A la Muerte, a Correa y a Pina.
No tenía interés en abrir el baúl.
Sabía que el baúl estaba en el sótano, pero no me interesaba abrirlo. De hecho, hacía años que no bajaba al sótano. Sin embargo, ahí estaba: había corrido el sillón que el abuelo puso hace años encima de la puerta trampa que daba entrada al sótano, para disimular. Levantar la tapa fue relativamente fácil. Ahí estaba yo, bajando las escaleras. Me daba un poco de miedo, pero había decidido no prender la luz en el primer tramo; eso a lo que el abuelo Rúben llamaba “el entrepiso” del sótano. La madera de los escalones no crujía como yo esperaba; eso me decepcionó. Tantos años sin que nadie bajara y la escalera no tenía ni siquiera la deferencia de agradecer, quejándose.
Sabía que el baúl estaba en el sótano, pero no me interesaba abrirlo. De hecho, hacía años que no bajaba al sótano. Sin embargo, ahí estaba: había corrido el sillón que el abuelo puso hace años encima de la puerta trampa que daba entrada al sótano, para disimular. Levantar la tapa fue relativamente fácil. Ahí estaba yo, bajando las escaleras. Me daba un poco de miedo, pero había decidido no prender la luz en el primer tramo; eso a lo que el abuelo Rúben llamaba “el entrepiso” del sótano. La madera de los escalones no crujía como yo esperaba; eso me decepcionó. Tantos años sin que nadie bajara y la escalera no tenía ni siquiera la deferencia de agradecer, quejándose.
Me pareció escuchar ruidos de ratas.
Pensé que sería lógico, porque el abuelo guardaba ahí abajo todos los diarios
viejos y todas las cosas inútiles de madera que compraba en la feria. Las ratas
me daban miedo, como a cualquiera, pero decidí no prender la luz. Quería saber
cómo se sentía el ruido de ratas, a oscuras. En todo caso tenía el celular para
alumbrar, si sentía que se me venían encima. Estarían en su derecho: tantos
años viviendo ahí les habría dado un sentido de propiedad que yo estaba
invadiendo. Vaya uno a explicarle a una rata la jurisdicción con respecto a los
sótanos de las casas de los antepasados.
Casi me caí. No tuve más remedio que
alumbrar con el celular hasta bajar dos escalones más y encontrar el
interruptor de la luz. Funcionaba a la perfección. Se iluminó el sótano. Era
más chico de lo que recordaba, cosa normal siendo que la última vez que entré
era un niño. No había ratas. Al menos no a la vista. Seguramente estaban
escondidas. Dejé de oírlas una vez iluminado el lugar. No había ratas a la
vista, pero había polvo. Empecé a toser. Me tomó unos minutos poder respirar
con normalidad. Sonreí. Era interesante escuchar el ruido de ratas con las
luces apagadas y al iluminar dejar de escucharlo, del mismo modo que era
interesante empezar a toser cuando veía las partículas de polvo al iluminar y
no antes, cuando también estaban ahí.
Caminé hasta el baúl. No me detuve en
mirar los maniquíes con caras de animales que el abuelo tenía guardados ahí. De
chico me daban miedo. No quise averiguar si me lo seguían provocando; me bastó
mirar el primero de ellos para recordarlos de memoria. No miré con demasiado
detalle las pilas de diarios atadas con hilo, amontonadas. Los muebles viejos y
los pedazos de sillas y mesas de madera tirados contra el rincón opuesto a la
entrada no llamaron mi atención. El baúl, sin embargo, sí. Estaba colocado
justo frente al espejo de pie que se había comprado la abuela. Me acerqué al
baúl marrón. Lo abrí con mucho cuidado, observé en detalle el proceso de la
tapa al abrirse y dejar ver el contenido. Me llamó la atención encontrar el
gorro del abuelo, su biblia tapa dura que tanto atesoraba, la remera de Pantera
de Ernesto, la caja con los dedos de los pies de la abuela, los cadáveres
trozados de mamá y del tío Pablo cubiertos por algo que supongo era yeso,
la caja con la colección de relojes pulsera del abuelo, cada uno puesto
en un brazo derecho diferente, salvo por los relojes verdes, que no recuerdo
bien porqué, siempre se los colocaba en el izquierdo. Encontré también el libro
de recetas. Ese sí lo agarré. Me trajo gratos recuerdos. A la abuela le
encantaba cocinar con ese libro. Se pavoneaba frente a sus amigas. Me hizo
sonreír. Sentí a las ratas. Ahí levanté la vista y vi el espejo que tenía
enfrente. Se reflejaba la cara del abuelo, detrás de mí, acercándose con el candelabro
en la mano. No me dolió el golpe, pero sentí la sensación calentita de la
sangre corriendo por la parte de atrás de mi cabeza. Perdí el equilibrio. Sentí
el golpe en seco de la tapa del baúl. Se quedó todo oscuro. Me acomodé, como
pude, entre lo que asumo eran los brazos y mi mamá. Siempre me cayó bien mi
abuelo. No sabía que aún estaba vivo. Sonreí: me acordé que tenía puesto mi
reloj pulsera en el brazo izquierdo. Me lo cambié de lugar como pude. Era
negro. Pensé que él sabría perdonarme si no era capaz de ajustarlo lo
suficiente con tanta oscuridad. Desee que valorara al menos mi intención. Yo
sabía que detestaba descuartizar familiares que llevan un reloj en el brazo
izquierdo. A menos que fueran verdes.
Me gustan tus cuentos tenebrosos eso te lo dije antes Este no fue la excepcion pero ademas queria agradecerte por pasarme musica que no conocia
ResponderEliminarMenudo nombre. Al principio admito que desconfie...
abrazo Darío!
Txus
Bien, bien, bien por todo lo que dijiste, Txus.
ResponderEliminarGracias :)
Salú
Ahora voy a escuchar la canción pero que sepas que tu cuento me dio miedo :O
ResponderEliminarSH
Ja, miedo miedoso del temor :O
ResponderEliminarSalú y gracias por leer (y escuchar) =)