A
Laura la sorprendieron mirando la foto de Alejandro, una vez más. Fue en
distintos momentos; primero fue su hermana, luego su marido, luego su cuñado;
incluso su sobrino la vio con los ojos llenos de lágrimas, moviendo mecánicamente
el vasito donde le ponía los jazmines blancos cada semana, al costado del
retrato, sobre el aparador.
Durante los primeros dos años, esa conducta fue vista como algo normal, incluso
ellos mismos lo hacían a veces: es que no es sencillo aceptar la muerte de un
niño. Ningún padre y ninguna madre esperan
tener que sepultar a su propio hijo. Pero durante el último año, éste, el
tercero desde la muerte de Alejandro, las cosas han cambiado. Tal vez no las
cosas: ha cambiado la percepción que los demás tienen de la situación. Todos,
menos Laura. Lo que antes era normal, el llanto, el abandono de cuestiones
secundarias como comer correctamente, dormir por las noches, visitar amigos y
familiares lejanos, ahora pasaba a ser patológico. Pero aun era algo que manejaban
en conversaciones cuidadosas, clandestinas, ajenas a Laura; ni Gonzalo, su
marido, ni su hermana, ni su cuñado, se animaban a decirle nada a ella,
directamente.
Hasta
pasados dos días del aniversario de la muerte de Alejandro.
Valeria,
su hermana, había introducido una idea en las conversaciones, consiguiendo un
primer aliado en su marido, y convenciendo finalmente a Gonzalo: la mejor
manera de que Laura superara la muerte de su hijo, la única manera que veían
para que ella pudiera seguir adelante con su vida, era concibiendo otro hijo.
En un principio, a Gonzalo la idea le resultó ofensiva. Luego, paulatinamente,
en sucesivas charlas, en constantes intentos de persuasión de Valeria y en
especial de su marido, entre copa y copa, terminó pensando en que no era una
idea del todo descabellada.
Es
que en definitiva, él lo había podido superar, de algún modo. Obviamente que lo
extrañaba al nene, le asqueaba la idea de que alguien sugiriera que no sufría
por la muerte de su propio hijo, pero, como decía a menudo Valeria con aire de
verdad absoluta: hay que ponerle un
límite al dolor, sino, te termina
destruyendo. Gonzalo consideró que era el momento de poner límite al dolor
de Laura.
Gonzalo
fue quien más postergó el momento de proponerle la idea a Laura. Obviamente iba
a ser él quién se lo dijera, por más que no había sido su idea.
Pasaron
dos días después del exacto aniversario de la muerte de Alejandro. Esa noche,
mientras se acostaban a dormir, Gonzalo agarró a Laura del brazo, mientras ella
se estaba tapando con la manta, sentada en la cama, y le soltó de golpe: tenemos que tener un hijo; es la única forma
de que podamos dejar atrás lo de Alejandro. Tenemos que seguir adelante.
Las palabras a Gonzalo le sonaron patéticas, de telenovela; no se sintió a la
altura de lo que estaba diciendo; lo superó la profundidad de la propuesta;
Laura quedó petrificada: primero sintió espanto, luego repugnancia, odio hacia
su marido, y luego, en una ráfaga de asociaciones frenéticas encontró la mente
de su hermana en alguna parte de esa propuesta. Los ojos se le llenaron de
lágrimas. Sus puños apretaron la manta y la sábana, pero no dijo nada. Gonzalo
la miró, suplicante. Él necesitaba algo, una palabra, una reacción diferente.
Ella no supo hablar. Esa noche, por primera vez desde que dormían juntos, lo
hicieron como dos extraños. Esa noche, esas dos personas, no se conocían.
A
la mañana siguiente hablaron del tema y Laura apenas si pudo decir con palabras
que no quería tener otro hijo para olvidarse de Alejandro. Que no, que no para olvidarse, para seguir adelante con él en la
memoria, porque hay que seguir insistía Gonzalo, en vano. No desayunaron
juntos. Pero acordaron hablar mejor luego, cuando los ánimos se hubiesen
calmado.
Pasaron
los días. Las semanas. Ante la negativa, Gonzalo estuvo a punto de ceder, de
darse por vencido, pero Valeria y su marido le insistían, que es por la cercanía del aniversario, que ya vas a ver que después se
le pasa, que después va a entrar en razón, vas a ver. Gonzalo cobraba algo
de fuerza para volver a insistir.
Pero
nada.
Un
día fue Valeria la que en el living le preguntó, como si recién se le hubiese
ocurrido, si no le parecía una buena idea tener otro hijo para darle todo ese amor que no podía darle al recuerdo de Alejandro.
Laura, que encontró en el tono fingidamente espontáneo una ofensa aun mayor,
explotó. La insultó como nunca antes. Le dijo cosas de las que en otro contexto
se hubiese arrepentido en cuestión de segundos; Valeria no fue bienvenida hasta
una semana después en la casa. Gonzalo tuvo que trabajar mucho para convencer a
Laura de que no podía alejar así a la familia.
Cada
tanto Gonzalo le insistía sobre el tema,
sobre si había reconsiderado el tema.
Laura, cada vez más dura, cada vez más fría, se mantenía firme. Y se aferraba
más al retrato de Alejandro. No sé si al recuerdo de Alejandro. Sí al retrato.
A esa foto. A ese día. A esa sonrisa. El mundo se le volvía más chiquitito,
tanto, que apenas si era del tamaño de la sonrisa de su hijo aquella tarde en
el Parque Rodó.
Mientras
tanto, las reuniones clandestinas continuaban. Valeria insistió, Rodrigo trató
de hablar con Laura, con resultado similar al de los demás. Un día, y eso a
Laura le pareció realmente muy bajo, Ezequiel se le acercó, con su pelota bajo
el brazo, y le preguntó ¿por qué odiás a
los niños, tía Laura? Ella lo miró, y le dijo que no, que no los odiaba,
que porqué le preguntaba eso. El niño la miró con honesta sorpresa:¿y entonces por qué no querés tener otro
hijo?
Esa
noche Laura lloró de odio.
Durante
las reuniones Valeria le comentó a Gonzalo, al pasar, que a veces los embarazos son accidentales, lo que produjo una
explosión de sensaciones en la cabeza del muchacho. Se horrorizó sí, pero, ¿y qué hay de los resultados? ¿Tanto creo yo
en que esto es para el bien de Laura?
Las
cosas entre ellos habían empezado a mejorar. O al menos no habían empeorado
desde la proposición de tener otro hijo en adelante. Pero los intentos por
tener sexo más a menudo de Gonzalo superaban lo que Laura entendía como normal
para las necesidades biológicas de su marido y de ella. Un día, en un descuido,
Laura los escuchó conversando a su hermana, su cuñado y su marido y descubrió
el plan. Y descubrió que detrás de todo estaba su hermana. Después de ese
momento, cada vez que iban a la cama, cada vez que incluso estaban en la misma
habitación, Laura sentía que ese hombre no era su esposo, que ese no era
Gonzalo: le daba asco ese tipo, y por sobre todas las cosas, la enfurecía la
idea de que su hermana estuviera pendiente de si cogían o no, de si se cuidaban
o no; Laura decidió quitar la foto de Alejandro del aparador que estaba frente
a la cama y la puso en su mesa de luz, mirando hacia adelante: no quería que
ese hombre contaminara la sonrisa de su hijo.
Dos
días después, sin decirle nada a nadie, Laura tomó sus cosas y se fue. Nunca
más la vieron. No supieron más nada de ella.
Laura
estaba convencida de que se iba para poder continuar su vida en paz. Yo creo
que se fue, para no continuar.
Los muchachos, cada tanto, cuando nos emborrachamos y la recordamos, levantamos
una copa en honor a su heroísmo.