lunes, 25 de julio de 2016

Arraigo



Un amigo escritor me dijo hace un tiempo que admiraba el arraigo que tengo por mi barrio. Me refiero a Peñarol, para quien me lee por primera vez y nunca habló conmigo en persona. Lo que me dijo este amigo me dejó pensando.

 Quería escribir sobre eso, sobre el arraigo a un lugar, o más bien, a este lugar; no supe cómo empezar. En cambio, mientras pensaba, se me coló un recuerdo. Este tipo de irrupción de recuerdos que parecen olvidados no es ni novedoso ni exclusivo, pero el efecto que provoca tiene algo singular; es esa sensación individual de satisfacción: algo que ya no estaba, vuelve a estar. Ganarle un rato a la muerte.

Nunca había visto a mi abuelo llorar. Nunca había visto que a mi abuelo se le llenaran los ojos de lágrimas ni siquiera.

Conviene al relato creer que ocurrió sobre sus últimos días de vida, pero bien pudo haber pasado en el último año, o tal vez en los últimos dos. Estábamos en la cocina de mi casa. La tele estaba prendida pero todos la ignorábamos. Mi hermana comía, yo hablaba y mi abuelo se mantenía en silencio. Mi abuelo, que ya estaba un poco senil, a veces miraba pero no siempre procesaba lo que los demás decían. Creo que en aquel momento sentí que no le estaba hablando a nadie. No recuerdo ni importa de qué hablaba yo; solamente basta decir que en algún momento nombré al pasar la estación de trenes de Peñarol. Sus ojos tuvieron el mismo brillo de años antes, el brillo que sus ojos tenían antes de decir un chiste. Los ojos se le volvieron de un color negro brilloso. Lo miré pero seguí hablando. De la nada, me interrumpió: –nosotros nos subíamos al tren en marcha, cuando salía para Tacuarembó; el capataz nos decía de todo, pero siempre era a las corridas. Yo era livianito, siempre llegaba a treparme enseguida, pero me acuerdo que…- y se frenó. Hubo un silencio y vi sus ojos. Desde “al tren en marcha” se le habían llenado de lágrimas. Quiso decir una palabra más que no puedo recordar; no pudo. Se quebró. No pudo seguir hablando. Nos quedamos callados.

 Siempre tuve la curiosidad de saber la relación de esa emoción inaudita en él y el tren. Claro, sabía lo obvio para cualquier abuelo del barrio Peñarol: había trabajado en el ferrocarril. Pero tenía que haber algo más. La muerte de seres queridos, el miedo, los goles en la hora, los nacimientos; nada de eso lo había hecho llorar. Un recuerdo fuera de contexto, de pronto, hizo lo que ni mi abuela, ni Spencer, ni Joya pudieron. Nunca lo pude averiguar.

 Lo que sí pude hacer fue descubrir que lo que mi amigo escritor llama arraigo no es otra cosa que mis ojos llenos de lágrimas pensando en mi abuelo recordando con sus ojos llenos de lágrimas. 


 Hay un cartel en la estación de trenes de Peñarol que indica que está ubicada a 35,59 metros por sobre el cero del puerto de Montevideo. Nada dice de la distancia que la separa del olvido. Será que no les entraban tantos números. 

lunes, 11 de julio de 2016

Aserrín y Platón


Aserrín. Hace dos noches que vengo soñando con aserrín. A veces durante el día, cuando estoy despierto, irrumpe también la imagen del aserrín.
Ahora, de grande, me di cuenta que no sé de qué color es. O de qué color era. Porque sueño con un aserrín en particular, uno de un momento en particular. Mi daltonismo es leve y traicionero: recién ahora me doy cuenta que no sé si el aserrín es blanco, amarillo o de otro color que ni siquiera puedo imaginar.

Dediqué los últimos dos días a pensar en el aserrín. A mirar la imagen. A evocarla. A observar en detalle.

Hay en la imagen aserrín desparramado en el piso del galpón de la casa de mis padres; estoy yo, con mis ojos de hoy, de hombre,  en los tiempos de niño; está mi padre, agachado, con unos lentes de plástico que me dan gracia, con una sierra. Es aserrín lo que hay en la imagen, todo desparramado, pero también es sonido: el chillido agudo de la sierra cortando un pedazo de madera. Está mi padre intentado que yo aprenda los rudimentos de carpintería, o al menos está intentando entretenerme con lo que hace.
Recuerdo con curiosidad, con una curiosidad que no tenía en ese momento. Es una curiosidad nostálgica pero a la vez nueva para mí. Es indagar en una imagen que creía olvidada.

Mi padre luego está de pie. Hay una madera larga y fina en el piso con dos marcas de lápiz que la atraviesan  de forma perpendicular, a unos diez centímetros de cada extremo. La imagen se vuelve más intensa cuando veo el lápiz amarillo y negro de trazo grueso y fuerte. No tenía ninguno de esos en la cartuchera de la escuela. Me acuerdo que me gustaban pero nunca los agarré. Era asquerosamente honesto de niño: ni se me ocurrió robarle uno y llevarlo a la escuela. Si lo hubiese hecho, ahora  podría  tal vez examinar la imagen con mayor profundidad.

Mi padre usaba la sierra con una seguridad y firmeza que me sorprendía ya cuando era niño; fue de las primeras veces que me sentí ajeno incluso a lo cercano: mis manos en aquella época ya temblaban, si bien no tanto como ahora; me di cuenta que jamás podría hacer eso. Me di cuenta que yo no era mi padre. Luego de cortar y aflojar un poco la madera le puso el pie encima y uno de los extremos de la madera cayó. Hubo silencio.

En la imagen veía algo que es una constante hasta el día de hoy: estaba pensando en otra cosa mientras debía estar prestando atención a lo que estaba pasando en La Realidad. Mi padre me decía que pusiera el pie y lo mantuviera con fuerza –me mostraba cómo hacerlo- para sostener el extremo de la madera que faltaba cortar, el que estaba de mi lado. Tenía la misma marca de lápiz de trazo grueso. Ahora, visto desde quien soy hoy, me doy cuenta que mi padre podía hacer eso por sí solo y que quería nada más que integrarme a su vida, a su trabajo; mi pie estaba ahí, puesto como quien pisa sin convicción, como quien está pero no está del todo. El aserrín, de fondo, y el olor a domingo de mañana poco a poco tomaron la imagen; era como una inundación.  

Las inundaciones me dan miedo, incluso las que no son de agua, como las inundaciones de imágenes. Es que la sensación es la misma: eso que viene, eso que inunda, pasa y se lleva todo. 
Recordar es asumir que lo recordado ya no está. Es asumirse mortal. Pero sobre todo es, increíblemente, llegar  desde el aserrín a lo que dicen que dijo Platón:

“Lo que fue, fue y nunca será de nuevo”.