jueves, 30 de julio de 2020

La Pelusa



Si bien no es mi único recuerdo de ella, es el más intenso. Todos los demás recuerdos (sus ladridos roncos en los últimos días, el hecho de que llegara al mundo antes que yo y el sospechoso olvido tibiamente revivido por anécdotas de mis familiares sobre cómo murió y qué hicieron con su cuerpo) tienen unos intermediarios aun menos confiables que mi memoria.

Era de noche. Evocando el momento siento el aroma de unos buñuelos de lechuga fritos que es difícil no asociar con mi abuela, por más que bien pudo haberlos hecho mi madre o mi padre. Estaba en el galpón, donde en aquel momento había una garrafita y una pequeña plancha donde cocinaban fritos para que no quedara el olor dentro de la cocina. En ese mismo galpón había más cosas. Las herramientas de mi padre y, esta es la razón de mi presencia en ese lugar, mi bicicleta bmx amarilla que me había comprado/armado, mi padre. En ese momento no recuerdo bien qué estaba haciendo ahí, pero probablemente tratándose de esa hora debía estar huyendo del informativo o la comedia brasilera que miraba mi familia o, más probablemente aun, admirando en silencio la bicicleta; sabía que no podía usarla, al menos no hasta el día siguiente después de la escuela.
Recuerdo que estaba inspeccionando las ruedas, que tenían unos pinchitos que me resultaban interesantes y graciosos. Los cables de los frenos también despertaban mi interés: formaban curvas caprichosas debajo del manillar y parecía que por dentro comunicaran cosas o transportaran algo. Los pensaba como largos neurotransmisores (no usaba esa palabra) que comunicaban algo que no tenía claro qué era, de un lugar a otro; es decir, por ejemplo, desde las ruedas al manillar, por razones que tampoco conocía.

Sería muy digno generar la idea de que esos pensamientos tan complejos en la mente de un niño tan chiquito pudieron ser la causa de lo que ocurrió después, pero lo cierto es que si bien se puede ser digno y mentir, o mentir con dignidad, en este caso no conviene. No tengo clara la razón de mi distracción pero la sospecho insípida; lo que sí recuerdo con claridad es que de alguna manera me las ingenié para dejar caer la bicicleta completamente sobre mí de forma tal que uno de los frenos (creo recordar fue el izquierdo) se me metió en la boca y, además de recibir un golpe producto de la masa de la bicicleta cayendo con toda la furia gravitacional sobre mi cuerpo, la punta de la palanca de freno (metálica y curva) se dio contra mis encías haciendo que comenzaran a sangrar como consecuencia de un corte superficial. La caída fue inevitable pero no fue completa: detrás de mí, debajo de mí, con un movimiento rápido, la Pelusa colocó su lomo de forma que caí sobre ella y me mantuve semi parado, como un borracho que intenta mantener la vertical apoyando su coxis contra una pared. No recuerdo bien cómo llegó la alarma general sobredimensionada a mi madre y abuela; supongo habrá sido el ruido de la caída de la bicicleta porque no recuerdo haber gritado ni que la perra haya ladrado. Y la llegada de mi padre, menos melodramático pero más veloz, me indica que el ruido ha de haber sido lo suficientemente grave como paralizar a mi madre y abuela alarmadas y hacerlo llegar antes que las demás al galpón. El griterío se me hizo infernal por más que de seguro no lo fue tanto. Me parecía que el mundo pasaba muy rápido por mi costado mientras yo me preocupaba por dos cosas: la sangre abundante que salía de mi boca y que mis familiares torpemente intentaban parar y, en segunda instancia, por el gesto de la Pelusa. En mi mente de niño de escuela católica y familia cotidianamente supersticiosa la perra había demostrado lo buena que era y lo mucho que me quería. Porque naturalmente los animales tenían un estricto discernimiento del bien y del mal y además, lo que le da énfasis a la humanización supersticiosa: optaba por el bien. Había impedido que me cayera al piso y me “desnucara” (como acotaba mi abuelo, mientras me seguían sacando sangre de la boca, ya en el baño). Me resulta enternecedor haber recordado también que para mí en ese momento fue una demostración sorprendente de la Pelusa, porque en el fondo yo siempre creí (basado en la misma superstición de dar valores éticos a las conductas animales) que yo no le caía bien. Y tenía sentido. No porque fuera un mal niño, sino porque había llegado después que ella. Yo era el intruso.
Ahora que recuerdo todo esto es posible que mi hermana fuera muy pequeña pero ya fuera mi hermana. Es posible, quiero decir, que esté proyectando en la perra lo que yo sentía sobre la nueva intrusa que quería robarme la atención de mis padres. La Pelusa me estaba mostrando, en los hechos, una nueva forma de convivencia que lamentablemente rara vez puse en práctica hasta más o menos los veinticuatro años.

La sangre que sale de las encías es más rápida que La Razón.

jueves, 2 de julio de 2020

Necesitamos hacer una llamada




Mis padres habían salido, si no recuerdo mal, a un casamiento. Mis abuelos estaban cuidándome. Fue en algún momento a principios de la década de los noventa.  No era tarde, pero recuerdo que era de noche. Tal vez fuera invierno. Sonó el timbre de casa. Mi abuela sugirió de manera imperativa no abrir. Hacer como que no había nadie.
Se escucharon golpes en la puerta. Recuerdo una mirada de alarma que mis abuelos intercambiaron y que, para hacer las cosas peores, había sido originada por mi abuelo y no por mi abuela. En otras palabras: pasaba algo grave. O sospechaban que pasaba algo grave. No era exageración. Mi abuelo percibió el peligro primero. Mala señal.
Tal vez las luces estaban prendidas, o tal vez peor aún, en el afán de fingir que no había gente, las habían apagado, despertando la certeza del engaño en los golpeantes.
Volvieron a sonar golpes pero esta vez una voz que recuerdo segura pero también burocrática, como si se tratara de un trámite, sentenció: Policía. Necesitamos hacer una llamada y vemos que acá tienen teléfono. 
En aquel momento los cables del teléfono quedaban a la vista por una razón que no recuerdo; el teléfono en Peñarol era aún una novedad a la que accedimos todas las familias más o menos al mismo tiempo. Seguramente mi casa era la única que tenía la luz del frente prendida tan temprano, supongo que a la espera del regreso de mis padres.
Mi abuela me agarró del brazo y me llevó a la cocina. Cerró la puerta y me pidió que me mantuviera en silencio. Mi recuerdo es que agarró un cuchillo de la cocina, de los filosos y puntiagudos y lo apretó atrás de su cuerpo con ambas manos, como si los policías pudieran ver el cuchillo a través de las puertas de la entrada y de la cocina que nos separaban de ellos. Mi abuela miraba por el agujero de la cerradura y yo no tenía más remedio que mirar el cuchillo, la mano derecha firme y la izquierda temblorosa, y su miedo que cortaba el silencio enfáticamente sugerido por ella.
Mientras tanto mi abuelo dejaba entrar a los policías, que resultaron ser dos, según me contó luego. Hicieron una llamada. No recuerdo la conversación pero fue breve. Yo solamente veía el cuchillo en la mano de mi abuela, con el mango de madera enrollado por sus dedos y un miedo que no supe entender.
Los policías se fueron. Mi abuelo regresó. Mi abuela abrió la puerta de la cocina y preguntó: “¿trancaste?”; cuando escuchó que sí, recién ahí, me dejó salir.

Les pregunté por qué tenían miedo y mi abuela me dijo, desviando la mirada, que perfectamente podrían ser ladrones que se hacían pasar por policías. Mi abuelo me miró fijo, pero no me dijo nada. Al menos no con palabras.