jueves, 2 de julio de 2020

Necesitamos hacer una llamada




Mis padres habían salido, si no recuerdo mal, a un casamiento. Mis abuelos estaban cuidándome. Fue en algún momento a principios de la década de los noventa.  No era tarde, pero recuerdo que era de noche. Tal vez fuera invierno. Sonó el timbre de casa. Mi abuela sugirió de manera imperativa no abrir. Hacer como que no había nadie.
Se escucharon golpes en la puerta. Recuerdo una mirada de alarma que mis abuelos intercambiaron y que, para hacer las cosas peores, había sido originada por mi abuelo y no por mi abuela. En otras palabras: pasaba algo grave. O sospechaban que pasaba algo grave. No era exageración. Mi abuelo percibió el peligro primero. Mala señal.
Tal vez las luces estaban prendidas, o tal vez peor aún, en el afán de fingir que no había gente, las habían apagado, despertando la certeza del engaño en los golpeantes.
Volvieron a sonar golpes pero esta vez una voz que recuerdo segura pero también burocrática, como si se tratara de un trámite, sentenció: Policía. Necesitamos hacer una llamada y vemos que acá tienen teléfono. 
En aquel momento los cables del teléfono quedaban a la vista por una razón que no recuerdo; el teléfono en Peñarol era aún una novedad a la que accedimos todas las familias más o menos al mismo tiempo. Seguramente mi casa era la única que tenía la luz del frente prendida tan temprano, supongo que a la espera del regreso de mis padres.
Mi abuela me agarró del brazo y me llevó a la cocina. Cerró la puerta y me pidió que me mantuviera en silencio. Mi recuerdo es que agarró un cuchillo de la cocina, de los filosos y puntiagudos y lo apretó atrás de su cuerpo con ambas manos, como si los policías pudieran ver el cuchillo a través de las puertas de la entrada y de la cocina que nos separaban de ellos. Mi abuela miraba por el agujero de la cerradura y yo no tenía más remedio que mirar el cuchillo, la mano derecha firme y la izquierda temblorosa, y su miedo que cortaba el silencio enfáticamente sugerido por ella.
Mientras tanto mi abuelo dejaba entrar a los policías, que resultaron ser dos, según me contó luego. Hicieron una llamada. No recuerdo la conversación pero fue breve. Yo solamente veía el cuchillo en la mano de mi abuela, con el mango de madera enrollado por sus dedos y un miedo que no supe entender.
Los policías se fueron. Mi abuelo regresó. Mi abuela abrió la puerta de la cocina y preguntó: “¿trancaste?”; cuando escuchó que sí, recién ahí, me dejó salir.

Les pregunté por qué tenían miedo y mi abuela me dijo, desviando la mirada, que perfectamente podrían ser ladrones que se hacían pasar por policías. Mi abuelo me miró fijo, pero no me dijo nada. Al menos no con palabras. 

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