Tal
vez sea una forma muy mezquina de decirlo
pero
no encuentro otra:
no
conozco nada en el mundo
que
me sea más útil que mis amigos.
Hablo
de esos a los que en segundos
les
descubro señales de borrachera,
de
nervios, de enojo, de tristeza;
hablo
de esos
que
han evitado decir algunos nombres
que
me pondrían muy triste,
de
esos que fingen,
o
mejor aun,
que
han olvidado por completo
la
fecha de mi cumpleaños
y
me dejan tranquilo
en
esos días difíciles.
Son
esos, los de allá,
los
que se ríen libres
y
no me juzgan por reírme solo.
Esos
con
los que podría quedarme callado
durante
horas
sin
el menor reproche,
sin
la menor culpa,
sin
la menor incomodidad.
Esos
que me pasan el vino
cuando
más lo necesito,
y
los que me lo sacan
cuando
empiezo a hablar
del
traidor Urquiza
o
cuando estoy por llorar.
Esos
a los que más me parezco
y
que están ahí,
sin
entenderme del todo,
para
explicarme bien clarito
qué
es eso de la otredad.
Esos,
los que están más cerca,
los
que me hacen entender
que
siempre
estamos
solos con nosotros mismos,
y
que sin embargo
nunca
niegan una carcajada
al
unísono y desesperada.
Esos.
Dolina
dice que en el barrio
para
armar un cuadro de fútbol
uno
terminaba siempre
eligiendo
a sus amigos,
sin
importar mucho cómo jugaban,
ni
si iban a ganar.
Porque
para perder,
mejor
perder con amigos,
y
ni te cuento para ganar.
Que
me disculpen
Zidane,
Riquelme,
Iniesta,
Messi;
yo
ya tengo equipo.