viernes, 28 de agosto de 2015

Los cien días de Napoleón


El regreso no existe,
ya sé,
pero la tentación era mucha.
Creo que eso me justifica.

Cuando después de tanto tiempo
 te volví a ver
me quedé con la mirada fija  en tus ojos,
y los vi tristes, apagados,
dolidos. 
Eras otra.

Eso duró menos de un segundo.

Después vino tu sonrisa,
claro,
y tu sonrisa tapa todo.
Tu sonrisa da vida. Y yo necesitaba.

Me iluminaste,
pero del pecho para adentro,
que es el mejor lugar
que me podías iluminar;
había tantas luces, tantos colores,
que todos los demás
caminaban a tientas,
enceguecidos.

Pero se me fueron los días volando.

No pude volver a Francia
a terminar
lo que habíamos dejado pendiente.

Se me fueron los días y no hubo vuelta.

Anoche eras una sombra.
No sé qué pasó,
pero eras una sombra
de aquella que fuiste antes.

Y ahí se me oscureció todo,
del pecho para adentro.

Sabía que la oscuridad
daba miedo;
no sabía que además dolía.

A lo mejor da miedo porque duele.

No sé.

Hoy me desperté
y me miré al espejo:
tenía  tus ojos tristes
y no tenía sonrisa.
Me estuve mirando un rato,
en detalle.

Y ahí decidí quedármelos:

a lo mejor así,
la tristeza de los ojos,
se te va,
para siempre.

Permitime al menos,
conservar mi sombrero,
mi uniforme,
tus ojos tristes
y mi ingenuidad.