lunes, 25 de mayo de 2015

Anécdotas de un librero que ya no es 1

"Anécdotas de un librero que ya no es"  es un relato de varias partes que iré subiendo en la medida que los vaya escribiendo, lo que, en otras palabras, quiere decir que tal vez nunca continúe esto.
El narrador de estos relatos no soy yo, sino otra persona, con mi mismo nombre, con las mismas reacciones que tengo yo, que trabajó en la misma librería y que tuvo las mismas experiencias que tuve yo. Así que es todo ficción. ¿Estamos de acuerdo? 
Acá va la parte 1.  

1

Tenía cierto entusiasmo. Me duró lo que me dura el entusiasmo en las cosas que creo ciertas: poco.
Era mi primer día en la librería, y cargaba con una cantidad de expectativas: estar rodeado de libros, estar rodeado de gente que está rodeada de libros y que por lo tanto habría de querer conversar sobre libros y, en menor medida,  poder generar algunos contactos para llegado el caso poder vender allí alguno de los libros que escribí.
Ese mismo día entramos tres empleados nuevos. Había mucha sonrisa, mucha amabilidad, mucho silencio, mucha pulcritud, muchos libros y, al parecer, mucha buena onda. El trabajo parecía estar bueno. 
(Eso que acabaste de leer en la oración anterior se llama "oxímoron").

Mi primera tarea fue ponerle precios a los libros. Agarrar una reglita de esas que tienen números y letras y con una lapicera negra, poner los numeritos que formarían los precios para los libros de la vidriera. El encargado nos transmitió ese primer día todos los conocimientos que tenía sobre el trabajo en una librería. Le tomó menos de cinco minutos. Nos dijo dos cosas: primero, que los precios de los libros se ponen intentando no tapar el título del libro o el nombre del autor y que se hace con cinta adhesiva dobladita para no dañar las tapas. Me pareció razonable, recuerdo. Lo que dijo a continuación ya fue un poco más difícil de digerir:
-No pueden leer en horario de trabajo.
No tuve tiempo de preguntarle cómo hacíamos para vender libros que no habíamos leído, cuando interrumpió con su segunda y última cuota de sabiduría.
-Tenemos muchos libros- dijo el encargado, con una sonrisa- y no pueden leer en horario de trabajo, entonces lo que les conviene hacer es leer la contratapa de los libros de esta mesa –señaló la mesa de novedades- que son los que más se venden; en la contratapa siempre tienen un resumen del libro. Porque lo importante es que el cliente crea que ustedes saben y no quedar en evidencia.
-Sería más fácil venderlos si pudiéramos leerlos- le dije. A lo que con la misma sonrisa de vendedor ambulante de esos que vendían pócimas de la juventud en carretas yendo pueblo por pueblo, me dijo:
-Bueno, pero acá nos manejamos de esta manera y si lo pensás…
Siguió hablando, pero “no pueden leer en horario de trabajo” fue lo que me quedó dando vueltas en la cabeza.

Más tarde esa misma mañana, atendí a mi primer cliente. Un señor rellenito que entró a paso rápido, en dirección al primer homo sapiens sapiens que encontró, que ocurrió era yo:
-Quiero el libro que nombraron hoy en la televisión- dijo, y me quedó mirando.
-¿Y recuerda el título o quién lo escribió?- le respondí. Me había descolocado un poco.
-Sí, era de…No, no me acuerdo bien. Es el que nombraron hoy en la televisión.
En la televisión. Así, en general. Hoy. Es decir, esa mañana, en la que yo estaba trabajando en un lugar que no tiene tele.
-Ocurre que acá no hay televisión, entonces no puedo saber cuál es el libro que nombraron hoy en la televisión- le respondí, y lo que me dijo a continuación fue una constante en mi relación con los clientes de ahí en adelante:
-Creo que es uno de tapa azul.
Lo que se me ocurrió hacer fue decirle: ¿y será este, o tal vez aquel, el de allá, el que está al lado de aquel otro, que también podría ser, porque es azul, o tal vez se trate de aquel de allá, que es …Azul? Pero no le dije nada. Esa fue otra constante. No decir lo que pensaba. Aprender a reírme para adentro. Fue útil eso, después de todo. Los humanos nos adaptamos rápido al medio.

Más tarde, ese primer día, vi a una de mis dos compañeras poniendo cara de señora mayor frente al cajero electrónico del banco en el que tiene que cobrar la jubilación. Tenía los ojos entrecerrados, el ceño fruncido y cara de horror. Estaba atendiendo a alguien. Era una señora y estaba dándome la espalda. Me acerqué.
- But, this is Bookdonald´s, isn´t it? How come you are not able to speak English, my dear?- decía la clienta.
Mi compañera la miraba con la cara de quien no entiende lo que le dicen. Cosa que era cierta.
El asco que sentí al escuchar el tonito de señora cheta hablando en inglés británico impostado en una librería de Montevideo ante alguien que claramente no le estaba entendiendo pero que sí podría entenderle si hablara en español que era la lengua materna de ambas, se puede comparar nada más con la sensación que tuve al ver mi primer recibo de sueldo.
Me le acerqué y le respondí, también en inglés, que si podía ayudarla en algo. Me refería a proporcionarle ayuda psicológica, o conseguirle una vida, pero ella interpretó que me refería a ayudarla con los libros que buscaba. Así que le seguí la corriente.
Al ratito, ya liberado de la señora, volví a mi labor frenética y excitante de ponerle precios a libros. Mi compañera se me acercó, seguramente para comentarme algo sobre lo que había pasado recién, cuando desde el piso de arriba la dueña asomó medio cuerpo para afuera de su oficina, nos miró, y al ver que yo la miraba, se metió de nuevo en su oficina, abruptamente. Ahí fue la primera vez que me di cuenta que la librería era un panóptico.
Al ratito el encargado, así, como al pasar, como quien no quiere la cosa, como una cosa que salió de él en ese momento y nada tenía que ver con la dueña vigilándonos,  nos dijo que era bueno que no conversáramos en horario de trabajo porque quedaba feo. Casi todo quedaba feo, como descubrí después. Casi todo, salvo trabajar mucho y cobrar poco.