lunes, 5 de diciembre de 2016

La guillotina


Estábamos en una habitación mal iluminada, sin ventanas, con paredes de un color azul oscuro que la volvía más sombría.

 Parecía haber una sola salida, del tamaño de una puerta. En el espacio en el que debería estar la puerta había en cambio una guillotina; la parte filosa estaba arriba, con manchas rojas que era difícil no asociar con sangre seca; estaba lista como para ser usada. La mala iluminación no era solo propiedad de la habitación en la que estábamos: al otro lado de la guillotina no podía verse nada; estaba claro que había otra pieza, pero no se podía ver. La oscuridad ahí era total.

Ninguno de nosotros sabía por qué estaba ahí, ni cómo había llegado. La manera de salir parecía bastante evidente, pero la guillotina dividió las opiniones y, consciente o inconscientemente, postergó la salida.

 Algunas personas se adelantaron a algunos problemas si bien aún no los estaban experimentando: no teníamos comida, ni bebida. Tampoco –esto lo pensé pero no lo dije- un lugar privado donde hacer nuestras necesidades fisiológicas, un tema para nada menor. 

Mi postura era más bien contemplativa: no hablaba sino que oía y miraba.

 Hubo algunas especulaciones. La primera tuvo varios adeptos. La idea era que en la habitación de al lado había comida y bebida; también posiblemente fósforos y otras cosas que saciaran nuestras necesidades. Otras personas objetaron que en la pieza de al lado no tenía por qué haber cosas que necesitáramos sino que podría haber cualquier otra cosa. Básicamente decían que los del primer grupo estaban proyectando deseos y que no porque se quiera algo ese algo tiene que suceder. Los del primer grupo objetaban que si eso fuera así, ¿por qué habría una guillotina? ¿Qué está protegiendo? Esta discusión entre los que creían que en la pieza de al lado había cosas útiles –o, al menos, valiosas-  y los que creían que no necesariamente las habría, sirvió para no actuar sino nada más para pensar qué habría en la otra pieza. Yo miraba con atención. De pronto un muchacho que se había mantenido callado al igual que este cronista, dijo algo que vino a agitar las aguas de los dos grupos que describí antes: ¿y por qué tendría que haber algo? ¿Qué evidencia tenemos que haya algo, sea este algo útil o no?

En ese momento los que creían que había algo útil y los que creían que había algo, pero no necesariamente útil, se pusieron del mismo bando a discutir con quien creía que no había nada. Otro intentó mediar, diciendo que la única manera de resolver el dilema –y pensé yo, todos los demás- era traspasar la guillotina y mirar.

 En ese momento surgió otra ramificación de opiniones y discusiones: ¿la guillotina funciona? La mayoría de las personas decían que no, pero nadie se atrevió a hacer la prueba y meter la cabeza. Obviamente se acercaron, ya desde el principio habían gritado y probado a tirar alguna cosa hacia el otro lado, no para hacer funcionar la guillotina sino para ver si había alguien más que respondiera a nuestros llamados.

 Ocurrió entonces una cosa inesperada, al menos para mí, que me dedicaba a escuchar lo que decían y no tanto a mirar: entre la montonera de gente, había un niño que jugaba con una especie de perro, con pelo blanco enrulado y cara de chancho. Lo tenía en una caja como si fuera un cachorro, pero tenía cara de perro chancho adulto. Hubo una discusión grande cuando se propuso la idea de hacer pasar el perro por debajo de la guillotina para comprobar quién tenía razón, si quienes decían que la guillotina funcionaba o quienes decían que no, que estaba en desuso.

Lo inevitable sucedió: los especistas Homo Sapiens Sapiens decidieron probar con el perro y no con una persona. Empujaron al perro chancho hacia la guillotina, a pesar de algunas tímidas protestas, y pasó olímpico sin que la guillotina se activara. Esto produjo otro quiebre en las opiniones. En un principio se tomó como una prueba irrefutable de que la guillotina no funcionaba y que se podía pasar. De hecho una persona pareció pararse y caminar hacia allí, como decidido a pasar de una vez por todas; sin embargo una voz que obtuvo mucho apoyo dijo algo no del todo insensato: la guillotina no funciona sola, a la guillotina se la maneja. Podría ser un mecanismo automático, protestó uno, pero la duda triunfó por sobre la confianza: ¿y qué pasa si quien activa la guillotina sabiendo que se trataba de un perro chancho no la activó para hacernos caer en su trampa? Hubo mucho rato de silencio y nadie se animó a pasar a la otra pieza, por debajo de la guillotina.
Lo que sí se hizo en un principio fue intentar llamar al perro chancho. Porque una vez que cruzó hacia “la otra pieza”, como le llamábamos, no dio señales de vida. Algunos decían que la otra pieza era demasiado grande y que el perro chancho no volvía a los llamados nuestros porque no los oía. Otros decían que se había quedado comiendo la comida que estaba ahí para nosotros. Otros decían que tal vez había una pieza similar a la nuestra con otra puerta-guillotina adelante y el perro chancho había seguido el mismo camino hacia otras piezas sucesivas  y, concordando con los primeros, decían que no oía nuestros gritos. Yo pensaba que tal vez, por tratarse de un perro chancho, no estaba acostumbrado a acudir al llamado de nadie, pero no lo dije.

 Finalmente alguien tomó coraje y se ofreció a pasar por debajo de la guillotina para ver si había otra pieza, si había cosas en ella o si no había y resolver de una vez empíricamente el problema. Siempre hay alguien con coraje y tendencias suicidas. Tal como lo había previsto, era hombre.

Ni siquiera completó un paso hacia el otro lado cuando la guillotina bajó silenciosa y le cortó al medio. Enseguida subió la hoja afilada y quedó colocada, con sangre chorreando aun, arriba. Los gritos de horror fueron más de los que esperaba y la sensación de miedo y fatalismo silenció todo reproche posible de quienes creían que la guillotina funcionaba. Terror mata orgullo. Ya no había discusiones teóricas.
A partir de ese momento la pieza quedó en un silencio triste, fatalista. No sé realmente si ya nadie se preguntaba por qué estaban en esa pieza y cómo hacer para salir, pero sí que nadie decía nada en voz alta.

Esbocé una sonrisa que de inmediato traté de contener cuando me di cuenta que la dinámica de este grupo de personas podría cambiar de nuevo, drásticamente, tan pronto descubrieran que era yo quien manejaba desde dentro de la pieza la guillotina.