico a una posible caída y evitaban que los más chiquitos se acercaran; contar los limones del limonero; revisar el progreso de los caracoles en su viaje hacia las plantas más alejadas de la puerta del fondo.
Era en cierta medida, para su abuelo en especial, el nieto difícil de querer. Y porqué no, involuntariamente, el más distante.

Y ocurrió años después que al abuelo lo internaron. Y ya no había taba, ni bochas, ni asado, ni cacería, ni pesca ni cartas ni nieto niño raro. Y resulta que había gritos, dolor, había abuelo pidiendo que lo matasen porque el dolor era insoportable, había ojos de miedo, había apretón de mano, había morfina, había silencio, había lágrimas. Y mientras le apretaba la mano o mientras le daba té con leche con una jeringa sin aguja por el costadito de la boca, el nieto raro sentía que por fin, de alguna manera, estaba jugando a la taba, estaba jugando al truco, estaba empuñando una chumbera.
El primero de los días que el nieto raro lo fue a cuidar, cuando se iba, escuchó a su abuelo diciendo “Yo te quiero. Valés oro vos, mijo”


Que se repartan el oro. De lo primero, el nieto raro, no se olvida más.