lunes, 5 de diciembre de 2016

La guillotina


Estábamos en una habitación mal iluminada, sin ventanas, con paredes de un color azul oscuro que la volvía más sombría.

 Parecía haber una sola salida, del tamaño de una puerta. En el espacio en el que debería estar la puerta había en cambio una guillotina; la parte filosa estaba arriba, con manchas rojas que era difícil no asociar con sangre seca; estaba lista como para ser usada. La mala iluminación no era solo propiedad de la habitación en la que estábamos: al otro lado de la guillotina no podía verse nada; estaba claro que había otra pieza, pero no se podía ver. La oscuridad ahí era total.

Ninguno de nosotros sabía por qué estaba ahí, ni cómo había llegado. La manera de salir parecía bastante evidente, pero la guillotina dividió las opiniones y, consciente o inconscientemente, postergó la salida.

 Algunas personas se adelantaron a algunos problemas si bien aún no los estaban experimentando: no teníamos comida, ni bebida. Tampoco –esto lo pensé pero no lo dije- un lugar privado donde hacer nuestras necesidades fisiológicas, un tema para nada menor. 

Mi postura era más bien contemplativa: no hablaba sino que oía y miraba.

 Hubo algunas especulaciones. La primera tuvo varios adeptos. La idea era que en la habitación de al lado había comida y bebida; también posiblemente fósforos y otras cosas que saciaran nuestras necesidades. Otras personas objetaron que en la pieza de al lado no tenía por qué haber cosas que necesitáramos sino que podría haber cualquier otra cosa. Básicamente decían que los del primer grupo estaban proyectando deseos y que no porque se quiera algo ese algo tiene que suceder. Los del primer grupo objetaban que si eso fuera así, ¿por qué habría una guillotina? ¿Qué está protegiendo? Esta discusión entre los que creían que en la pieza de al lado había cosas útiles –o, al menos, valiosas-  y los que creían que no necesariamente las habría, sirvió para no actuar sino nada más para pensar qué habría en la otra pieza. Yo miraba con atención. De pronto un muchacho que se había mantenido callado al igual que este cronista, dijo algo que vino a agitar las aguas de los dos grupos que describí antes: ¿y por qué tendría que haber algo? ¿Qué evidencia tenemos que haya algo, sea este algo útil o no?

En ese momento los que creían que había algo útil y los que creían que había algo, pero no necesariamente útil, se pusieron del mismo bando a discutir con quien creía que no había nada. Otro intentó mediar, diciendo que la única manera de resolver el dilema –y pensé yo, todos los demás- era traspasar la guillotina y mirar.

 En ese momento surgió otra ramificación de opiniones y discusiones: ¿la guillotina funciona? La mayoría de las personas decían que no, pero nadie se atrevió a hacer la prueba y meter la cabeza. Obviamente se acercaron, ya desde el principio habían gritado y probado a tirar alguna cosa hacia el otro lado, no para hacer funcionar la guillotina sino para ver si había alguien más que respondiera a nuestros llamados.

 Ocurrió entonces una cosa inesperada, al menos para mí, que me dedicaba a escuchar lo que decían y no tanto a mirar: entre la montonera de gente, había un niño que jugaba con una especie de perro, con pelo blanco enrulado y cara de chancho. Lo tenía en una caja como si fuera un cachorro, pero tenía cara de perro chancho adulto. Hubo una discusión grande cuando se propuso la idea de hacer pasar el perro por debajo de la guillotina para comprobar quién tenía razón, si quienes decían que la guillotina funcionaba o quienes decían que no, que estaba en desuso.

Lo inevitable sucedió: los especistas Homo Sapiens Sapiens decidieron probar con el perro y no con una persona. Empujaron al perro chancho hacia la guillotina, a pesar de algunas tímidas protestas, y pasó olímpico sin que la guillotina se activara. Esto produjo otro quiebre en las opiniones. En un principio se tomó como una prueba irrefutable de que la guillotina no funcionaba y que se podía pasar. De hecho una persona pareció pararse y caminar hacia allí, como decidido a pasar de una vez por todas; sin embargo una voz que obtuvo mucho apoyo dijo algo no del todo insensato: la guillotina no funciona sola, a la guillotina se la maneja. Podría ser un mecanismo automático, protestó uno, pero la duda triunfó por sobre la confianza: ¿y qué pasa si quien activa la guillotina sabiendo que se trataba de un perro chancho no la activó para hacernos caer en su trampa? Hubo mucho rato de silencio y nadie se animó a pasar a la otra pieza, por debajo de la guillotina.
Lo que sí se hizo en un principio fue intentar llamar al perro chancho. Porque una vez que cruzó hacia “la otra pieza”, como le llamábamos, no dio señales de vida. Algunos decían que la otra pieza era demasiado grande y que el perro chancho no volvía a los llamados nuestros porque no los oía. Otros decían que se había quedado comiendo la comida que estaba ahí para nosotros. Otros decían que tal vez había una pieza similar a la nuestra con otra puerta-guillotina adelante y el perro chancho había seguido el mismo camino hacia otras piezas sucesivas  y, concordando con los primeros, decían que no oía nuestros gritos. Yo pensaba que tal vez, por tratarse de un perro chancho, no estaba acostumbrado a acudir al llamado de nadie, pero no lo dije.

 Finalmente alguien tomó coraje y se ofreció a pasar por debajo de la guillotina para ver si había otra pieza, si había cosas en ella o si no había y resolver de una vez empíricamente el problema. Siempre hay alguien con coraje y tendencias suicidas. Tal como lo había previsto, era hombre.

Ni siquiera completó un paso hacia el otro lado cuando la guillotina bajó silenciosa y le cortó al medio. Enseguida subió la hoja afilada y quedó colocada, con sangre chorreando aun, arriba. Los gritos de horror fueron más de los que esperaba y la sensación de miedo y fatalismo silenció todo reproche posible de quienes creían que la guillotina funcionaba. Terror mata orgullo. Ya no había discusiones teóricas.
A partir de ese momento la pieza quedó en un silencio triste, fatalista. No sé realmente si ya nadie se preguntaba por qué estaban en esa pieza y cómo hacer para salir, pero sí que nadie decía nada en voz alta.

Esbocé una sonrisa que de inmediato traté de contener cuando me di cuenta que la dinámica de este grupo de personas podría cambiar de nuevo, drásticamente, tan pronto descubrieran que era yo quien manejaba desde dentro de la pieza la guillotina.



martes, 8 de noviembre de 2016

Sombras y zetas


Capaz no te diste cuenta
pero todo este tiempo
cargaste con sombras ajenas.

La luz de los faroles
que te alumbraban, apenas,
te hicieron seguir
por sombras ajenas.

Es que vas siempre tan cargada
con tus bolsos,
con tu historia,
con mis miedos,
con mis penas,
que seguro no te diste cuenta:

Cargabas con sombras ajenas.

Y ayer, de reojo,
por primera vez vi tu sombra:
era una,
era tuya,
era rara,
era intensa,
era auténtica.

Me descubriste mirándola,
absorto,
por primera vez.

Me hablaste
y entre el eco de tus zetas
me di cuenta
que no hubo escudo para tu voz.

Ni piel,
ni carne,
ni hueso,
ni nada.

Ahora decime, te toca a vos:


¿Son mías estas sombras con las que cargo yo?


jueves, 6 de octubre de 2016

China, Mao Tse-Tung y los dragones





China es una cultura milenaria. Y hoy día es una cultura millonaria. China es un país. Un país que está en un continente que se llama Asia. Y como es una cultura milenaria de su historia podemos sacar una cantidad de valores y de ideas que nos pueden ser muy útiles hoy día, porque China hace mucho que está. O sea que estuvo antes que la mayoría de las demás culturas y se mantiene. Y el conocimiento que podemos sacar de su historia es vital, porque todo lo de antes era mejor, etc. Así que hablemos un poco de la historia de China.

Según los primeros reportes pasados de la oralidad a lo escrito, China era en su principio una nuez. Era una nuez. O sea que era chiquita. Luego, con el paso del tiempo, pasó a ser un kiwi. La evolución es así.
Me parece válida la objeción de las feministas que ven en el relato de la historia inicial de China rastros de la narrativa hegemónica del patriarcado: la nuez tiene la misma forma que la parte más chiquita de los testículos, la parte de la que se consigue mayor placer ante alguna caricia o beso de otra persona, o de uno mismo si se es virtuoso. Y el kiwi…Bueno. Poco hay que decir de una fruta con forma de testículo peludo.

Luego China se transformó en un melón. Un melón grande. Y tiempo después, esa expansión se vio truncada porque reventó. Implotó. Un conflicto interno, una guerra civil dentro de ese gran melón llamado China. ¿Y qué pasó luego? Bueno, todos los alrededores del melón llamado China se vieron invadidos de semillas que salieron desde dentro del melón implotado. China sufrió un proceso de fragmentación. Fragmentación que terminó cuando las lluvias transformaron algunas de las semillas en dragones. Y los dragones poblaron el lugar y se empezaron a llevar mal con sus vecinos de Mongolia.

Es difícil llevarse bien con un mongólico. El mongólico es así, es difícil. Porque detrás de esa sonrisita permanente se ocultan otras cosas, como sentimientos y pensamientos, entonces eso a los dragones chinos no les gustaba. Y lo que hicieron fue construir una muralla. Una muralla que en realidad para ser honestos es más bien un murito largo. Largo sí, pero bajo. Es un murito. Además no fue construida bien la muralla. Se construyó por partes, pero no empezando de izquierda a derecha, por ejemplo. No. Una parte por acá, otra por allá. Dejaron huecos por todos lados. Eso es típico de los empleados públicos. Porque los dragones eran todos empleados públicos en ese momento. En China todos eran. Y aun así, con un murito bajito y con grandes espacios entre parte de la muralla y parte de la muralla, estuvieron a salvo casi siempre. Lo que pasa que el mongólico no te salta muros, no te busca por dónde cruzar. Ve un murito y se vuelve. Es por eso que Mongolia no es una cultura que nos pueda aportar algo y China sí.
Después, una vez eliminada la amenaza de los mongólicos China pasó a una fase en la que la sabiduría empezó a crecer. Los dragones inventaron la pólvora y empezaron a expandirse por el mundo. Llegaron a la antigua Valiria, y siglos después llegaron a Westeros con Ageon el conquistador.

Mientras tanto en China los dragones que se quedaron estaban re de fiesta. Eran los dueños de China, para ser sinceros. Pero un buen día se les apareció Mao y dijo que no, que esto no puede ser, que san se acabó e impuso por la fuerza de las armas el comunismo. Entonces Mao agarró y mandó a todos los dragones a hacer trabajos manuales y los dragones odian los trabajos manuales principalmente porque no tienen manos o al menos no tienen pulgares oponibles que son los que permitieron en su momento a nuestros antepasados antropoides el poder manipular objetos para modificar el ambiente. Bueno la cuestión es que los dragones no tienen manos con las que puedan hacer trabajo manual. Son más bien para tirar fuego y eso. O para no existir. La cuestión es que para Mao, seas un ser que existe o que no existe, tenés que trabajar para el bien común de la nación.
Entonces medio que la cosa no funcionó del todo bien entre Mao y los dragones y los dragones fueron…Un poco…Como…Asesinados. Pero no todos. Sí, fueron todos.
Pero tiempo después Mao con magia- porque Mao era muy mago- agarró un mosquito que había picado a un dragón y con la sangre del dragón que estaba en el mosquito construyó un parque de diversiones que se llamó Dragon Park y entonces hizo que todos los dragones revivieran pero hechos de papel y con colas re largas para poder desfilar por las calles de China y de todos los barrios chinos que hubo en el mundo después, para celebrar el día en que Mao mató y revivió a los dragones con magia mágica comunista china.

Después Mao se murió y pasaron otras cosas y ahora otras cosas más que fueron causas de otras cosas que hicieron que China sea lo que es hoy: una cultura milenaria de la que podemos sacar valores tales como los de hacer murallas bajitas para que las personas con síndrome de Down no se terminen juntando y peleando con los dragones que más tarde que temprano conviene exterminar. Y luego resucitar en el imaginario colectivo. Un poco lo que pasó con los gauchos acá en la provincia Oriental, que eran vistos como parásitos violentos que entorpecían el progreso y después de ser aniquilados pasaron a ser símbolos patrios casi, con monumentos en la avenida principal y pila de libros escritos sobre ellos.
Un poco lo mismo que va a pasar con los planchas si un día llegan a ganar las elecciones los del partido oligarca católico y terminan implementando lo que proponen. Quién te dice que dentro de diez años no estén todos los planchas muertos y setenta años después de eso haya un monumento al Brian en 18 de Julio.

Es un poco por esto que hay que tomar en cuenta el saber milenario de China.


lunes, 3 de octubre de 2016

Apuntes desordenados sobre el uso del etc



Hace tiempo me viene persiguiendo una idea que la circunstancialmente japonesa Amelie Nothomb explica mucho mejor que yo: “(…) y es tanto más extraño por cuanto todas las personas aquí presentes, inteligentes y que experimentan cierta simpatía, incluso amistad entre sí, no tienen absolutamente nada que decirse. Escúchelos. Es inevitable: más allá de los veinticinco años, cualquier reunión de seres humanos es una repetición.”

Se entenderá que tener esta idea en la cabeza cada vez que sostengo una conversación es un poco difícil de soportar. Entonces lo que hago es observar.

Como por ejemplo: el uso de la palabra etc está mal visto. Y no debería estarlo. A veces la usamos como muletilla; otras la usamos como facilitadora para poder elaborar ideas y eximirnos de enumeraciones tediosas; sea cual sea el caso, esos usos posibles del etc son secundarios y me  parece que haciendo un mejor uso de el etc nuestras vidas serían mejores.

El etc debería ser usado con más frecuencia. Eso estoy tratando de decir. Debería ser usado para el bien de la comunidad.

Por ejemplo: una muchacha responde a la invitación que le hace un muchacho de su trabajo: “(…) y vos siempre me hacés reír y tenemos siempre charlas muy interesantes, pero a mí no me pasa lo mismo que a vos, así que…Etc.”

Puede sonar cortante al principio. Pero conviene darle una mirada más profunda: ese etc impide que la mujer se vea en la obligación de justificar en detalle sus decisiones, cosa ya de por sí tediosa; por otra parte exime al hombre de estar en riesgo de oír esa crueldad –espero yo, involuntaria- en la que habitualmente caen las mujeres que rechazan: “pero podemos ser amigos.”
Detrás de esa sentencia se oculta el mutuo y profundo desconocimiento de los géneros y sus características.

Hay al menos varias decenas de usos del etc que serían beneficiosos para todos. Tenemos que usarlo más.

¿Qué cómo estuvo el trabajo hoy? “Ah, sí. Entré a las nueve y cuarto y, etc.”

Otro: “Opa, opa. Si te agarro ese orto, etc.”
Acá el daño tan solo se minimiza, lo tengo claro, pero el “etc” ayuda.

O por ejemplo: “(…) es por eso que con mamá estuvimos  hablando y, si bien nos amamos, a veces las personas que se aman no deben vivir juntas, así que papá y mamá se van a divorciar, etc. Te vamos a seguir queriendo y etc, etc.”

Todo lo que venga después de: “Mirá, Pablo, sos adoptado” debería incluir un etc en alguna parte.

Pero principalmente en esas reuniones de mayores de veinticinco años es que el etc debe tener un papel preponderante. No bien alguien diga “¿Se acuerdan de cuando…” y otro pregunte “¿Cómo era esa? ¿Cómo era esa?” con un entusiasmo alarmante por escuchar nuevamente la misma anécdota una vez más, un etc debería imponerse y la reunión debería ser disuelta de inmediato.

Ensayé tres tipos distintos de finales para este texto; no me convención ninguno. Había uno especialmente idiota que incluía la palabra “etc” y un final abrupto.


Pero preferí, etc. 

lunes, 8 de agosto de 2016

Martina Gadea descubre un nuevo continente (versión libre de Comunismo Internacional)


Este es un cuento-versión libre de Martina Gadea descubre un nuevo continente, tema de Comunismo Internacional
                                                   
                                                          *

Eran las seis de la mañana. Martina Gadea se levantó con mucha energía. Se tomó muy en serio los consejos del técnico de su equipo: “Martina, sos un negro de 2 metros 10 y no sabés hacer ni una cortina; no sabés tirar libres tampoco ¿Qué esperás para levantarte temprano a practicar?”
Martina Gadea, siendo un hombre tan temperamental, en un principio se tomó a mal el consejo del técnico. Llegó a su casa con un fastidio poco común. Su esposa lo vio, pero se quedó callada; no quería que nuevamente le pusiera una mano encima. A la esposa de Martina Gadea no le gustaba que le pusiera manos encima. El negro Gadea acostumbraba colocarle manos encima a su esposa cuando volvía un poco entonado de alguna fiesta con los jugadores de Olivol. Manos que le cortaba a cadáveres a los que ilegalmente tenía acceso invadiendo tumbas del Cementerio Central por las noches, sosteniendo una linterna con su boca y cortando manitos con una trincheta. En general eran manos olorosas o en mal estado, además de frías. No me consta que esta sea la razón por la que su esposa sentía tanto rechazo, pero es probable.
Esta vez, en cambio, Martina Gadea no le puso ninguna mano encima a su esposa. Simplemente se fue al baño, refunfuñando. En un momento, estando ya bajo la ducha gritó y se sacó la bronca con el entrenador pegándoles una piña a los azulejos del baño. Rajó uno.
Su esposa le preparó la cena, él lavó los platos, sacrificaron a la cabra y se fueron a dormir como todas las noches, pero en absoluto silencio.
Tres horas antes de lo habitual, el basquetbolista Martina Gadea se despertó, como dije antes, enérgico.
Trató de levantarse haciendo el menor ruido posible. Se preparó un licuado de frutas, yema de huevo y leche. Luego, el trago habitual de grapa. Corrió la cortina de la ventana para tratar de adivinar cómo estaría el resto del día y decidir su vestimenta. Fue canguro y pantalón largo, finalmente. Aparentaba que iba a ser un día soleado pero frío.
Con la pelota bajo el brazo, sin picarla en el pasillo para no despertar a los vecinos, salió rumbo a la cancha abierta de la plaza. A seis cuadras de la cancha no aguantó más de la ansiedad y se largó a correr. Tanto era su entusiasmo que cuando llegó dio unas vueltas alrededor de la cancha para tranquilizarse un poco.
Una vez satisfecho con las corridas, Martina Gadea se paró en la línea de libres y comenzó a tirar. Hasta el momento, su porcentaje en la liga era bajísimo. Su altura lo hacía vital para el equipo, pero al jugar de cinco y estar -también por su estatura- bajo sospecha de ser mal tirador de libres, los rivales siempre le hacían faltas, para probarlo. Bastaba verlo tirar dos veces para darse cuenta que cortarlo a él era la manera más fácil de ganar los partidos. Trece antideportivos y dos expulsiones fueron las sanciones que sufrió el negro Martina en lo que iba de la temporada. La frustración se transformaba en violencia y Martina “El Chengue” Gadea, como le llamaban los hinchas más ingeniosos, canalizaba su frustración con violencia.
Tiró el primer libre y erró. Caminó unos pasos para recoger la pelota y volver a tirar. Erró. Erró las primeras 17 veces. La siguiente, que suele ser la 18 (y bien que lo fue), también falló. Martina Gadea gritó de bronca. Un testigo que no supiera el contexto de la imagen la interpretaría como el grito de guerra de un guerrero Persa enfurecido.
Agarró la pelota con fuerza y le dio un golpe con ambas palmas de la mano. Casi la revienta como se revienta un globo. La picó con bronca, tres veces, y tiró. La pelota dio con fuerza en el trablero y picó detrás de él, superando su posición, en la mitad de la cancha. Picó una vez, dos, tres, y no picó más. Martina Gadea suspendió su furia y la cambió por sorpresa. La pelota debió seguir picando hasta irse a la calle, pero no ocurrió. Algo la detuvo. Cuando Martina Gadea se dio vuelta, se encontró con que la pelota era sostenida por un ser, aparentemente femenino, de contorno sinuoso y con algunas protuberancias que le llamaron la atención al moreno.
-Mis ojos están acá arriba –dijo quien sostenía la pelota, con sonrisa cínica-; mis ojos están justo arriba de mi cadena montañosa, donde usted tiene clavada la mirada, señor.
-Le pido mil disculpas, señorita…
-Soy un continente macho; me identifico como un señor. Así que le ruego se refiera a mí como señor Continente.
-Le pido mil disculpas, dijo Martina Gadea, tratando de no mirarle la pulposa cadena montañosa ni la frondosa selva que surgía debajo del volcán que separaba las cordilleras que le servían como piernas.
-Entiendo que esta pelota es suya- dijo el continente, con tono picaresco-; ¿el señor es basquetbolista?
-Sí. Me llamo Martina Gadea. Juego al básquetbol. Soy el cinco de Olivol mundial.
-El señor juega de pivot y quiere practicar libres- dijo el continente.
-¿El señor a qué se dedica? ¿Cómo se llama?
-A vivir. Soy un indómito continente que aún no ha sido descubierto. Ni nombrado. Soy –dijo, frunciendo sus pequeños riachuelos en actitud socarrona- virgen en todos los sentidos.
Martina Gadea se ruborizó como nunca antes. El nuevo continente le devolvió la pelota y se lamió el estuario con sensualidad de película erótica de bajo presupuesto. Luego, agregó: me doy por descubierto, señor Martina Gadea. Nómbreme. Nómbreme todo. Póngame su nombre si quiere. Póngame un nombre que desee. Que seguro es largo y fuerte como..
-No- interrumpió Martina Gadea- dese por descubierto, pero yo soy casado. No voy a ponerle nada.

Y, para pena de quien narra, dio media vuelta y se volvió al hogar sin una mejoría visible desde la línea de libres pero con la satisfacción de haber descubierto un nuevo continente y de saberse deseado. 

lunes, 25 de julio de 2016

Arraigo



Un amigo escritor me dijo hace un tiempo que admiraba el arraigo que tengo por mi barrio. Me refiero a Peñarol, para quien me lee por primera vez y nunca habló conmigo en persona. Lo que me dijo este amigo me dejó pensando.

 Quería escribir sobre eso, sobre el arraigo a un lugar, o más bien, a este lugar; no supe cómo empezar. En cambio, mientras pensaba, se me coló un recuerdo. Este tipo de irrupción de recuerdos que parecen olvidados no es ni novedoso ni exclusivo, pero el efecto que provoca tiene algo singular; es esa sensación individual de satisfacción: algo que ya no estaba, vuelve a estar. Ganarle un rato a la muerte.

Nunca había visto a mi abuelo llorar. Nunca había visto que a mi abuelo se le llenaran los ojos de lágrimas ni siquiera.

Conviene al relato creer que ocurrió sobre sus últimos días de vida, pero bien pudo haber pasado en el último año, o tal vez en los últimos dos. Estábamos en la cocina de mi casa. La tele estaba prendida pero todos la ignorábamos. Mi hermana comía, yo hablaba y mi abuelo se mantenía en silencio. Mi abuelo, que ya estaba un poco senil, a veces miraba pero no siempre procesaba lo que los demás decían. Creo que en aquel momento sentí que no le estaba hablando a nadie. No recuerdo ni importa de qué hablaba yo; solamente basta decir que en algún momento nombré al pasar la estación de trenes de Peñarol. Sus ojos tuvieron el mismo brillo de años antes, el brillo que sus ojos tenían antes de decir un chiste. Los ojos se le volvieron de un color negro brilloso. Lo miré pero seguí hablando. De la nada, me interrumpió: –nosotros nos subíamos al tren en marcha, cuando salía para Tacuarembó; el capataz nos decía de todo, pero siempre era a las corridas. Yo era livianito, siempre llegaba a treparme enseguida, pero me acuerdo que…- y se frenó. Hubo un silencio y vi sus ojos. Desde “al tren en marcha” se le habían llenado de lágrimas. Quiso decir una palabra más que no puedo recordar; no pudo. Se quebró. No pudo seguir hablando. Nos quedamos callados.

 Siempre tuve la curiosidad de saber la relación de esa emoción inaudita en él y el tren. Claro, sabía lo obvio para cualquier abuelo del barrio Peñarol: había trabajado en el ferrocarril. Pero tenía que haber algo más. La muerte de seres queridos, el miedo, los goles en la hora, los nacimientos; nada de eso lo había hecho llorar. Un recuerdo fuera de contexto, de pronto, hizo lo que ni mi abuela, ni Spencer, ni Joya pudieron. Nunca lo pude averiguar.

 Lo que sí pude hacer fue descubrir que lo que mi amigo escritor llama arraigo no es otra cosa que mis ojos llenos de lágrimas pensando en mi abuelo recordando con sus ojos llenos de lágrimas. 


 Hay un cartel en la estación de trenes de Peñarol que indica que está ubicada a 35,59 metros por sobre el cero del puerto de Montevideo. Nada dice de la distancia que la separa del olvido. Será que no les entraban tantos números. 

lunes, 11 de julio de 2016

Aserrín y Platón


Aserrín. Hace dos noches que vengo soñando con aserrín. A veces durante el día, cuando estoy despierto, irrumpe también la imagen del aserrín.
Ahora, de grande, me di cuenta que no sé de qué color es. O de qué color era. Porque sueño con un aserrín en particular, uno de un momento en particular. Mi daltonismo es leve y traicionero: recién ahora me doy cuenta que no sé si el aserrín es blanco, amarillo o de otro color que ni siquiera puedo imaginar.

Dediqué los últimos dos días a pensar en el aserrín. A mirar la imagen. A evocarla. A observar en detalle.

Hay en la imagen aserrín desparramado en el piso del galpón de la casa de mis padres; estoy yo, con mis ojos de hoy, de hombre,  en los tiempos de niño; está mi padre, agachado, con unos lentes de plástico que me dan gracia, con una sierra. Es aserrín lo que hay en la imagen, todo desparramado, pero también es sonido: el chillido agudo de la sierra cortando un pedazo de madera. Está mi padre intentado que yo aprenda los rudimentos de carpintería, o al menos está intentando entretenerme con lo que hace.
Recuerdo con curiosidad, con una curiosidad que no tenía en ese momento. Es una curiosidad nostálgica pero a la vez nueva para mí. Es indagar en una imagen que creía olvidada.

Mi padre luego está de pie. Hay una madera larga y fina en el piso con dos marcas de lápiz que la atraviesan  de forma perpendicular, a unos diez centímetros de cada extremo. La imagen se vuelve más intensa cuando veo el lápiz amarillo y negro de trazo grueso y fuerte. No tenía ninguno de esos en la cartuchera de la escuela. Me acuerdo que me gustaban pero nunca los agarré. Era asquerosamente honesto de niño: ni se me ocurrió robarle uno y llevarlo a la escuela. Si lo hubiese hecho, ahora  podría  tal vez examinar la imagen con mayor profundidad.

Mi padre usaba la sierra con una seguridad y firmeza que me sorprendía ya cuando era niño; fue de las primeras veces que me sentí ajeno incluso a lo cercano: mis manos en aquella época ya temblaban, si bien no tanto como ahora; me di cuenta que jamás podría hacer eso. Me di cuenta que yo no era mi padre. Luego de cortar y aflojar un poco la madera le puso el pie encima y uno de los extremos de la madera cayó. Hubo silencio.

En la imagen veía algo que es una constante hasta el día de hoy: estaba pensando en otra cosa mientras debía estar prestando atención a lo que estaba pasando en La Realidad. Mi padre me decía que pusiera el pie y lo mantuviera con fuerza –me mostraba cómo hacerlo- para sostener el extremo de la madera que faltaba cortar, el que estaba de mi lado. Tenía la misma marca de lápiz de trazo grueso. Ahora, visto desde quien soy hoy, me doy cuenta que mi padre podía hacer eso por sí solo y que quería nada más que integrarme a su vida, a su trabajo; mi pie estaba ahí, puesto como quien pisa sin convicción, como quien está pero no está del todo. El aserrín, de fondo, y el olor a domingo de mañana poco a poco tomaron la imagen; era como una inundación.  

Las inundaciones me dan miedo, incluso las que no son de agua, como las inundaciones de imágenes. Es que la sensación es la misma: eso que viene, eso que inunda, pasa y se lleva todo. 
Recordar es asumir que lo recordado ya no está. Es asumirse mortal. Pero sobre todo es, increíblemente, llegar  desde el aserrín a lo que dicen que dijo Platón:

“Lo que fue, fue y nunca será de nuevo”.


jueves, 30 de junio de 2016

Curco Vein no se mató (Prefirió esperar el tren)

Dejo en esta entrada una muestra aleatoria de mi tercer libro Curco Vein no se mató (Prefirió esperar el tren), una novela corta donde pasan cosas como éstas, en el capítulo nueve:
9
 El doctor Ciye Irramone salía de su consultorio ubicado en el segundo piso de la estación, al lado del local de comidas macrobióticas para canarios, y lo hacía de un modo muy curioso: al mismo tiempo que cerraba con llave la puerta de entrada a su local, guardaba en un bolso de cuero marrón una serie de papeles. Lo curioso es que su vista estaba posada en el bolso, sus pensamientos estaban ya en su hogar, su mano derecha cerraba la puerta con llave y la izquierda depositaba papeles.
Caminó unos pasos una vez cerrada la puerta del consultorio, con su vista aun posada en el bolso colocó las llaves en uno de los bolsillos de sus pantalones y terminó de cerrar el bolso marrón. Cuando miró hacia adelante, se encontró con una mujer de unos treinta años que venía caminando a unos cuantos metros de distancia, con la mirada posada en él. El doctor volvió a bajar la mirada para tomar uno de los tirantes del bolso y colgárselo; cuando volvió a mirar hacia delante, la mujer ya se encontraba lo suficientemente cerca como para dirigirle la palabra. Parecía tener intención de hacerlo.
-Doctor Irramone, ¿verdad?-dijo la mujer, extendiendo su mano derecha, para estrecharla con la mano derecha del doctor Irramone.
-El mismo-respondió él, extendiendo su mano.
-Mucho gusto.
-Encantado. ¿En qué puedo ayudarla?-dijo el doctor, intrigado.
 La mujer, que antes lo miraba a los ojos, ahora posaba su vista en el bolso.
-¿En qué puedo ayudarla?-repitió el doctor.
-Por casualidad, ¿ese no será un bolso de cuero, no?-preguntó la mujer, sin prestar atención a la pregunta que el doctor le había realizado.
-Bueno, no sé, creo que sí.
-Usted colabora con el asesinato de animales-dijo la mujer-¡Colabora con el asesinato de animales! ¡Asesinato de animales! ¡Asesino de animales!-gritaba la mujer, desaforada.
 El doctor Irramone miraba incrédulo. En ese momento parecía imposible que algo apartara la atención del doctor Irramone de la mujer que gritaba, cada vez más fuerte. Sin embargo, cuando los vidrios del local de instrumentos de música tradicional húngara estallaron en pedazos y un grupo de ocho hombres armados y encapuchados aparecieron, la atención del doctor sí que se vio apartada de la mujer gritona.
 Los hombres, en cuestión de unos pocos segundos, se encontraban formando un círculo alrededor del doctor, apuntándolo con sus ametralladoras y escopetas de caño recortado. La mujer había quedado por fuera del círculo.
-Así que vos colaborás con el asesinato de animales-dijo uno de los encapuchados, que tomó la palabra primero.
-Vamos a matarlo-exclamaron otros dos, entusiasmados.
-¡Yo no sabía nada de esto que están diciendo!-se defendía el doctor.
-Eso dicen todos- respondía un cuarto encapuchado.
-¡No! ¡Por favor, se los ruego! ¡No me maten!-gritaba el médico.
 Ante un gesto con la mano del encapuchado que había tomado la palabra en primer lugar, un camarógrafo entró por donde habían entrado los ocho encapuchados en primera instancia.
-¡Esto es una cámara oculta para Locos del humor!-exclamaba el camarógrafo.
 Todos reían, con excepción del doctor, que suspiraba aliviado.
 Luego de un momento de relajación de tensiones, siete de los encapuchados se quitaron las capuchas, y por lo tanto perdieron la condición de tales, y arrojaron las armas de utilería al suelo. Uno de los encapuchados no tiró su escopeta recortada de utilería al piso, principalmente porque si lo hubiese querido hacer, no hubiese podido, porque su escopeta no era de utilería sino real. Tampoco se quitó el pasamontañas.
-Te voy a matar. Dejaste embarazada a mi hermana, hijo de puta-dijo el encapuchado, apuntando a uno de los ex encapuchados.
-¿Qué decís?-preguntó, aterrado, el ex encapuchado acusado de haber manchado el honor de la hermana del aun encapuchado.
-Dije que te voy a matar porque dejaste embarazada a mi hermana-repitió el encapuchado.
-Y además dijo que eras un hijo de puta-acotó la mujer.
-Vos también, alcahueta, ponete al lado de este-dijo el encapuchado, con un rápido gesto con la escopeta.
 Luego, el encapuchado, apuntando al ex encapuchado y a la mujer, les ordenó que se arrodillaran. Lo hicieron. Y también lo hicieron todos los demás, no está claro si por solidaridad o por falta de claridad comunicativa por parte del agresor.
 A pesar de los llantos y los ruegos, el encapuchado jaló el gatillo, pero en lugar de una bala, salió una banderita azul que decía “¡Bang!”.
 Desde dentro del local de espejos ahumados se escuchaban las carcajadas de un camarógrafo que les decía a los presentes, menos al encapuchado que como cómplice ya lo sabía, que se trataba de una cámara oculta para Los mosqueteros del chascarrillo. El encapuchado se quitó el pasamontañas y arrojó su arma al suelo.
 El ex encapuchado y víctima de la cámara oculta suspiró aliviado; la mujer, en cambio, comenzó a revolcarse en el piso sufriendo convulsiones. Espuma blanca salía de su boca.
-¡Oh, Margot!-exclamaba uno de los ex encapuchados.
-Yo pensé que se llamaba Irma-dijo otro.
-Eso no importa. ¡Se nos muere!-gritaba un tercero.
 Justo cuando el doctor Irramone se disponía a darle asistencia médica a la mujer, dos hombres aparecieron desde el techo y, merced a un complejo sistema de poleas, se balanceaban de un lado a otro del pasillo. Uno de ellos era camarógrafo y cargaba consigo una cámara; el otro, un micrófono negro. El del micrófono, sonriente, comentaba:
-¡Esto es una cámara oculta para Los cazacarcajadas de la buena onda!
La mujer, al escuchar esto, se puso de pie, explicó que era cómplice de la cámara oculta y se quitó la espuma falsa de la boca.
Luego, mirando al doctor, y a la cámara, de forma alternada, dijo que había quedado claro que era un buen profesional y que en el programa se haría mención a la prontitud con la cual se dispuso a darle socorro.
 Por detrás de ellos, mientras aún se oían carcajadas, aparecieron un oficial de la policía y una niña con su uniforme de la escuela rasgado, a tal punto que podría decirse que estaba semi desnuda.
-Es ese. Ese es el que me violó-dijo la niña, señalando al camarógrafo que pendía de la polea.
 Hubo absoluto silencio. La carcajada del camarógrafo se transformó en asombro.
-Yo no violé a nadie-dijo con voz temblorosa el camarógrafo.
-Eso lo determinará la justicia-propuso el oficial de policía, mientras desenfundaba su revólver y se hacía lugar entre los presentes para acercarse al camarógrafo.
-Vení, nena. Acercate y asegurate que sea él-dijo el policía.
 La niña, agarrada firmemente del brazo en el que el policía no llevaba la pistola, se acercó al camarógrafo que en ese momento ya se encontraba parado con la espalda contra el local de vidrios ahumados, tembloroso.
-Sí, es él-sentenció la niña, escondiéndose luego de decir eso detrás del oficial de policía. Éste, de inmediato, miró al camarógrafo a los ojos, con desprecio. Luego, posó su mirada en el suelo, pensativo. De pronto, en un arranque de furia se quitó la parte de arriba de su uniforme policial y lo lanzó al piso.
-Hay veces que la justicia se debe hacer por mano propia-dijo el policía.
 El camarógrafo pedía clemencia, e insistía en su inocencia.
-¡Yo jamás violaría a una niña!-decía el camarógrafo.
-¿Y a una más grandecita? Mirá que las pendejas de hoy en día vienen polenta polenta-comentaba uno de los ex encapuchados.
-¡No! ¡Yo no violé a nadie!-insistía el camarógrafo.
-Eso es justo lo que diría un violador-comentó el policía, y acercó su revólver a la cabeza del acusado.
-Tranquilo, mi amigo-decía uno de los ex encapuchados que sostenía un celular en su mano, y estaba filmando lo que sucedía-esto no es otra cosa que ¡Una cámara oculta para Los archiduques del humor irreverente!
 El camarógrafo acusado casi pierde diez kilos luego del suspiro de alivio.
 Las carcajadas del policía, la niña, y el camarógrafo, coparon el lugar.
-Lamento informarle, señor oficial-decía otro ex encapuchado desde atrás, que sostenía otro celular con el que estaba filmando el accionar del garante del orden institucional-que usted ha caído en una cámara oculta para el programa Los justicieros de la tv, donde queda más que claro que usted ha incurrido en un severo caso de abuso de autoridad. Usted entrará en nuestro bloque dedicado al maltrato policial.
 El oficial de policía quedó pálido.
 El ex encapuchado, al notar la preocupación del oficial, agregó:
-Pero no se preocupe, esto se puede arreglar sin problemas si llegamos a una cifra que nos convenga a los dos.
-Ah, ah, ah, ah, ah-intervino otro de los ex encapuchados desde más atrás, que sostenía también un teléfono celular con el que había estado grabando lo que venía aconteciendo en el lugar-; ustedes han caído en una cámara oculta para Los guardianes de la ética. Esto es un claro caso de soborno.
 En ese momento las alarmas de seguridad de la estación comenzaron a sonar; seguramente alguien desde dentro de los locales aledaños al ver tanta actividad sospechosa en el pasillo llamó a seguridad.
 En cuestión de segundos hizo ingreso la policía montada y comenzó una brutal represión; los presentes se largaron a correr, pero corrieron diferentes suertes. Los policías montados, mediante garrotazos, gases lacrimógenos y palabras tranquilizadoras, disiparon a los involucrados en el acto sospechoso del que se les dio noticia. Algunos de los presentes lograron huir, otros fueron molidos a garrotazos, otros fueron aplastados por caballos; y otros no.
 En este caso no se trataba de una cámara oculta.



martes, 24 de mayo de 2016

Una mirada en la luminosidad


Anoche soñé que no estaba soñando. Algo sensiblemente distinto a tener un sueño verosímil o vívido. 

Estaba acostado en mi cama. Había algunas cosas diferentes a las de la vida de vigilia, pero eran pocas. Me tomó tiempo reconocerlas una vez despierto. En el momento todo parecía más o menos normal. Lo único raro era que la lámpara estaba un poco más lejos y me obligaba casi a sentarme en la cama para alcanzarla. La almohada era más alta y más dura, como una que tuve cuando era niño. Sentí el olor a mi abuela cocinando buñuelos de lechuga. Sentí el olor de sus manos. Tenía olor a carne picada cruda.
Quería leer un libro y no lo encontraba. Acostado, tenía el lector de libros apoyado en el pecho; al incorporarme cayó sobre mi falda y se entreveró con el acolchado. Lo prendí, después de prender la luz. La luz estaba rara, por cierto. Era como azul. Como una lámpara de adorno, no muy apropiada para la lectura. Busqué y busqué en el listado de libros que tengo. Lamenté no haberlos ordenado de alguna manera lógica. No estaba. Era Una mirada en la oscuridad de Philip K. Dick. Podría ser A Scanner Darkly, porque me constaba que tenía la novela en los dos idiomas. Sin embargo, en la lista, se me pasaban. “Será porque estoy medio dormido todavía”, pensé. Sentí un ladrido ronco. En mi edificio no se puede tener mascotas. Además era un ladrido ronco familiar: sonaba como al de mi perro en sus últimos días, cuando ya faltaba mi abuelo y yo pensaba que esa era su forma de llorar. Tosí. Me reí ¿Será que toser es mi forma de llorar como perro? Decidí no leer. Sentí calor. Tiré el acolchado con bronca contra los pies de la cama y me quedé sentado, apretando mi pecho contra las rodillas. Me puse a pensar. Tenía una sensación de depresión que me iba tomando. Subía por la columna vertebral hasta que dio toda la vuelta y llegó al pecho. Ahí se quedó. Y fue ahí que me di cuenta que no estaba soñando. Lo sentí.
Sonó el celular. El ruidito de un mensaje de Whatsapp que ignoré. Tuve sed. Me levanté, abrí la heladera y me serví un vaso de té helado. Algo para aplacar el calor. Prendí el ventilador, lo puse cerca de mi cara y me senté en el sillón. Me tomé tres vasos de té y guardé la jarra en la heladera. Iba a prender la computadora pero no lo hice. Mejor irse a dormir de nuevo que mañana hay que madrugar. Me acosté.

Algo confuso pasaba con un termómetro que yo buscaba aun acostado y sin ver, en una mesa de luz marrón con portarretratos que iba tirando a cada manotazo. Sonó la alarma del celular. Amanecí estornudando. Destapado. La lámpara estaba en el lugar de siempre y la luz no era azul. Hacía frío. Después pude ver que no había té en mi heladera y demás está decir que el libro que busqué en el sueño estaba, en ambas versiones, en el lector de libros.

Desde que tomé el café de siempre a las apuradas antes de salir al trabajo, lo único que he hecho es mirar la realidad, mirar todo, como si estuviese viviendo el proceso inverso al de la noche anterior:  soñé que no estaba soñando; bueno, ahora, pretendo percibir todo como si estuviera despierto pero sin estarlo.  Busco afanosamente diferencias entre lo que veo y lo que debería ver.

Y, he aquí lo interesante, las estoy encontrando.


miércoles, 11 de mayo de 2016

Error 404

Hola, qué tal. Tal vez me conozcas de acá mismo. Cuestión que tengo nuevo programa de radio, se llama Error 404 y lo conduzco junto a Fabián Blundell.

Se puede escuchar por Radioactiva Fm 102.5 o por internet para aquellos que viven lejos de la antena de la radio. Esto último lo pueden hacer en www.radioactivafm.org


lunes, 2 de mayo de 2016

Los grupos de Whatsapp y tercero de liceo



Primero lo primero. Sebastián Pina me lo advirtió y yo no le hice caso: “no te metas en grupos de whatsapp, Darío. En serio”.

Esto que escribo tiene un público objetivo bastante reducido: hombres usuarios de whatsapp que estén en un grupo de whatsapp compuesto exclusivamente por otros hombres con los que no tienen un conocimiento profundo. Por ejemplo: un grupo de whatsapp de compañeros de trabajo o ex compañeros de trabajo, un grupo de amigos que se ven poco o, como es mi caso, un grupo de compañeros de fútbol, donde conviven amigos cercanos con conocidos, con amigos de conocidos que nunca vi en persona, etc.

Cuando estábamos en el liceo, digamos, en tercer año, era muy fácil saber cuál de nuestros compañeros era sexualmente activo y cuál no. No únicamente a través de relatos de quienes lo eran o decían serlo, sino a través de conductas. Es fama que aquel que más chistes sexuales de doble sentido hace es el que menos coge. A esa edad es inversamente proporcional. Hay estudios. De prestigiosas universidades. Acá justo no tengo ninguno conmigo. Pero hay.

Mi relativamente nueva inmersión en las profundidades de whatsapp me ha hecho pensar en algunas cosas. Por ejemplo en que ese patrón se repite, capaz veinte años después. La mayoría de los  miembros del grupo de whatsapp que desató toda esta reflexión son hombres casados o en pareja hace ya unos años. En el grupo este ya no hay, como en tercero de liceo, quien diga “fa, anduve con esta, y con aquella, y con la otra” por más que la mayoría de las veces fuera mentira y, “andar” fuese darse besos al costado de la adscripción.  O sea que no hay un aviso de “fua, loco, no saben cómo ando cogiendo”, pero sí hay, por el contrario, indicios de insatisfacción sexual.

De la misma manera que en tercero de liceo en la clase de inglés la oración “Pete goes to the supermarket” era leída como “pete goes tu de supermarket” y producía un sinfín de comentarios graciosos con “Pete” que denotaban falta de actividad sexual, algo similar pasa con el envío sistemático, abundante, molesto y exagerado de videos y fotos pornográficas en los grupos de whatsapp antedichos. Luego del tercer video de una rubia de espaldas en la ducha que al darse vuelta resulta ser un travesti me di cuenta que algo andaba mal.
Es decir: ¿qué te lleva a pensar que eso es gracioso y que sería divertido compartirlo? Algún tipo de insatisfacción. O carencia. Carencia de ejercicio en las ramas del árbol biológico.
Ojo, no juzgo la ausencia de actividad sexual: juzgo ,y como algo negativo, lo que se hace con ella. A la hora de sublimar, mejor es compartir citas de Heidegger o reseñas de películas que te gustaron que fotos de rubias que resultan ser travestis bañándose acompañados de un “jaja” o directamente señoritas metiendo cosas por sus cavidades.  

 Ansío el día en que me lleguen videos con una tabla de pronombres personales en alemán para memorizar, una foto con la portada de un libro que me recomiendan o una reseña de alguna película que les parezca buena.
Y lo mismo a la inversa. No me molestaría que digan “Bo, Darío debe estar cogiendo poco: hace una semana que está mandando enlaces para aprender Esperanto gratis en internet”.

Yo no digo que no sublimemos. Digo de sublimar mejor.


miércoles, 9 de marzo de 2016

Algo raro en las hormigas


Había algo raro en las hormigas. Lo noté enseguida, tanto así como que estaba soñando.

En el pasillo más grande de la casa de mis abuelos en Las Piedras, entre la pared de la casa y un cantero de plantas perpetuamente amenazadas por caracoles, había un camino de hormigas. El pasillo tenía piso de hormigón y éste tenía pequeñas grietas. Me detuve a mirar el piso. Las hormigas caminaban de a pares, dejando unos cinco centímetros entre la de la derecha y la de la izquierda; la misma distancia había entre el par de adelante y el que le seguía detrás. Había ocho pares de hormigas caminando en esa formación. Parecían armar un rectángulo grande constituido por varios cuadrados pequeños.

Tenía muy claro que no era el comportamiento normal de las hormigas.

Pronto pasé de la hipótesis a la experimentación: les puse obstáculos en el camino. Primero piedras que fui encontrando, luego un balde que traje del fondo; mi idea era mirar el comportamiento de las hormigas ante estos obstáculos y analizar su reacción. Luego, al constatar que nunca abandonaban la formación de a pares si no que las dos hormigas tomaban, pongamos por caso,  unánimemente el camino de la izquierda para evitar el balde, me di cuenta que no se estaban comportando como las hormigas que tantas horas me dediqué a estudiar allí mismo y en tantos otros lugares: nunca, jamás, por más empeño que pusiera, conseguía separar los pares de hormigas con obstáculos; es decir, nunca conseguía hacer que optaran por caminos diferentes y se reunieran luego una vez evitado el obstáculo, como tantas veces les vi hacer. Podía sí caer en la indignidad de agarrarlas y separar el par por la fuerza, pero desistí: quería ver su comportamiento y su separación voluntaria, no forzarlas completamente.
Las hormigas evitaron una y otra vez mis obstáculos. Siempre que optaban por el camino de la derecha, el par esquivaba el objeto sin, aparentemente, romper las distancias entre sí, ni hacia su par al costado, ni hacia los pares que les seguían.
Detecté en ellas un aspecto artificial, mecánico. No soy un especialista ni mucho menos en comportamiento de las hormigas, pero sí que le he dedicado más horas que las demás personas que conozco a su observación: estas hormigas no parecían seres vivos. Eran en apariencia hormigas negras grandes, como las que se ven en Peñarol  y hacia el norte de Montevideo. Es tentador, por más que no tengo evidencias, creer que cuanto más al norte, entrados ya en Canelones, más grandes son las hormigas. En cualquier caso, lo que me fascinaba, y  me empezaba a asustar, era la idea de que esas hormigas hayan sido colocadas allí por alguien con quién sabe qué intención.
Habrá pasado media hora, tal vez una hora; es difícil saber esas cosas en los sueños. Decidí entrar por el fondo a la casa de mis abuelos con una conclusión clara: me había convencido de que esas hormigas no estaban bien. No correspondían. Su comportamiento las delataba.
La puerta del fondo estaba abierta. Miré el piso cerca del aljibe y pude verificar a simple vista que las hormigas allí mantenían la misma formación que yo esperaba: una uve igual al contorno de una grieta grande que se transformaba en una fila de una sola hormiga tras otra ni bien la grieta desaparecía, tal cual correspondía al comportamiento natural. Volví entonces sobre mis pasos y vi que en el pasillo las hormigas mecánicas conservaban esa formación de a pares. Incluso me parecieron más grandes que las de las inmediaciones del aljibe.
Decidí entrar. Me molestó un poco que adentro estuviera oscuro. Afuera, después de quién sabe cuánto tiempo al rayo del sol, mis ojos se acostumbraron a una iluminación agresiva; adentro, en cambio, tuve que adaptarme. Fijé la vista y con esfuerzo logré acercarme al living. En la mesa estaba mi prima, mi primo, mi tía, mi tío, mi padre y mi hermana. Estaban comiendo maní y papitas de unos platos. También había aceitunas, pan cortado en rodajas, queso y algo que supongo era salamín. Cuando llegué a la mesa y miré hacia la cocina pude ver a mi abuela y a mi madre de espaldas, creo que preparando una ensalada. En el cuarto sentí un acorde de guitarra. Luego la voz de mi abuelo. Pero no fui inmediatamente hacia allí: había algo raro en los ojos de mi prima. Me miraba como sospechando algo, como analizando qué es lo que yo estaba pensando. Me cohibí un poco al principio, pero luego sostuve la mirada. La analicé, mientras ella me analizaba. Descubrí que mi tío y mi tía me miraban de la misma manera. Todos los presentes tenían el aspecto correspondiente a unos veinte años atrás, tanto así como la disposición de las cosas en la casa de mis abuelos. Yo, en cambio, me veía claramente como en el día de hoy. Miré también la decoración de las paredes. Donde recordaba había una foto avergonzante de mí vestido de gaucho bailando en un acto de jardinera, había en cambio una caja transparente de plástico con hormigas. No tenían tierra ni caminitos: nada más hormigas. También caminaban de a pares. También parecían mecánicas. Sentí una risa conocida desde el cuarto. Las miradas desconfiadas de mis tíos y primos tuvieron dos incorporaciones: mi padre y mi hermana. Decidí caminar hacia el cuarto, pero de pronto, me di vuelta. Pude ver a mi padre y a mí hermana haciendo un gesto que no puedo describir, pero que no les había visto jamás. Algo que me hizo pensar en que tal vez ellos también fueran, de alguna manera, mecánicos. Me dio gracia la idea de sentir esa paranoia absurda, pero luego sentí un escalofrío: mi madre salió de la cocina con una fuente llena de ensalada y me quedó mirando fijo, con un gesto ajeno, extraño, que jamás le había visto antes. No parecía ser mi madre. Y cuando volví a mirar a los demás sus ojos se me hicieron más perversos, más hostiles; agarré un maní, luego otro y luego un tercero, y me los metí en la boca. Necesitaba hacer algo para poder distraer mi atención de la paranoia creciente. El maní tenía gusto a goma salada. Lo sentí como una mala imitación de maní real. Decidí calmarme. Mi padre había hecho un gesto con su mano como si tuviera pelo largo, como si dejara caer todo el pelo hacia su frente con la cabeza inclinada hacia adelante y luego tiró ese pelo largo que no tenía hacia atrás, como para luego hacerse un moño. Decidí que ya era suficiente. Entré al cuarto desde donde había escuchado el acorde de guitarra y la risa familiar. Ahora se escuchaba la voz de mi abuelo que payaba y frente a él, estaba yo, veinte años más joven. Era un niño. Me miré en detalle: estaba observando con disimulo el dedo de mi abuelo al que le falta una parte; tenía cara de estar preguntándome cómo era posible que tocara la guitarra con un dedo menos. El niño Darío me miró al verme entrar y su mirada no fue menos hostil que la de los demás. Había, eso sí, algo más perverso: percibí en su mirada un conocimiento más profundo de mi situación –y de la de él con respecto a mí-; estaba sentadito a lo indio, todo encorvado, inclinado hacia adelante, agarrando la punta de su champión derecho con ambas manos. Mi abuelo seguía payando. En un momento se detuvo:
-No me acuerdo cómo seguía. Me cansé. El abuelo está viejo- dijo, y luego guardó con mucho recelo la guitarra en el armario. –Vamos a comer algo- propuso y el niño Darío asintió. Me miró de reojo con la misma mirada hostil que me dedicó antes. Como le sostuve la mirada miró hacia otro lado. Miró la cortina de madera y le comentó algo a mi (nuestro) abuelo sobre una de las tablitas que parecía estar rota. El abuelo respondió que mientras permitiera abrir y cerrar normalmente, no le importaba. Se paró. El abuelo nos dejó solos.
-Entonces ahora que sabés todo, solamente queda algo por hacer- me dijo el niño con ojos que me dieron miedo. Percibí que había movimientos extraños en la sala. Se movían sillas y las patas hacían fricción contra el piso; había un ambiente un poco tenso. Salí del cuarto y me dediqué una última mirada. El niño Darío se puso de pie y comenzó a caminar hacia mí. Traía consigo una mueca en la cara que me pareció ajena y horrorosa. Me asusté. Luego traté de calmarme. Mi prima estaba de pie. También mi primo. Ella sostenía un vaso y lo apretaba muy fuerte, como si quisiera romperlo, como si estuviese canalizando algún tipo de necesidad de violencia y me miraba fijo; mi primo tenía en la mano un destapador y me miró con la misma hostilidad y desconfianza. Caminé hacia la puerta del fondo. Miré rápido hacia el baño y noté que estaba distinto: tenía las paredes escritas; no alcancé a leer con claridad, pero parecían ser consignas, o tal vez letras de canciones. Salí por la puerta del fondo y luego volví al pasillo de las hormigas mecánicas. Sentí pasos desde dentro de la casa. Sentí también miedo. Todavía tenía en mi mente la imagen de mi mismo, cuando niño, amenazándome. Pasé por el pasillo, esquivé el balde que preferí no volver a poner en su lugar –las hormigas seguían desplazándose a pares a cinco centímetros de distancia unas de otras- y salí al jardín del frente; luego ya estaba en la calle. El portón del frente hizo un chirrido que también me pareció diferente. Impostado. Vi el auto de mi padre estacionado donde recuerdo siempre lo estacionaba. Me tentó acercarme y mirar hacia adentro. Una manera de recordar algo. No lo hice. También estaba la camioneta de mi tío. Tampoco espié. No recordaba si la ruta era para la izquierda o para la derecha; opté por la derecha. Caminé. Ahí iba a tomar algún ómnibus o, eventualmente, despertarme del sueño mientras intentaba tomarlo.
 Una vez sola miré para atrás porque me dio la sensación de que me estaban siguiendo. A decir verdad, temía a la idea de verme de nuevo con ese gesto atroz de niño, caminando detrás de mí. No me seguía nadie. Lo que sí seguía, y siguió hasta el mismo momento en que empecé a escribir esto ya despierto, fue la sensación de que a partir de las hormigas mecánicas, todo lo demás parecía una impostura, una farsa, una simulación, un engaño que continuaba terminado el sueño; la apariencia de normalidad se veía interrumpida por pequeñas diferencias.

Opté por creer que dejé la paranoia en el sueño. Decidí creer que ese reloj de pared que tengo frente a mí es igual al reloj de pared que estaba allí mismo en esa misma pared, antes de dormir la siesta. El ventilador es el mismo, la ventana donde está posado ese mosquito es la de siempre y el mosquito no tiene nada de anormal.
Decidí, ya que estaba con supersticiones favorables a mi cordura, creer que yo era el mismo que había sido antes del sueño.
Sobre vos, que estás sentado en mi sillón, no me pronuncio. Te creía muerto.