Mis padres habían salido, si no recuerdo mal, a un
casamiento. Mis abuelos estaban cuidándome. Fue en algún momento a principios
de la década de los noventa. No era
tarde, pero recuerdo que era de noche. Tal vez fuera invierno. Sonó el timbre
de casa. Mi abuela sugirió de manera imperativa no abrir. Hacer como que no
había nadie.
Se escucharon golpes en la puerta. Recuerdo una mirada de
alarma que mis abuelos intercambiaron y que, para hacer las cosas peores, había
sido originada por mi abuelo y no por mi abuela. En otras palabras: pasaba algo
grave. O sospechaban que pasaba algo grave. No era exageración. Mi abuelo
percibió el peligro primero. Mala señal.
Tal vez las luces estaban prendidas, o tal vez peor aún,
en el afán de fingir que no había gente, las habían apagado, despertando la
certeza del engaño en los golpeantes.
Volvieron a sonar golpes pero esta vez una voz que
recuerdo segura pero también burocrática, como si se tratara de un trámite,
sentenció: Policía. Necesitamos hacer una llamada y vemos que acá tienen
teléfono.
En aquel momento los cables del teléfono quedaban a la
vista por una razón que no recuerdo; el teléfono en Peñarol era aún una novedad
a la que accedimos todas las familias más o menos al mismo tiempo. Seguramente
mi casa era la única que tenía la luz del frente prendida tan temprano, supongo
que a la espera del regreso de mis padres.
Mi abuela me agarró del brazo y me llevó a la cocina.
Cerró la puerta y me pidió que me mantuviera en silencio. Mi recuerdo es que
agarró un cuchillo de la cocina, de los filosos y puntiagudos y lo apretó atrás
de su cuerpo con ambas manos, como si los policías pudieran ver el cuchillo a
través de las puertas de la entrada y de la cocina que nos separaban de ellos.
Mi abuela miraba por el agujero de la cerradura y yo no tenía más remedio que
mirar el cuchillo, la mano derecha firme y la izquierda temblorosa, y su miedo
que cortaba el silencio enfáticamente sugerido por ella.
Mientras tanto mi abuelo dejaba entrar a los policías,
que resultaron ser dos, según me contó luego. Hicieron una llamada. No recuerdo
la conversación pero fue breve. Yo solamente veía el cuchillo en la mano de mi
abuela, con el mango de madera enrollado por sus dedos y un miedo que no supe
entender.
Los policías se fueron. Mi abuelo regresó. Mi abuela
abrió la puerta de la cocina y preguntó: “¿trancaste?”; cuando escuchó que sí,
recién ahí, me dejó salir.
Les pregunté por qué tenían miedo y mi abuela me dijo,
desviando la mirada, que perfectamente podrían ser ladrones que se hacían pasar
por policías. Mi abuelo me miró fijo, pero no me dijo nada. Al menos no con
palabras.
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