lunes, 28 de diciembre de 2015

Hay muchos sábados de madrugada cada sábado de madrugada


Eran las cuatro de la mañana. Ya era sábado. Caminaba por 18 de Julio y me encontré con un hombre vestido de uniforme azul que lavaba la vereda con una manguera. Todavía había gente caminando, pero muy poca. Contra el cordón había un camión cisterna estacionado. Cuando llegué a donde estaba el hombre lo miré con más atención. Vi su cara mirando al suelo, su mirada ausente. Tenía puestos unos auriculares blancos. Me frené a unos metros porque justo él estaba tirando un chorro de agua. Cuando me vio detenido me miró a los ojos; hizo ese gesto mecánico que hacen los conductores de autos cuando están doblando en una calle con semáforo en verde y te dejan pasar. Pasé. Buenas noches, le dije. Buenas noches, me contestó. Por mi izquierda pasaban tres adolescentes borrachas  caminando con la dificultad que se auto imponen al usar zapatos  con plataformas de diez centímetros. Venían riéndose a los gritos, felices. Ahí fue cuando me di cuenta que ese tipo hastiado, con la manguera y el uniforme, haciendo ese trabajo un sábado a esa hora mientras los demás se divertían, me recordaba al personaje de Bukowski –a Bukowski mismo- y sus anécdotas trabajando de cartero. Me dio ganas de frenar y decirle al tipo que en una de esas, en el futuro, él va a ser un mal escritor que influencie a varias generaciones de escritores.

Pero no lo hice. Me dediqué a mirar el agua que se esparcía por entre las baldosas luego de que el tipo siguiera lavando la vereda. El agua pasaba por mi costado y por el espacio entre mis piernas. Avanzaba, lentamente, como marcándome el camino a seguir hasta llegar a mi casa. El agua nunca alcanzó a las adolescentes felices que ya caminaban más adelante. En ese momento me pareció razonable que no las alcanzara. La felicidad, incluso la simbólica y provisoria, no es para todos. La amargura del tipo que limpiaba y mi amargura empática, tampoco. Hay muchos sábados de madrugada cada sábado de madrugada.