martes, 31 de diciembre de 2013

Después se verá


Hay una tendencia que a mí se me hace indiscutible: tendemos a hacerle voluntariamente menos daño a las personas más cercanas a nuestro sentimiento que a aquellas que no lo están. Dicho de otro modo: no le hacemos esas cosas horribles que le hacemos a un desconocido a uno de nuestros amigos. Esto sucede en la mayoría abrumadora de la población. Intentamos no perjudicar a nuestra familia, a nuestros amigos, a las familias de nuestros amigos. Y en la mayoría de los casos, lo conseguimos.
Esta tendencia me hace notar que a los desconocidos, a aquellos fuera del círculo de nuestro amor, los tratamos a veces sin piedad, sin miramientos; sin siquiera pensar si está bien o mal lo que les hacemos. Sin medir consecuencias.
Esto me hace pensar entonces que los que no estamos muy conformes con cómo van las cosas, tendríamos que conseguir correr esa línea que delimita a los queridos de los desconocidos, logrando que les hagamos cosas desleales a menos personas y menos personas intenten perjudicarnos. Hacer la convivencia más agradable y más justa.

La militancia que propongo, según me doy cuenta ahora, se resume en: tener más amigos.
Ser amigo de más gente. Y que otra gente se haga amiga de más gente. Y tratar a la gente según su nueva condición.

Pongo mi espalda para que se me pegue un cartelote enorme de ingenuo anarquistamente idealista que piensa bobadas, pero yo voy a seguir esto que propongo aunque sea el único que lo haga.
Después se verá.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

No es contigo, es con tu raza.


El partido venía bastante bien. Quiero decir: nada hacía pensar que iba a terminar como terminó. Es cierto que jugaban en la misma cancha muchachos del barrio de Peñarol y muchachos de Sayago, pero uno tiende a creer que con la reiteración de esos partidos, con el paso de los años y un relativo conocimiento mutuo, las hostilidades se van suavizando. Por eso es que digo que el partido venía bastante bien.
Ubiquémonos: estábamos jugando en la cancha más grande del club Sayago. Es decir que, en cierta manera, éramos visitantes. Íbamos perdiendo por dos o tres goles, cuando hubo una jugada accidental como tantas otras, durante tantos años: mi amigo Ricardo chocó con un muchacho del equipo rival, y el muchacho del equipo rival cobró “fau”. “Fauacá”, más precisamente. A Ricardo no le pareció bien eso, porque, al igual que a mí, le dio la impresión de que quien había hecho la falta era justamente el muchacho que la cobró. Pero en fin, esas cosas, a menos que sean muy alevosas, se dejan pasar. Ricardo agarró la pelota con la mano y se la alcanzó al muchacho para que sacara el tiro libre; la tiró, eso sí, hacia su cara, pero suave, como para hacerle entender que si bien no protestaba la falta, no le parecía que estuviera bien. Ocurrió, sin embargo, que el otro muchacho olvidó poner sus manos para atrapar la pelota y ésta le pegó en la cara. Suave, pero en la cara. El muchacho se enojó. El muchacho empujó a Ricardo. Una señal de alarma se encendió en mi cabeza. Antes ya han empujado así a Ricardo y el final no fue muy alentador. De cualquier manera, el partido siguió. Pero ya picado.
El muchacho del empujón jugaba con su hermano en el mismo equipo; ellos dos empezaron a hablarse en voz muy alta, diciendo cosas poco felices como “no te gastes con este, es negro”, en referencia al color de piel de Ricardo, que según llegué a enterarme, es negro.
En un cruce posterior, el hermano del muchacho del incidente inicial corría al lado de Ricardo y ante mi asombro le decía “no es contigo, es con tu raza”; yo movía la cabeza, de izquierda a derecha, pensando “qué mala idea que tuviste, che”, pero aun no me rendía. Yo me creía capaz de evitar lo que al final resultó inevitable. Entonces aproveché que Ricardo sacaba un lateral para acercarme a él y pedirle la pelota con la marca en mi espalda, y mirarlo con cara de “vamos a darles vuelta el partido y ya está”, a modo de evitar una pelea que, al menos yo, no quería ver. Me la dio. Se la di, me la devolvió, freno, pase cruzado, compañero que entra por el otro lado, gol. Descontamos.
 Uno de los muchachos continuó con la misma idea de decir cosas inconvenientes al cruzarse en la cancha con Ricardo: “yo tengo la esvástica tatuada acá” (y se golpeó el torso en la zona del corazón). Ricardo no le dijo nada.
Con Ricardo jugando mejor en lugar de responder y yo jugando mejor con la esperanza de que no se fuera todo al carajo contagiamos a los demás y terminamos ganando por uno, casi casi en la última jugada.
Fin del partido.
No hubo muchos saludos. Cada uno agarró sus cosas –abrigos, más que nada, porque era pleno invierno y era de noche- y salimos de la cancha. Nos sentamos en los banquitos a tomar un poco de agua y de pronto siento que Ricardo apoya su mochila y su abrigo en mi falda. Mala señal. “Teneme que voy a salir”. Mala señal.
-Ricar…
-Ya vengo- me interrumpió.
Empezó a caminar hacia fuera, pasando por el costado de los muchachos del problema. Unos pasos más adelante se dio media vuelta y les comentó que él iba a estar afuera, esperando que saliera el muchacho que tenía “la esvástica tatuada acá” (repitió el gesto) y luego agregó “o tu hermano, si también quiere venir”. Pésima señal. Pésima.

Yo agarré las cosas y salí. Ricardo estaba parado afuera, en la vereda, mirando hacia adentro. Le hablé, pero no me prestaba atención. Miraba por encima de mi hombro. Eventualmente los del otro equipo salieron. Algunos se despidieron y se fueron, otros se quedaron para tratar de que “quedara por esa”. Yo ya sabía que era inevitable.
Ricardo cruzó hacia la vereda de enfrente, donde está la estación de trenes de Sayago. Se paró en la vía, y luego de un rato de que sí, de que no, uno de los muchachos fue; luego fue el otro. El golero de mi equipo me miraba, y me dijo, divertido: “son dos contra uno, está desparejo, a ellos les va a faltar uno”. Estaba medio desparejo. Dos contra Ricardo. En mi mente me decidí: si llegan a quedar uno contra uno, ahí me meto y los separo. No da para que peleen en desigualdad de condiciones.

Fue todo rapidísimo. De a dos trataron de pegarle a Ricardo. La estrategia era casi obvia: uno lo tenía que agarrar por atrás y una vez inmovilizado, el otro le pegaba. Pero…No sucedió así. Ricardo alternó, con cierta despreocupación que me divirtió, una piña para cada uno, impidiendo de esa manera que básicamente se le acercaran.

“Pará pará”, dijo el muchacho de la “esvástica tatuada” al recibir la piña que más sonó. “Pará pará” dijo y se quedó quieto, sosteniéndose la cabeza, inclinado hacia delante. Fue una especie de “pido”. Ricardo entonces se dedicó a volarle de una piña uno de los lentes de contacto al otro y a agarrarlo por el cuello. Era hora de actuar, más que nada porque vi que por el lado izquierdo volvía corriendo uno de los del equipo de ellos que se había ido; si venía a sumarse a la pelea iba a tener que intervenir para que no fueran tres contra uno y si venía a separar, seguramente iba a necesitar mi ayuda para convencer a Ricardo. Entre los dos pudimos despegar a Ricardo del cuello del muchacho. Fin de la pelea. Ricardo y yo volvimos a cruzar y el golero de nuestro equipo ya le estaba entregando su abrigo y la mochila. Otro de nuestros compañeros sugirió no pasar por al lado de los muchachos para evitar que todo volviera a empezar. No hizo falta. Pasamos por al lado. Ricardo básicamente los ignoró. Se iba poniendo la campera, comentando que había refrescado.
Ha de ser la única vez en que me sentí bien después de un episodio de violencia. 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Universos paralelos

Desde chico me interesó la idea de los universos paralelos, no tanto por la posibilidad de que en un universo diferente haya otro yo, sino más bien por la esperanza de que existan otros lugares donde sucedan las cosas que aquí, por alguna razón, no sucedieron.
Me refiero a esta idea que seguramente alguien pensó antes que yo: los universos paralelos existen únicamente para que suceda lo que aquí no sucedió; es decir que si, por ejemplo, yo opté en una esquina por doblar a la izquierda, toda mi vida, toda las cosas que me hubiesen sucedido si doblaba a la derecha, no me van a suceder aquí, pero sí en un universo paralelo, creado, automáticamente, para cubrir las necesidades resultantes del nuevo escenario (doblar a la derecha). Y así con todas y cada una de las acciones que no se llevaron a cabo. Todas. Cada una de ellas crea un nuevo universo. Un universo completo.
Y cualquiera de esos “nuevos” universos, pongamos por caso el que se creó con un mundo en el que yo doblé a la derecha y no a la izquierda, tendrá luego una serie de opciones que no tomaré (que no tomará ese otro yo) y que darán lugar a otros universos paralelos que contendrán mundos donde esas acciones sí sucedan, donde habrán otras situaciones en las que optar y de las que resultarán otras acciones que no sucederán y que darán lugar a otros universos y esa dinámica sigue y sigue.

Hay algunas consideraciones más sobre esta idea.

Naturalmente los Daríos de cada mundo no sabrán de la existencia de los demás Daríos más allá del plano hipotético, tal cual estoy yo haciendo ahora, y no sabrán qué es lo que sucede en los otros lugares con las opciones que no se tomaron y los caminos que esas opciones tomadas en otros universos han abierto; eso a mí por lo menos no me molesta: con saber que las cosas sucederán –“me” sucederán- en otro lugar, me basta.

Otra cosa a tener en cuenta es que el mecanismo éste se aplica a todos. Es decir que por cada acción que no sucede en este universo se crea otro universo,  y esto sucede sin excepciones, a todos.
Se deduce entonces que la cantidad de universos sería enorme, pero más importante aun: creciente. No me animo a decir que infinita porque hoy me levanté cobarde.

Esto es pensando en el futuro, pero cabe consignar que mi idea de universos paralelos es retroactiva, de modo que se vienen creando universos paralelos desde el Big Bang, o desde antes; tal vez el Big Bang mismo haya sido una acción que no sucedió en un universo paralelo anterior, “original”, y sí en el universo paralelo que la contuvo.

Estas ideas, así presentadas, nos llevan a una sola conclusión casi obvia: nuestro universo no es más que la resultante de una acción que no sucedió en otra parte.

viernes, 25 de octubre de 2013

Sostenerse la mirada

Le gustaba el azar. Siempre cargaba un dado y de vez en cuando lo tiraba por ahí, esperando que saliera un cuatro.

Le interesaba el infinito, los mapas del mundo a escala real, que deberían contener un mapa a escala real que contendría un mapa a escala real que contendría un mapa a escala real, y así; le interesaban los laberintos y le tenía terror a los espejos. Y para peor, él, no era Borges.

Pero igual se dio cuenta de la verdad: un buen día notó que los espejos no reflejaban nuestras imágenes de un modo exacto, que había pequeñas diferencias, insignificantes casi, pero aterradoras mucho. Y también él, desde luego, descubrió más tarde que en ello no había nada de especial, sino que simplemente, simplemente, vivimos una vida entera con espejos que reflejan imágenes falsas, hasta el día de hoy, cuando realmente nos vemos.

Hoy, por cierto, es nuestro último día.

domingo, 20 de octubre de 2013

De Felipe Polleri

De Felipe Polleri en El pincel y el cuchillo.


“Tenía las manos en sus nalgas. Pero ya habíamos terminado, y no pensábamos en nada. Suspiré. Ella levantó el culo, saqué las manos y me tiré a un costado. Prendí un cigarrillo.
-¿Querés un sorbo?- dije, mirando el vaso.
No me contestó. Se había acurrucado a mis pies, en posición fetal. Había una mancha roja en la pared. Una de mis acuarelas. Un velero rojo. El amor, las acuarelas, el vino. Horas robadas a la desesperación, pensé. Levanté el vaso y brindé con el aire.
-A veces pienso que la vida vale la pena- dije.
-Yo también- dijo ella-. Es mentira.
Se arrastró y apoyó la cabeza en mi hombro.
-Sólo amor, ¿verdad?- dije.

-Sí- dijo ella, con una sonrisa muy torcida-. Es sólo amor. Te cobran el alquiler igual.”

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Yo ya tengo equipo



Tal vez sea una forma muy mezquina de decirlo
pero no encuentro otra:

no conozco nada en el mundo
que me sea más útil que mis amigos.

Hablo de esos a los que en segundos
les descubro señales de borrachera,
de nervios, de enojo, de tristeza;

hablo de esos
que han evitado decir algunos nombres
que me pondrían muy triste,
de esos que fingen,
o mejor aun,
que han olvidado por completo
la fecha de mi cumpleaños
y me dejan tranquilo
en esos días difíciles.

Son esos, los de allá,
los que se ríen libres
y no me juzgan por reírme solo.

Esos
con los que podría quedarme callado
durante horas
sin el menor reproche,
sin la menor culpa,
sin la menor incomodidad.

Esos que me pasan el vino
cuando más lo necesito,
y los que me lo sacan
cuando empiezo a hablar
del traidor Urquiza
o cuando estoy por llorar.

Esos a los que más me parezco
y que están ahí,
sin entenderme del todo,
para explicarme bien clarito
qué es eso de la otredad.


Esos, los que están más cerca,
los que me hacen entender
que siempre
estamos solos con nosotros mismos,
y que sin embargo
nunca niegan una carcajada
al unísono y desesperada.

Esos.

Dolina dice que en el barrio
para armar un cuadro de fútbol
uno terminaba siempre
eligiendo a sus amigos,
sin importar mucho cómo jugaban,
ni si iban a ganar.

Porque para perder,
mejor perder con amigos,

y ni te cuento para ganar.

Que me disculpen
Zidane, Riquelme,
Iniesta, Messi;


yo ya tengo equipo.





domingo, 25 de agosto de 2013

Después de la señal

Hola, sí ¿me pasás con vos?

Ah, bueno,
no sé, yo igual te cuento:

era para decirte
que me parece injusto
que el tiempo pase siempre para allá,
para adelante,
que no se pueda volver,
o al menos
que no se pueda parar.

No sé vos qué opinás.

Era para pedirte
si podés volver a aquel momento
ese que no hace falta describir,
y ser aquella que eras,
que tampoco te necesito explicar,

porque resulta
que yo quiero volver a ser
aquel que era,
en aquel momento.

¿Podrás creer?

Avisame cuando escuches este mensaje.

O mejor ni me avises:
viajá  nomás a aquel momento
y nos vemos allá.

No te olvides de llevar tu risa.


Tu perfume no; ese todavía lo tengo.






lunes, 29 de julio de 2013

Para siempre

Cuando el Viejo me dijo en qué consistiría mi castigo eterno, no digo que me dieron ganas de reír, pero sí que me pareció una tontería en comparación con todas las cosas que me había imaginado. Incluso hasta llegué a pensar, en esos garabatos filosóficos que a veces hacía, que lo único de castigo que tenía la decisión del Viejo era únicamente su carácter de eterno.
Ahora no se me ocurre un peor castigo que estar condenado a vivir para siempre en esta pieza con un espejo que cubre todas las paredes, el piso y el techo, desnudo, sin poder cerrar los ojos, obligado a mirarme durante toda la eternidad, sin tener necesidad de comer, de dormir, sin poder oler, sin poder escuchar ningún sonido, sin tener necesidades fisiológicas de ningún tipo, sin ninguna clase de distracción de mi propia imagen, para siempre.

Ese ser horroroso que veo, patético, desvalido, desagradable, es, me gusta pensar a veces, otro, y a la vez soy yo. El Viejo me condenó a una eternidad en perpetuo desdoblamiento: mi imagen y yo; pero a la vez, me condenó a una eternidad de plena conciencia, me dotó de la capacidad de entender que esa imagen en verdad no es otro, que soy yo en mis más asquerosas versiones. No sé si hay peor castigo que verse a uno mismo en un lugar que por reflejado en un reflejo reflejado en otro reflejo parece ser infinito, pero a la vez provoca la angustia del encierro, para siempre. En especial cuando empezás a ver más allá de la imagen que reflejan esos monstruos, y encontrás algo aun peor. 

martes, 16 de julio de 2013

Bere heriotza


Le desconfío a las palabras
cuando se trata de estas cosas;

de esas pelotas de angustia
de esas lágrimas
que escalan gargantas,
que cierran estómagos,
que no dejan dormir;

todo por caprichosas,
todo por no querer salir.

Es que es todo raro.

Es, en definitiva,
algo tan mediocre,
algo tan egoísta,
algo tan simple, como esto:

es querer saber
si antes de que te mataras
estuve aunque sea un segundo
en tus pensamientos.

Es querer, y no poder.

Es querer perpetuarse
en alguien que ya no está.

Y es también un poco
que bere heriotza

da nire heriotza.

domingo, 23 de junio de 2013

El Jardín Rojo


 
El jardín estaba lleno de cosas verdes. Había arbustos con hojas verdes, árboles gigantes que dejaban ver sus ramas apenas asomando de sus pantuflas verdes.  Había patos, verdes, obviamente, que estaban haciendo cosas de patos: jugaban al ajedrez. El tablero de ajedrez era verde, al igual que las piezas, que también eran verdes. El problema realmente era que los cuadrados (y también los círculos, porque tenía círculos el tablero) eran verdes, entonces no se podía distinguir con facilidad cuál casillero o círculo era cuál, ni tampoco estaba muy claro que hubiera tales casilleros. Había también escobas, verdes, con mango verde, todo del mismo tono.

Mismo tono de verde.

A lo lejos se podía ver una fila de gente que albergaba a una cantidad diversa de gente: había dos o nueve personas con trompetas para tocar música verde, había hongos, verdes, había niños con raquetas de tenis verdes, que saltaban en el lugar, gritando ¡verde, verde, verde, el que no es verde, pierde! También eso gritaban otros, más atrás, que no tenían raquetas, pero que ponían las manitos como si las tuvieran.

Una cantidad de personas no estaban. Esos no eran verdes, pero tampoco eran de otro color, porque a fuerza de ser verdemente honestos: no eran. Una persona que no existe, no puede ser verde, o de otro color, en caso que hubiera otros colores, ni tampoco podría ser persona verdemente dicha, porque no existiría. El verdor o la falsedad de una existencia se pude definir de muy pocas maneras, pero eso es asunto de la Verdesofía. No mío. Mi verdeasunto, en caso de que haya algo así como un verdeasunto mío, vendría siendo describir, continuar describiendo, lo que había. Es decir, el Jardín Rojo. 

jueves, 6 de junio de 2013

Un poema de esos que escriben algunos, en algún momento



Hoy estaba pensando
que nunca escribí un poema
de esos que escriben algunos,
en algún momento,
con confesiones y secretos
como por ejemplo:

que casi no distingo al azul del violeta,
que mi nota preferida es el fa sostenido,
que me da gracia la palabra claqueta
y que no necesariamente
me tienta todo lo que está prohibido.

Que me gustan más los árboles en otoño,
que dejo toda enrollada la ropa
y que cuando como arroz
lo como con cucharón de sopa.

Que imaginarme del otro lado del espejo
me fascina
o que te extraño pila
y que a veces me muero del miedo.

Que tengo muchas cosquillas,
y que me intrigan los caminitos 
de las hormigas;
que me da vergüenza gritar “puerta”
cuando el ómnibus no frena en mi parada
o que me siento poderoso con la pelota
cuando hago una buena jugada.

Que al final no estoy tan de acuerdo
con lo que decían Nietszche y Bukowski;
que yo no condeno a los suicidas
y que disfruto muchísimo 
contando mentiras.

Que mi gusto de helado preferido 
es limón;
que honestamente no entiendo 
que para algunos
el amor entre homosexuales 
sea un problema
y que además no sé muy bien
dónde terminar este poema.


Tal vez en el verso anterior.

viernes, 10 de mayo de 2013

Así de rojo


Me desperté así,
sin piel,

así de rojo,

así de en carne viva.


Y ahora cualquier cosa,

cualquier roce,
cualquier beso,
cualquier pellizco,
cualquier caricia,

me hacen doler.

Estoy rojo,
y ya ni distingo
la sangre de la piel

y las lágrimas que se me salen
también me hacen doler.

Hoy es uno de esos días, che.







domingo, 7 de abril de 2013

Milonga para un Otoño


Que no me podés entregar
un corazón apagado,

y que si falla el del costado
no hay nada que conversar,

lo sabe tanto don Alfredo,
como bien claro lo tengo yo.

Pero es que el Otoño
se me trepa por la espalda

y me susurra al oído
algún que otro crujir de hojas lindas,
resecas,
de las que se aplastan al caminar.

Y sobre todo me susurra,
en los silencios,
en mis miradas perdidas,
en los recesos de la evasión,

que por acá, alguna vez, estuviste vos.

Y yo nunca fui bueno soltando la mano
a lo que ya no está.

sábado, 16 de marzo de 2013

Tan resuelta



Odio cuando llegás con esa sonrisa tuya
y me arruinás la tristeza recién pintada;

o cuando llegás pisando fuerte 
y me despertás la noche,
tan feliz, tan a las risas, tan resuelta.

Odio que aparezcas al costado de mi cama,
mientras duermo;

odio soñar que estás ahí parada,
mirándome soñar con vos.

Odio que me mires dormir, al costado de mi cama.

¡Salí!

No me soples cuando duermo.
¿No ves que se me vuelan los sueños?

lunes, 11 de febrero de 2013

Las múltiples vidas de Nelson Hook (4)



Yo no digo que sea bueno volverse adicto; nomás digo que a veces la adicción a una sustancia puede hacer que uno obtenga logros muy valiosos, como recibirse de médico, por ejemplo. ¿Quién diría que yo, Nelson Hook, un veinteañero, podría transformarse en el Doctor Hook? Pocos.
Ciertamente no mi viejo.
La mención de mi padre no es casual: él mismo es la imagen de un adicto. Adicto al alcohol, como buen irlandés, pero a diferencia de mí, no consiguió absolutamente nada en la vida. Sé que suena muy fuerte, pero no deja de ser verdad. Y ojo, no le guardo ningún rencor: mi juicio parte de datos objetivos y no del odio, a pesar de que soy conciente que en mis 22 años de edad jamás obtuve de él una sola frase de aliento o alguna muestra de cariño. Tal vez me afectó a un nivel inconsciente; vaya uno a saber.

Antes dije que la adicción a una sustancia a veces te permite conseguir algunas cosas, pero eso no es del todo cierto: no es la adicción a la sustancia; es el perfecto balance entre la desesperación por la dependencia física y la racionalidad de un estratega.

Antes de pincharme con morfina por primera vez, yo era un acomodador de supermercado sin mucho futuro; luego de volverme adicto me inscribí en la facultad de medicina para tener más fácil acceso a la sustancia durante los interinatos. Luego, entre una cosa y la otra, me recibí en tiempo récord y con honores.

Qué cosa linda la morfina. Y qué cosa fea los pacientes; al menos cuando uno está sobrio y limpio. Es por eso que, como cualquiera puede suponer, atendía drogado a mis clientes. Pacientes. “A mis pacientes” quise decir. Aunque, bueno, en realidad algún paciente era a la vez cliente, porque mi acceso a la morfina era casi ilimitado, así que podía darme el lujo de vender un poco, de permutar otro poco (no sólo de morfina y alcohol vive el hombre: existen el ácido y la merca) y también, por supuesto, de canjearla por favores sexuales de los más extravagantes.
El único problema es que hoy en día no me siento motivado a continuar estudiando medicina, a continuar perfeccionándome en esto, porque todo lo que deseaba (morfina, sexo y más morfina)ya lo tengo. Tal vez encuentre la motivación en hacerme de más dinero, pero todavía no lo he pensado en profundidad. Tal vez invierta en el terreno de la construcción o en alguna fábrica. No sé. Ando con ganas de empezar a aspirar pegamento y ver a dónde me lleva.

La moraleja de estas anécdotas: la motivación es el motor que nos impulsa a prosperar y a modificar la circunstancia.

Hay que drogarse con algo.

lunes, 4 de febrero de 2013

Las múltiples vidas de Nelson Hook (3)


Basta de introducciones. Soy Nelson Hook y ya dije más o menos todo lo que hay para decir sobre mí. Ya soy una señora demasiado mayor como para andar demorándome en presentaciones. Pero tal vez, y no quiero presumir, tal vez, hablarle un poco de mis primeros días después de haberme vuelto de Irlanda con mi marido- la luz de mis ojos, mi irlandés hermoso- pueda servirle a usted de algo. Porque de eso se trata, de ayudarle. Y también de contar, y de permitirme organizar algunos recuerdos que, como dice la muchachada ahora: a la pipeta que están desorganizados.

Como dije antes, el haber estado cinco meses en Irlanda fue un asunto bastante casual, a fuerza de ser honesta. Yo me había alistado para combatir a los nazis en las brigadas internacionales que se enviaron a Europa en las últimas semanas de la guerra, cuando Uruguay le había declarado la guerra a Alemania y yo como buena Oriental- baliente y hilustrada- me alisté de inmediato. Eran épocas agitadas para viajar en barco a través del océano Atlántico, a pesar de que la guerra era de inminente finalización. La derrota alemana estaba casi sentenciada, pero eso no evitaba que el océano estuviese infestado de submarinos nazis e incluso de falsos barcos mercantes listos para emboscar desprevenidos. 

Yo viajaba en un barco de bandera argentina, pero eso no evitó que hubiera que desviarse del camino previsto: el sur de Francia. No fuimos bienvenidos en la España franquista, así que por una decisión que aun no comprendo, el capitán optó por dirigirse a Irlanda, donde no se peleaba la guerra.

Al principio, como dije antes, fue un poco frustrante estar en Irlanda sin combatir, pero luego, al empezar a socializar con los dublineses, la frustración se transformó en algo agradable. Imagínese la reacción de los muchachos ante una exótica sudamericana emocionalmente desamparada, necesitada de comprensión y protección: un llamador de machos proveedores.
No me costó mucho entreverarme con un muchacho atento y lindo, gentil, de aspecto un poco descuidado pero claramente un buen tipo. El único problema fue la circunstancia: su familia era independentista, católica y republicana, y esperaba que su hijo se casara con una irlandesa, católica, independentista y republicana, no con una uruguaya atea con deseos de combatir en una guerra contra los alemanes, en el bando de los ingleses. Pero las cosas sucedieron, de cualquier manera.

La primera vez que nos vimos, yo iba a una Grocery Store a tratar de engañar al vendedor y robarle algunas verduras: él venía con sus amigotes, empujándose a las risas, presumo que borrachos. Algo me gritaron. No entendí. Él fue el único que se acercó y me habló con esas palabras tiernas y esa dulzura que siempre mostró. Todo era perfecto, salvo por la abierta e insistente reprobación de la familia. Lo desheredaron al pobre. Cínicos. Sólo una vaca le dejaron; no tuvimos más remedio que venirnos a Uruguay. 

En el viaje en barco –el más cómodo y placentero que he hecho en mi vida- tuve algunos inconvenientes estomacales que por un momento nos hicieron sospechar con terror que tanto ejercicio en las ramas del árbol biológico había generado, producto de una supuesta fecundación, un parásito-potencial hijo. Menos mal que no, y que me mantengo sin hijos hasta el día de hoy, a mis 87 años.

domingo, 27 de enero de 2013

Las múltiples vidas de Nelson Hook (2)



No fue nada fácil volver a Uruguay con una irlandesa que nada sabía decir en castellano y el coso ese en la panza que después terminó siendo mi hijo. Mi hijo. Ese será otro tema.

Ni bien puse un pie en tierra Oriental, me di cuenta que no iba a ser fácil el regreso: pisé mierda. No es broma. Pisé mierda. Y podrá pensarse como una simple casualidad, como una nimiedad, pero en ese momento, después de un viaje tan largo atravesando el océano Atlántico en las peores condiciones, habiendo abordado un barco carguero a las apuradas, que lo primero que suceda al poner un pie en tierra firme sea pisar caca lo transforma a uno en un ser creyente en conspiraciones divinas, en símbolos, en premoniciones y en todas esas cosas de persona primitiva. 

Fue todo muy difícil con una extranjera embarazada, decía. No podía limpiarme la suela del zapato porque me hablaba todo el tiempo. Y hablaba rápido. Le llegué a entender que quería ir al baño, y que el abultamiento de vientre estaba pateándola; incluso creo que trató de tomarme la mano para posarla en la panza y sentir las patadas. Casi me hace caer la muy bruta: yo estaba buscando un palito para poder sacarme toda esa mierda de la suela, de una buena vez.
La irlandesa siempre fue una carga. En Irlanda mismo fue una carga. Gringa bruta con el bombo lleno de huesos; que “irérts” que “oinidtapí” que “oimisóum”…gorda inflada insoportable. Si tan sólo no la hubiese conocido, mi vida hubiese sido mucho mejor. Pero ¿quién me mandó, verdad? Espero que usted pueda sacar al menos algo de mi experiencia. Pero sobre esto ya escribí y no me gusta repetirme.

Vea, antes de juzgarme, póngase en mi lugar: yo, Nelson Hook, me vengo a entreverar con una obrerita irlandesa, protestante y ni tan linda, con familia protestante y estricta en cuanto a la endogamia –racistas xenófogos eran: mucho dios, mucho dios, pero nomás permitían que la bruta se revolcara con irlandeses ¡Y encima me la vengo a levantar preñada! Bien vos, Hook, bien vos.
Cuestión que la familia nos marginó. Nos echaron, básicamente. La desheredaron a la pobre-igual mucho no le iba a tocar-; ni una vaca le dejaron. Yo no la podía dejar ahí a la pobre. Y yo sí que me tenía que ir: los hermanos me dieron a entender que estaban enojados (creyeron que yo había embarazado a la atorranta) y, cuando prolijamente mutilaron mi caballo y se lo comieron mirándome a los ojos, se me ocurrió que lo mejor iba a ser que me fuera. Primer barco que agarramos, de vuelta al pago.

Una vez acá fue cuando la gringa se volvió más carga. No me dejaba en paz, y encima no conseguía ni un mísero laburo. Suerte que la gringa después se murió. Ahí ya no tuve que buscar más trabajo y me conseguí tres comidas al día y un techo. Porque me metieron preso. Porque, bueno, yo la maté.

domingo, 20 de enero de 2013

Las múltiples vidas de Nelson Hook (1)


No soy mitómano. Simplemente a veces narro algunas inexactitudes, o comunico algunos sucesos de un modo no del todo apegado a la realidad percibida por otros.
Igual, no sé muy bien por qué digo esto. ¿Será para retrasar un poco el comienzo del relato de mi historia? No sé. Tal vez. De cualquier manera mi historia no es lo importante acá. Lo verdaderamente importante es usted. Sí, usted. Yo, a mis sesenta y siete años, poco más tengo para vivir, poco más tengo para experimentar: es mentira que siempre se sigue aprendiendo. Mentira. Uno deja de aprender a los 57 años. A los 57 años y tres meses, para ser más exacto. Usted deberá sacar su cuenta. Pero lo que sí puedo hacer, y haré, es brindarle mi testimonio. Porque, ¿sabe? Tal vez de él usted pueda extraer algo valioso, algo que le resulte relevante para su vida, provechoso; porque no tendré nada nuevo que aprender, pero sí que tengo varias experiencias que transmitir.
Pero no soy tonto. Sé que uno no acepta un consejo, o no asimila una experiencia ajena así nomás, solamente porque un viejito viene y le dice “lo que sí puedo hacer, y haré, es brindarle mi testimonio. Porque, ¿sabe? Tal vez de él usted pueda extraer algo valioso, algo que le resulte a usted relevante para su vida, provechoso; porque no tendré nada nuevo que aprender, pero sí que tengo varias experiencias que transmitir”. No señor. No es así de sencillo. Uno necesita conocer a quien brinda la experiencia, a quien nos dice “yo viví esto, vos después ves si te sirve”, por eso mismo es que primero voy a introducirme brevemente, a presentarme en la medida de las posibilidades que mi frágil memoria me permite.

Nací en Montevideo, pero fui concebido en Dublín, Irlanda, en el verano de 1945. El lugar donde fui concebido fue más bien casual, o si se quiere, para ser más preciso: una coincidencia. Padre, Oriental de nacimiento, viajó, por razones que desconozco o tal vez olvidé, a Irlanda a finales de la segunda guerra mundial. Tengo claro que no fue a combatir, pero…No estoy seguro de eso tampoco. Mi padre no era un ser demasiado comunicativo, ni demasiado interesado en contar sus actos pasados, ni mucho menos las razones que lo llevaron a esos actos. Intentar preguntarle ahora sería una pérdida de tiempo, ya que está muerto. Su muerte será otro tema. De ahí se pueden sacar algunas experiencias, supongo.
Madre, por otro lado, era una pequeña y tímida campesina irlandesa, muy católica, muy devota y pacata, hasta que conoció a Padre. Padre y Madre se enamoraron a primera vista, o a segunda, o…Bueno, se entiende: quiero decir que se hicieron pareja rápidamente.
Al parecer familia de Madre, también católica, no estaba del todo feliz con que la pequeña hija fuese vista en acalorados menesteres contra los muros de la fábrica del barrio obrero, acompañada de un extranjero de aspecto tosco y hablar gracioso. Mucha menor fue la gracia que causó cuando la familia de Madre se enteró que habían sido vistos entre los yuyos, demostrándose su amor a viva voz. Según me enteré, no había un precedente de una consternación tan grande en la familia; hubo sí, luego, una consternación mayor: yo.
Resultó que la táctica que emplearon Padre y Madre para efectuar sus hazañas venéreas, llamada Coitus interruptus tuvo mucho de Coitus y muy poco de Interruptus. Al constatarse unos meses más tarde el abultamiento en el vientre de Madre (siempre se refirieron a mí de esa manera tan afectuosa: abultamiento en vientre) Padre y Madre se vieron obligados a abandonar la granja de la familia y decidieron volverse a Montevideo. Volverse…El que volvió fue Padre. Para Madre era la primera vez que pisaba territorio Oriental. Y yo, ni era, aun.