Eran
las cuatro de la mañana. Ya era sábado. Caminaba por 18 de Julio y me encontré
con un hombre vestido de uniforme azul que lavaba la vereda con una manguera.
Todavía había gente caminando, pero muy poca. Contra el cordón había un camión
cisterna estacionado. Cuando llegué a donde estaba el hombre lo miré con más
atención. Vi su cara mirando al suelo, su mirada ausente. Tenía puestos unos
auriculares blancos. Me frené a unos metros porque justo él estaba tirando un
chorro de agua. Cuando me vio detenido me miró a los ojos; hizo ese gesto
mecánico que hacen los conductores de autos cuando están doblando en una calle
con semáforo en verde y te dejan pasar. Pasé. Buenas noches, le dije. Buenas
noches, me contestó. Por mi izquierda pasaban tres adolescentes borrachas caminando con la dificultad que se auto imponen
al usar zapatos con plataformas de diez
centímetros. Venían riéndose a los gritos, felices. Ahí fue cuando me di cuenta
que ese tipo hastiado, con la manguera y el uniforme, haciendo ese trabajo un
sábado a esa hora mientras los demás se divertían, me recordaba al personaje de
Bukowski –a Bukowski mismo- y sus anécdotas trabajando de cartero. Me dio ganas
de frenar y decirle al tipo que en una de esas, en el futuro, él va a ser un
mal escritor que influencie a varias generaciones de escritores.
Pero
no lo hice. Me dediqué a mirar el agua que se esparcía por entre las baldosas
luego de que el tipo siguiera lavando la vereda. El agua pasaba por mi costado
y por el espacio entre mis piernas. Avanzaba, lentamente, como marcándome el
camino a seguir hasta llegar a mi casa. El agua nunca alcanzó a las
adolescentes felices que ya caminaban más adelante. En ese momento me pareció
razonable que no las alcanzara. La felicidad, incluso la simbólica y
provisoria, no es para todos. La amargura del tipo que limpiaba y mi amargura empática,
tampoco. Hay muchos sábados de madrugada cada sábado de madrugada.