Anoche
soñé que no estaba soñando. Algo sensiblemente distinto a tener un sueño
verosímil o vívido.
Estaba
acostado en mi cama. Había algunas cosas diferentes a las de la vida de vigilia,
pero eran pocas. Me tomó tiempo reconocerlas una vez despierto. En el momento
todo parecía más o menos normal. Lo único raro era que la lámpara estaba un
poco más lejos y me obligaba casi a sentarme en la cama para alcanzarla. La
almohada era más alta y más dura, como una que tuve cuando era niño. Sentí el
olor a mi abuela cocinando buñuelos de lechuga. Sentí el olor de sus manos.
Tenía olor a carne picada cruda.
Quería
leer un libro y no lo encontraba. Acostado, tenía el lector de libros apoyado
en el pecho; al incorporarme cayó sobre mi falda y se entreveró con el
acolchado. Lo prendí, después de prender la luz. La luz estaba rara, por
cierto. Era como azul. Como una lámpara de adorno, no muy apropiada para la
lectura. Busqué y busqué en el listado de libros que tengo. Lamenté no haberlos
ordenado de alguna manera lógica. No estaba. Era Una mirada en la oscuridad de Philip K. Dick. Podría ser A Scanner Darkly, porque me constaba que
tenía la novela en los dos idiomas. Sin embargo, en la
lista, se me pasaban. “Será porque estoy medio dormido todavía”, pensé. Sentí
un ladrido ronco. En mi edificio no se puede tener mascotas. Además era un
ladrido ronco familiar: sonaba como al de mi perro en sus últimos días, cuando
ya faltaba mi abuelo y yo pensaba que esa era su forma de llorar. Tosí. Me reí
¿Será que toser es mi forma de llorar como perro? Decidí no leer. Sentí calor.
Tiré el acolchado con bronca contra los pies de la cama y me quedé sentado,
apretando mi pecho contra las rodillas. Me puse a pensar. Tenía una sensación
de depresión que me iba tomando. Subía por la columna vertebral hasta que dio
toda la vuelta y llegó al pecho. Ahí se quedó. Y fue ahí que me di cuenta que
no estaba soñando. Lo sentí.
Sonó
el celular. El ruidito de un mensaje de Whatsapp que ignoré. Tuve sed. Me
levanté, abrí la heladera y me serví un vaso de té helado. Algo para aplacar el
calor. Prendí el ventilador, lo puse cerca de mi cara y me senté en el sillón.
Me tomé tres vasos de té y guardé la jarra en la heladera. Iba a prender la
computadora pero no lo hice. Mejor irse a dormir de nuevo que mañana hay que
madrugar. Me acosté.
Algo
confuso pasaba con un termómetro que yo buscaba aun acostado y sin ver, en una
mesa de luz marrón con portarretratos que iba tirando a cada manotazo. Sonó la
alarma del celular. Amanecí estornudando. Destapado. La lámpara estaba en el
lugar de siempre y la luz no era azul. Hacía frío. Después pude ver que no
había té en mi heladera y demás está decir que el libro que busqué en el sueño
estaba, en ambas versiones, en el lector de libros.
Desde que tomé el café de siempre a las apuradas antes de salir al trabajo, lo único que he hecho es mirar la realidad, mirar todo, como si estuviese viviendo el proceso inverso al de la noche anterior: soñé que no estaba soñando; bueno, ahora, pretendo percibir todo como si estuviera despierto pero sin estarlo. Busco afanosamente diferencias entre lo que veo y lo que debería ver.
Y, he aquí lo interesante, las estoy encontrando.
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