miércoles, 21 de octubre de 2015

Maestras y milicos

Este relato esta basado en las cosas que soñé luego de escuchar durante una semana entera, antes y durante mi sueño nocturno, esta canción; esto se trata entonces de una versión libre de esa canción de Comunismo Internacional


09/09/15

El de anoche parece haber sido el último aluvión. Cuando esta mañana nos despertamos el agua se había retirado unos metros. No soy bueno calculando distancias y Sofía tampoco; digamos que el agua estaba a unos quince metros de la cabaña. Ahora estimo que ha de estar un poco más abajo. De cualquier manera no tranquiliza para nada esto. Aun estamos viviendo en la cima de la montaña.
Si bien fui el primero en despertarme, no fui el primero en levantarme. Me sentía con la espalda empapada, enfermo de los pulmones, como había estado durante las últimas tres semanas, en la parte más intensa de las lluvias y los aluviones de agua. Sofía fue la que me dijo que el agua había bajado y no llovía. Eso me pone contento. Hacía tiempo que no la veía sonreír, además. No sé. A pesar de despertarme con la espalda mojada y con tos, me siento con más energía. Más esperanzado, como dijo burlona Sofía.
Y ahí fue cuando me decidí a empezar a escribir este diario. La idea es tener un registro de cómo el agua va bajando. La idea es llevar un “diario optimista” como lo apodó Sofía. Optimista o esperanzado. No sé. La intención es registrar las horas o días que demorará el agua en irse por completo. Ya queremos volver al pueblo al pie de la montaña. Sabemos que va a estar todo arruinado, que no vamos a tener nada, pero aun así…
No sé. Tal vez nunca continúe esto.

10/09/15

Yo no me considero una mujer impaciente pero la verdad es que ver a Gonza todo el día asomado por la puerta de la cabaña mirando para abajo indicándome cuánto le parece que bajó el nivel del agua me vuelve loca. Por eso agarré yo y empecé a escribir. Después de todo este diario es de ambos. O al menos eso dijimos recién. Me parece justo después de todo.
Él siempre sabe qué escribir pero yo no sé. Entonces voy a escribir lo que veo: Gonzalo está contando la cantidad de latas de conservas que tenemos. Le quedan la puntita del lápiz y unos cartones que usa como papel. Calcula me parece la cantidad de latas divido la ración estándar que estamos usando desde hace meses. Me parece que hay poco. Le voy a preguntar.
Dice que sí. Que me quede tranquila igual (sé que me está mintiendo) porque va a alcanzar. Además (en esto sí estoy de acuerdo) el agua ya está bajando cada vez más rápido.

11/09/15

Se me presenta un problema. Ahora para seguir con el diario tendría que aclarar quién escribe. Soy yo, Gonzalo. Un gusto.
Hubo novedades esta mañana. El agua bajó unos metros, pero eso no necesariamente se tradujo en buenas noticias. Como era de esperar, desde el agua empezaron a aparecer …Algunas ratas. Sofìa no cree que pueda dormir esta noche. La cabaña no tiene puerta, así que las ratas podrían entrar tranquilamente. También vimos palomas dando vueltas en los alrededores de la cabaña y en las montañas cercanas. Algunas palomas entraron a la cabaña y rápidamente salieron.
Veremos qué pasa esta noche.

12/09/15
Sofía anoche no durmió. Yo, la verdad, tampoco. Se nos llenó de ratas la cabaña. Y resulta muy difícil sacarlas, porque cada vez son más. Lo mismo pasa con las palomas.
Vamos a tener que solucionar esto, de alguna manera. Todavía el agua no permite bajar de  la montaña. Además eso querría decir que deberíamos atravesar las ratas, que cada vez son más.

13/09/15
Hace casi 24 horas que Sofía no habla. Toma agua y come. Está arriba del armario donde tenemos las latas y el agua. Constantemente estoy pegándole a las ratas con un palo para que la dejen en paz. Ya casi no me molestan. No así las palomas: cada vez que intento asomarme por la puerta para ver cuánto ha bajado el agua, me golpean en la cabeza.

14/09/15
Sofía sintió un ruido en el techo. Yo hace más de 24 horas que no duermo y no sentí nada. Pero le creo. Estoy encarando muy poco.

15/09/15
Desde el techo de la cabaña empezamos a sentir golpes muy fuertes, que se iban multiplicando. El techo de la cabaña terminó cediendo. Cayeron dentro cuatro hombres vestidos de policías. Luego, ante nuestros ojos, se duplicaron. Quiero decir: después de pestañear, eran ocho. Después de pestañear de nuevo, eran dieciséis. Yo asumo que estoy alucinando por falta de sueño. Sofía está quedando loca por los ataques de pánico constantes. Cada vez hay más ratas y palomas. Y ahora policías.

16/09/15
Tratamos en vano de entablar comunicación con los 82 policías. No hablan. Pero sí se organizan. Como no entran todos, duermen afuera. Además ayudan a espantar a las ratas y las palomas, aunque éstas también se multiplican. Parecía ser una buena noticia. Tal vez lo era, pero se vio opacada por la aparición de las maestras. Sofía, que está un poco más tranquila, se dedicó a contar las maestras mientras yo contaba los policías. Las maestras se multiplican por seis, de modo que en poco tiempo van a alcanzar en cantidad a los policías. O al menos eso pensamos con Sofía, que está haciendo los cálculos cuando se aburre de controlar la multiplicación de las maestras. Ellas tampoco se comunican. No hablan. No oyen. Lo mismo que los policías.

17/09/15

Sofía insiste en que la mordió una rata. Yo le dije que hiciera la denuncia. Policías sobran. Me dijo que me fuera a la concha de mi madre. Le dije que me parecía una mal educada y que sería una buena idea aprender algo teniendo tantas maestras en la vuelta. De cualquier manera las maestras no hablan tampoco. Pero bueno. Era la chance de hacerle un chiste. No funcionó. Ahora Sofía tampoco me habla.

18/09/15
Si bien Sofía no me habla y yo sí le hablo a ella, no le cuento todo. A mí también me mordieron ratas. Es inevitable, por cierto. No hay espacio para todos. Hasta sin querer te muerden. Ahora mismo estoy sentado y tengo dos ratas sobre la falda, a Sofía sentada en el armario con los pies sobre mis hombros. Los policías en ocasiones confunden las ratas con las maestras y les pegan palazos. A lo mejor no es que confunden sino que instintivamente les sale reprimir. Cada vez son más palomas también. El olor a caca es insoportable.
Me encantaría poder ver si el agua bajó lo suficiente, pero no tengo espacio para moverme.

19/09/15
Sofía volvió a hablarme, pero no fue una buena noticia lo que la motivó: empezó a llover de nuevo. El problema no es nada más que no tenemos techo desde que lo rompieron los policías al caer, sino que está lloviendo lluvia verde. Sofía dice que es lluvia ácida y que vamos a morir. Yo comparto su optimismo.
Las ratas fueron las primeras que sintieron los efectos de la lluvia. Salieron espantadas de la cabaña y, supongo yo, se chocaban con las que espantadas subían la montaña para meterse en la cabaña.
Los policías y las maestras, en silencio absoluto, seguían en conflicto a pesar de la lluvia verde.

20/09/15
Si bien las ratas y las palomas se siguen multiplicando, están perdiendo la piel. Al parecer la lluvia efectivamente era ácida y les peló por completo sus cuerpos. Es interesante ver que las que se multiplican también aparecen sin piel. Le comentaba a Sofía que las palomas sin piel son como el cero. Las que se multiplican sin piel, tienen una paloma sin piel como resultado. Las que aun tienen piel,  producen palomas con piel.

21/09/15
La “no me gusta que me corrijas las faltas Gonzalo” me acaba de decir después que le leí la entrada anterior que las palomas no tienen piel. No sabe decirme cómo decirle a lo que las recubre –recubría-; vaga entre “plumaje” o “pelos”. Da igual. Las ratas ya están todas peladas y se multiplican peladas. Los policías y las maestras poco a poco han ocupado todo el lugar entre el agua y la cima de la montaña. Pude saber esto cuando me hice una escapada hacia la puerta y me subí arriba de una pila de policías. Cuando volví, también a gran velocidad y empujando, me encontré en mi lugar muchas ratas que me miraban con cara de “el que se fue a Sevilla…” Las espanté a patadas y me hice del lugar.

22/09/15
Sofía se dio cuenta que está perdiendo pelo. Cree que es por la mordida de la rata. Está convencida de que le contagió una enfermedad de ratas. Yo sé que es por la lluvia. No se lo dije, pero tiene el pómulo izquierdo sin piel. Los policías y las maestras también han perdido piel. También miembros. En el caso de las maestras es algo que viene pasando desde el primer día luego de la lluvia verde. Pero se lo atribuimos a la violencia de los policías. Con tantos palazos podría ser que unas maestras perdieran brazos o piernas.
Cuando le lea esta entrada a Sofía voy a tener que inventar algo.

23/09/15
Acabo de perder una oreja. Se me cayó, como se puede caer un sombrero en un día de viento. Sofía abrió la boca para pegar un grito de horror pero no pudo porque se le cayeron todos los dientes. La boca se le llenó de sangre y cuando la quise ayudar me di cuenta que no podía. Mis tobillos y mis pies quedaron a diez centímetros de mis piernas cuando me quise levantar.

24/09/15
Hace horas que no puedo mirar a Sofía porque tengo la sensación de que si muevo la cabeza en dirección a ella se me va a desprender del cuerpo, como les pasó a los policías que tenía delante de mis ojos. Los dedos cada vez están más débiles. Ya perdí tres. No voy a poder seguir escribiendo mucho más. Creo que me cayó la nariz de Sofía en el hombro y rebotó. Ni las ratas se mueven a comerla porque se van desmembrando también. Para colmo, volvió la lluvia verde. Ahora directamente quema. Pero ya no me importa. Ahí fue otro dedo. Quema. En algún momento no voy a poder escribir más.
Quiero llorar, pero no puedo. No veo. Perdí lo ojos. Siento sangre y lluvia que quema. Me pareció escuchar a Sofía murmurar. Perdí dientes por tratar de reír. Me está lloviendo ácido adentro de la boca ensangrentada.
Valía la pena la risa. Creo que dijo “por suerte vino la desgracia a salvarnos”.
Tiene razón. Ahora hay más espacio, a pesar de las multiplicaciones.

25/09/15
Estoy escribiendo con el dedo pulgar de mi mano derecha, que es el único que me queda. Ahora ya no hay multiplicaciones nada más. Ahora hay divisiones. Esa que está ahí no es Sofía, son sus partes. Creo que está muerta. O al menos no la siento. No veo, no oigo. Demoro horas en escribir una sola palabra. Sólo me quemo con la lluvia que no para.
Por suerte vino la desgracia a salvarnos. Siento que el antebrazo se me está por desprender del codo. Pensé que primero iba a ser el dedo. No voy a poder segu



jueves, 1 de octubre de 2015

Música Paloma

Este cuento es una versión libre de una canción de la mejor banda del Uruguay, Comunismo Internacional. Es una versión en formato cuento, de una canción. O no. Al menos responde a una de las preguntas que se plantean en la canción. Mantengo el título y la temática del disco "No hay leche en el corazón de la muerte"



                                                 A la Muerte, a Correa y a Pina.




No tenía interés en abrir el baúl.
Sabía que el baúl estaba en el sótano, pero no me interesaba abrirlo. De hecho, hacía años que no bajaba al sótano. Sin embargo, ahí estaba: había corrido el sillón que el abuelo puso hace años encima de la puerta trampa que daba entrada al sótano, para disimular. Levantar la tapa fue relativamente fácil. Ahí estaba yo, bajando las escaleras. Me daba un poco de miedo, pero había decidido no prender la luz en el primer tramo; eso a lo que el abuelo Rúben llamaba “el entrepiso” del sótano. La madera de los escalones no crujía como yo esperaba; eso me decepcionó. Tantos años sin que nadie bajara y la escalera no tenía ni siquiera la deferencia de agradecer, quejándose.
Me pareció escuchar ruidos de ratas. Pensé que sería lógico, porque el abuelo guardaba ahí abajo todos los diarios viejos y todas las cosas inútiles de madera que compraba en la feria. Las ratas me daban miedo, como a cualquiera, pero decidí no prender la luz. Quería saber cómo se sentía el ruido de ratas, a oscuras. En todo caso tenía el celular para alumbrar, si sentía que se me venían encima. Estarían en su derecho: tantos años viviendo ahí les habría dado un sentido de propiedad que yo estaba invadiendo. Vaya uno a explicarle a una rata la jurisdicción con respecto a los sótanos de las casas de los antepasados.
Casi me caí. No tuve más remedio que alumbrar con el celular hasta bajar dos escalones más y encontrar el interruptor de la luz. Funcionaba a la perfección. Se iluminó el sótano. Era más chico de lo que recordaba, cosa normal siendo que la última vez que entré era un niño. No había ratas. Al menos no a la vista. Seguramente estaban escondidas. Dejé de oírlas una vez iluminado el lugar. No había ratas a la vista, pero había polvo. Empecé a toser. Me tomó unos minutos poder respirar con normalidad. Sonreí. Era interesante escuchar el ruido de ratas con las luces apagadas y al iluminar dejar de escucharlo, del mismo modo que era interesante empezar a toser cuando veía las partículas de polvo al iluminar y no antes, cuando también estaban ahí.
Caminé hasta el baúl. No me detuve en mirar los maniquíes con caras de animales que el abuelo tenía guardados ahí. De chico me daban miedo. No quise averiguar si me lo seguían provocando; me bastó mirar el primero de ellos para recordarlos de memoria. No miré con demasiado detalle las pilas de diarios atadas con hilo, amontonadas. Los muebles viejos y los pedazos de sillas y mesas de madera tirados contra el rincón opuesto a la entrada no llamaron mi atención. El baúl, sin embargo, sí. Estaba colocado justo frente al espejo de pie que se había comprado la abuela. Me acerqué al baúl marrón. Lo abrí con mucho cuidado, observé en detalle el proceso de la tapa al abrirse y dejar ver el contenido. Me llamó la atención encontrar el gorro del abuelo, su biblia tapa dura que tanto atesoraba, la remera de Pantera de Ernesto,  la caja con los dedos de los pies de la abuela, los cadáveres trozados de mamá y del tío Pablo cubiertos por algo que supongo era yeso,  la caja con la colección de relojes pulsera del abuelo, cada uno puesto en un brazo derecho diferente, salvo por los relojes verdes, que no recuerdo bien porqué, siempre se los colocaba en el izquierdo. Encontré también el libro de recetas. Ese sí lo agarré. Me trajo gratos recuerdos. A la abuela le encantaba cocinar con ese libro. Se pavoneaba frente a sus amigas. Me hizo sonreír. Sentí a las ratas. Ahí levanté la vista y vi el espejo que tenía enfrente. Se reflejaba la cara del abuelo, detrás de mí, acercándose con el candelabro en la mano. No me dolió el golpe, pero sentí la sensación calentita de la sangre corriendo por la parte de atrás de mi cabeza. Perdí el equilibrio. Sentí el golpe en seco de la tapa del baúl. Se quedó todo oscuro. Me acomodé, como pude, entre lo que asumo eran los brazos y mi mamá. Siempre me cayó bien mi abuelo. No sabía que aún estaba vivo. Sonreí: me acordé que tenía puesto mi reloj pulsera en el brazo izquierdo. Me lo cambié de lugar como pude. Era negro. Pensé que él sabría perdonarme si no era capaz de ajustarlo lo suficiente con tanta oscuridad. Desee que valorara al menos mi intención. Yo sabía que detestaba descuartizar familiares que llevan un reloj en el brazo izquierdo. A menos que fueran verdes.