lunes, 8 de junio de 2015

Anécdotas de un librero que ya no es 3

Esta es la tercera parte de las Anécdotas de un librero que ya no es. No es necesario pasar por las penurias de leer las dos partes anteriores. Ni siquiera hace falta leer esta tercera parte.
No lea.
Viva su vida. No la desperdicie acá.

3
El local de la librería tiene dos pisos. Es una casa vieja y amplia, con un segundo piso igual de amplio. Hay pasillos, hay puertas, hay escritorios, oficinas; desde casi todos esos lugares se puede observar al personal del piso de abajo. Desde el piso de abajo, no se puede observar tanto lo que sucede arriba. Se oye. Eso sí.

La dueña de la librería, una especie de reina absolutista con demencia delirante y su séquito de cortesanos que conformaban lo que llamaré “la directiva”, se encontraban en el piso de arriba. Los empleados, en el de abajo. Observadores y observados, digamos. Desde allí arriba surgían las directivas comerciales, las propuestas de “día de”, los precios de los libros, las clasificaciones de libros, la distribución de las estanterías y el extraño, intenso y consistente empeño en no hacer visible cualquier libro que fuese de, pareciera ser de, o remitiera a, poesía. Lo más extraño, de cualquier manera, eran las órdenes contradictorias que recibíamos de las personas con autoridad de la librería. Era, en cierta medida, gracioso. Naturalmente cada incumplimiento de una indicación –que contradecía o entraba en conflicto con otra, u otras indicaciones- era muy mal vista y a veces venía acompañada por gestos, muecas y sonidos propios de comedias de Cris Morena de los años noventa. Cada cumplimiento de una indicación era también reprochado, porque entraba en conflicto con otra indicación contradictoria. Es decir: cada cumplimiento de una indicación, era un incumplimiento de una indicación. Un poco entreverado todo esto que dije. Bueno. Así era la cuestión.

Eran las once de la mañana. Nuestro encargado dejó un rato de fingir que trabajaba para fumar su cuarto cigarro en la vereda. Al pasar por las mesas de infantiles le dijo a una de mis compañeras,  Ausencia de compañía, que las dos primeras mesas estaban desparejas; es decir: las dos de atrás estaban sobrecargadas y las de adelante tenían espacios vacíos. Y eso quedaba mal. Mi compañera arregló las dos mesas, emparejando un poco la cantidad de juguetes que había en cada una.

Ah, ahora que digo “juguetes”. En mi primera semana yo sistemáticamente le llamaba “juguetes” a lo que en la librería llamaban “libros infantiles”. No lo hacía por estúpido ni por desmemoriado: simplemente lo hacía por la costumbre de referir a las cosas por su nombre como consecuencia de la  observación de la realidad constatable. Un pedazo de cartón decorado con el diseño de la película Cars, con un volante de plástico del tamaño de una pelota saliendo de la tapa, con una bocina a pilas y dos palabras escritas debajo de dibujitos de autos con ojitos y sonrisas no es un libro. Es un juguete. Los libros tienen oraciones, no volantes de autos de plástico con bocina que salen de su tapa. Después de la primera semana me acostumbré a llamarle “libros infantiles” a los juguetes que, por otra parte, constituían algo así como el setenta por ciento del espacio físico de la librería.

- ¿Quién hizo este desastre? – preguntó uno de los mandamases, a quien llamaré Luigi, que había bajado a hacer un poco más miserable la vida de los vendedores con apreciaciones así de cariñosas.
 Mi compañera lo miró. Ella había sido. Intentó explicarle, pero él no le dio tiempo:
-Esto es una librería. Te voy a explicar un poco porque parece que no sabés. No se puede dejar las dos mesas de adelante tan sobre cargadas porque en cierta forma tapa las mesas que están atrás. Además, si cargas con muchos libros infantiles la mesa, cuando viene alguien a buscar algo, al final no lleva nada, porque tiene que estar revolviendo entre todos los libros y al final parece que esto es una feria. Y no es una feria.
-Lo que pasa es que el encarga…
-Lo que pasa es que no escuchás la voz de la experiencia. Tengo varios años en esto, y creeme que aprendí mucho. Por favor, espero que cuando vuelva esto esté arreglado.
Y luego, mientras mi compañera empezaba a sacar algunos libros de las dos mesas de adelante, vuelve el encargado y ve que hay algunos espacios vacíos todavía y me dice si no me animo a ayudar a mi compañera porque parece que no entiende que hay que poner un poco más de “volumen” en las mesas porque son las primeras que los clientes ven, y sino no terminan comprando nada. Que la ayude para ir más rápido.  Y entonces mientras mi compañera desmonta una mesa yo la vuelvo a cargar, hasta que se da cuenta y nos reímos.
-¡No, no, no, no! ¡Cómo van a estar ustedes dos haciendo lo mismo cuando hay otras tareas que pueden hacer! ¡Y a las risas! ¡Esto es una librería! – exclamaba la dueña, que acababa de entrar y subía rápidamente las escaleras hacia su oficina meneando la cabeza, acongojada por la estupidez de sus empleados y seguramente también por la decadencia moral de occidente entero.

Diez minutos después, el encargado me avisa que la dueña quiere hablar conmigo, en su oficina. Voy, un poco temeroso.

-Tomá asiento, por favor, Damián- me dijo la dueña.
-Darío.
-Sí, perdón, Danilo. Mirá Danilo, yo te quiero felicitar porque veo que desde que entraste estás teniendo un comportamiento ejemplar. Sos muy tranquilo y creo que vas con el perfil de la librería. Me gustaría que extiendas esta felicitación a tu compañera, porque creo que ella, vos y la otra muchacha, hacen un equipo estupendo.  Espero que sigan por ese camino, Diego. Ahora te dejo ir porque de seguro tenés muchas cosas para hacer.

Al rato, desde abajo se escucharon los gritos de la dueña en una reunión que tenían con el encargado y otros dos cortesanos en el piso de arriba:
-¡No, no, no, no! ¡Esto es una vergüenza! ¡Una ver-güen-za! ¡No podemos seguir contratando gente así! ¡No saben cómo comportarse en una librería! ¡Esto es una librería! ¡No pueden andar a las risas y a los gritos!
Luego, a un volumen naturalmente más bajo, se escuchaba el coro de “sí, sí, sí, sí, totalmente, cómo puede ser, tenemos que hacer algo, sí, sí, sí, no se preocupe, no se preocupe, ya mismo hablamos con ellos”
Y mientras tanto, nosotros cargando de aquí para allá con un “libro” con dinosaurios 3d, un almohadón de Disney y un xilofón de Mickey Mouse intentando que bajo ningún concepto nuestro trabajo tuviera sentido. A excepción del sentido final, que era el de impedir que los clientes tuvieran acceso a un libro que estuviera bueno. O  que al menos fuera un libro.


martes, 2 de junio de 2015

Anécdotas de un librero que ya no es 2

Esta es la segunda parte de estas historias total y absolutamente ficcionales que nada tienen de real salvo en aquellas cosas en las que son total y absolutamente iguales a la realidad.




Habían pasado unas pocas semanas y la librería estaba llena de empleados nuevos. Ya no eramos tres; había más o menos nueve personas. Había telemarketers cuya tarea era recepcionar llamadas, evacuar consultas y tomar pedidos, pero su tarea terminaba siendo más bien ser agredidos verbalmente por madres, padres y directores de colegios para gente con plata; había dos cajeras nuevas cuya tarea era manejar dos cajas velozmente pero terminaron siendo receptoras de la impaciencia y agresividad de los clientes producto de, entre otras cosas, una hermosa acumulación de errores técnicos en los programas de facturación; había además algunos vendedores nuevos sin entrenamiento ni noción de aquello que les esperaba. En fin, un lugar hermoso. En esta librería, como en tantas otras en las que se venden libros escolares y liceales, hay una palabrota para significar todo eso: zafra.

Ese día hubo reunión en el piso de arriba. Eso significaba algo fuera de lo común. El encargado nos reunió alrededor de una mesa a las dos compañeras que entraron conmigo el mismo día, a quienes para proteger su identidad llamaré Ariana y Ausencia de compañía, y nos fue pasando algunas tareas nuevas. Básicamente, teníamos que enseñarles y, de alguna manera, guiar (eufemismo para "vigilar") a los nuevos. Es decir: teníamos que hacer el trabajo de nuestro encargado.
Eso no era tan novedoso. La novedad quedó únicamente en juntarse en la mesa de arriba.

Aquella paz inicial de la librería ya no existía más. Era claro que, valga la redundancia, el trabajo no estaba bueno. Era estresante y ponía a prueba nuestras agallas y nuestra tolerancia al maltrato verbal de personas que no nos conocían pero que soltaban conclusiones terminantes en voz alta sobre nuestras capacidades y nuestro apego al trabajo.
En mi caso esto realmente no me presentaba muchas dificultades: jugué al fútbol de niño. Y no sólo eso: era chiquito, me gustaba tirar caños, la pisaba y corría poco. Difícil que un cliente pudiera decir algo que mis rivales, sus padres, mis técnicos, los padres de mis compañeros de equipo y mis propios compañeros no me hubiesen dicho cuando era niño toda vez que pisaba la pelota en mi área o que no corría un despeje de punta sin dirección, que aparentemente me correspondía correr porque alguien había gritado mi nombre.
Después que un padre te escupe la nuca cuando vas a patear un córner en la cancha del Brandi y vos tenés diez años, medio que lo que te diga un cliente de una librería no te afecta tanto. Mis compañeros de trabajo no estuvieron expuestos a esos estímulos tan educativos. Había estrés en la vuelta.

Y la gente no colaboraba.
-Quiero el libro del colegio de mi hijo- decía una señora, mientras mi compañera hablaba por teléfono y atendía a su vez a otra persona. Ausencia de compañía me señaló y la clienta, resoplando del fastidio, se encaminó hacia mí.
-Quiero el libro del colegio de mi hijo.
-Buenas tardes. ¿Cuál es el libro que está buscando?
-Ah, yo que sé. El del colegio de mi hijo. Es el de inglés.

Puede que para alguien que no trabajó en una librería, esta última intervención de la clienta pueda parecer mentira. Bueno, no. Y yo ya lo tenía asumido. Es más: sabía que las preguntas que le hice a continuación no iban a tener éxito:

-No recuerda el libro. Es de inglés. Y, dígame ¿a qué colegio va su hijo? ¿En qué clase está?
-A mí en el colegio me dijeron que ustedes ya sabían.
-¿En cuál colegio le dijeron eso?
-En el de mi hijo.
-¿Y cuál es el colegio, me dijo?- pregunté yo, sabiendo que no me lo había dicho y temiendo lo increíble:
-Ah..Mi marido es el que lo lleva siempre. Es uno que está por Millán.
-Es un poco difícil que yo pueda saber cuál es el libro si no sé cuál es el colegio, el año que está su hijo y principalmente, el nombre del libro. ¿No tiene forma de consultarlo? - eso ya me salía casi automáticamente. Nunca soy tan elocuente al hablar. La práctica hace al librero.
-Pará que consulto- dijo, sacando el celular y llamando. El hijo, por supuesto, no tenía idea. Entonces llamó a otra madre, que le dijo que le parecía que se llamaba Bright Sparks st act. La señora guardó el celular, aparentemente con la satisfacción del deber cumplido.
-¿Y no le dijo si es el 1, el 2 o el 3?
-Es el que usan en el colegio de mi hijo.
-Sería bueno que sepa cuál es el número que necesita, porque luego puede que no sea el libro que le pidieron. Se lo digo para ahorrarle problemas.
-Ah, no, pero yo quiero el libro que le pidieron a mi hijo.
-Naturalmente. Creame que yo también quiero eso, pero si no sabemos el número, es un poco difícil. ¿En qué año me dijo que estaba? Tal vez así lo podamos averiguar.
-El libro es el 3- me dijo.
-¿Está segura?
- Sí, es el 3. Pasa que estoy mal estacionada- me dijo, con impaciencia.
-Pasa que a mí me hace mal comer morrón, así que debe ser el 3 sí- pensé en decirle pero, obviamente, no lo hice. La señora estaba apurada, así que debía ser el 3. Lógico. Cuando uno está mal estacionado la respuesta es siempre “3”.
-Ya se los traigo señora, el Student´s y el Activity.
-Pará ¿son dos?- me dijo, alarmada.
-Sí, uno es para clase y el otro para las actividades domiciliarias. Pero bueno, al final eso es algo que maneja el docente.
-Pero le pidieron uno. Este, mirá -me muestra el celular- Bright Sparks st act.
-Sí, esos son los libros.
-No, pero yo solamente quiero el Bright Sparks st act, no quiero otro.
-Es que son dos libros. "St" es "Student´s", el de clase, y "act" es el Activity, el de deberes.
-Ah, entonces los llevo.
-Ya se los traigo.
-Esa fue una charla leve- pensaba mientras caminaba a buscar los libros y descubrir que, obviamente, no habían llegado a Montevideo y le iba a tener que decir que le tomaba los datos para luego comunicarme con ella ni bien el libro llegara y que no, que no podía pagarlo antes porque no podía hacerle una factura por algo que no se llevó y que no, que no sabía si estaba en otra librería pero que por lo pronto podía decirle que en otras sucursales de la librería donde sí trabajo tampoco estaba.

Hay trabajos peores, claro, sin dudas. Pero los que involucran madres y lo que ellas consideran "la educación" de sus hijos, son bastante delicados.