Esta es la tercera parte de las Anécdotas de un librero que ya no es. No es necesario pasar por las penurias de leer las dos partes anteriores. Ni siquiera hace falta leer esta tercera parte.
No lea.
Viva su vida. No la desperdicie acá.
No lea.
Viva su vida. No la desperdicie acá.
3
El local de
la librería tiene dos pisos. Es una casa vieja y amplia, con un segundo piso
igual de amplio. Hay pasillos, hay puertas, hay escritorios, oficinas; desde
casi todos esos lugares se puede observar al personal del piso de abajo. Desde
el piso de abajo, no se puede observar tanto lo que sucede arriba. Se oye. Eso
sí.
La dueña de
la librería, una especie de reina absolutista con demencia delirante y su
séquito de cortesanos que conformaban lo que llamaré “la directiva”, se
encontraban en el piso de arriba. Los empleados, en el de abajo. Observadores y
observados, digamos. Desde allí arriba surgían las
directivas comerciales, las propuestas de “día de”, los precios de los libros,
las clasificaciones de libros, la distribución de las estanterías y el extraño,
intenso y consistente empeño en no hacer visible cualquier libro que fuese de,
pareciera ser de, o remitiera a, poesía. Lo más extraño, de cualquier manera,
eran las órdenes contradictorias que recibíamos de las personas con autoridad
de la librería. Era, en cierta medida, gracioso. Naturalmente cada
incumplimiento de una indicación –que contradecía o entraba en conflicto con
otra, u otras indicaciones- era muy mal vista y a veces venía acompañada por
gestos, muecas y sonidos propios de comedias de Cris Morena de los años
noventa. Cada cumplimiento de una indicación era también reprochado, porque
entraba en conflicto con otra indicación contradictoria. Es decir: cada
cumplimiento de una indicación, era un incumplimiento de una indicación. Un
poco entreverado todo esto que dije. Bueno. Así era la cuestión.
Eran las
once de la mañana. Nuestro encargado dejó un rato de fingir que trabajaba para
fumar su cuarto cigarro en la vereda. Al pasar por las mesas de infantiles le
dijo a una de mis compañeras, Ausencia de compañía, que las dos
primeras mesas estaban desparejas; es decir: las dos de atrás estaban
sobrecargadas y las de adelante tenían espacios vacíos. Y eso quedaba mal. Mi
compañera arregló las dos mesas, emparejando un poco la cantidad de juguetes
que había en cada una.
Ah, ahora
que digo “juguetes”. En mi primera semana yo sistemáticamente le llamaba “juguetes”
a lo que en la librería llamaban “libros infantiles”. No lo hacía por estúpido
ni por desmemoriado: simplemente lo hacía por la costumbre de referir a las
cosas por su nombre como consecuencia de la observación de la realidad constatable. Un pedazo de cartón decorado con el diseño
de la película Cars, con un volante de plástico del tamaño de una pelota
saliendo de la tapa, con una bocina a pilas y dos palabras escritas debajo de
dibujitos de autos con ojitos y sonrisas no es un libro. Es un juguete. Los
libros tienen oraciones, no volantes de autos de plástico con bocina que salen de su tapa.
Después de la primera semana me acostumbré a llamarle “libros infantiles” a los
juguetes que, por otra parte, constituían algo así como el setenta por ciento
del espacio físico de la librería.
- ¿Quién
hizo este desastre? – preguntó uno de los mandamases, a quien llamaré Luigi, que
había bajado a hacer un poco más miserable la vida de los vendedores con
apreciaciones así de cariñosas.
Mi compañera lo miró. Ella había sido. Intentó
explicarle, pero él no le dio tiempo:
-Esto es una
librería. Te voy a explicar un poco porque parece que no sabés. No se puede
dejar las dos mesas de adelante tan sobre cargadas porque en cierta forma tapa
las mesas que están atrás. Además, si cargas con muchos libros infantiles la mesa,
cuando viene alguien a buscar algo, al final no lleva nada, porque tiene que
estar revolviendo entre todos los libros y al final parece que esto es una
feria. Y no es una feria.
-Lo que pasa
es que el encarga…
-Lo que pasa
es que no escuchás la voz de la experiencia. Tengo varios años en esto, y
creeme que aprendí mucho. Por favor, espero que cuando vuelva esto esté
arreglado.
Y luego, mientras
mi compañera empezaba a sacar algunos libros de las dos mesas de adelante,
vuelve el encargado y ve que hay algunos espacios vacíos todavía y me dice si
no me animo a ayudar a mi compañera porque parece que no entiende que hay que
poner un poco más de “volumen” en las mesas porque son las primeras que los
clientes ven, y sino no terminan comprando nada. Que la ayude para ir más
rápido. Y entonces mientras mi compañera
desmonta una mesa yo la vuelvo a cargar, hasta que se da cuenta y nos reímos.
-¡No, no,
no, no! ¡Cómo van a estar ustedes dos haciendo lo mismo cuando hay otras tareas
que pueden hacer! ¡Y a las risas! ¡Esto es una librería! – exclamaba la dueña,
que acababa de entrar y subía rápidamente las escaleras hacia su oficina
meneando la cabeza, acongojada por la estupidez de sus empleados y seguramente
también por la decadencia moral de occidente entero.
Diez minutos
después, el encargado me avisa que la dueña quiere hablar conmigo, en su
oficina. Voy, un poco temeroso.
-Tomá
asiento, por favor, Damián- me dijo la dueña.
-Darío.
-Sí, perdón,
Danilo. Mirá Danilo, yo te quiero felicitar porque veo que desde que entraste
estás teniendo un comportamiento ejemplar. Sos muy tranquilo y creo que vas con
el perfil de la librería. Me gustaría que extiendas esta felicitación a tu
compañera, porque creo que ella, vos y la otra muchacha, hacen un equipo
estupendo. Espero que sigan por ese
camino, Diego. Ahora te dejo ir porque de seguro tenés muchas cosas para hacer.
Al rato,
desde abajo se escucharon los gritos de la dueña en una reunión que tenían con
el encargado y otros dos cortesanos en el piso de arriba:
-¡No, no,
no, no! ¡Esto es una vergüenza! ¡Una ver-güen-za! ¡No podemos seguir
contratando gente así! ¡No saben cómo comportarse en una librería! ¡Esto es una
librería! ¡No pueden andar a las risas y a los gritos!
Luego, a un
volumen naturalmente más bajo, se escuchaba el coro de “sí, sí, sí, sí,
totalmente, cómo puede ser, tenemos que hacer algo, sí, sí, sí, no se preocupe,
no se preocupe, ya mismo hablamos con ellos”
Y mientras
tanto, nosotros cargando de aquí para allá con un “libro” con dinosaurios 3d, un
almohadón de Disney y un xilofón de Mickey Mouse intentando que bajo ningún
concepto nuestro trabajo tuviera sentido. A excepción del sentido final, que
era el de impedir que los clientes tuvieran acceso a un libro que estuviera
bueno. O que al menos fuera un libro.