lunes, 21 de noviembre de 2011

Migró

La única vez que la vi, ella estaba sentada en uno de los durmientes que hacen las veces de respaldo a los bancos de la estación. La vi de lejos, antes incluso de cruzar la calle; ella fumaba y fingía no verme, pero fingía mal.

-Hola- le dije, y me senté a su lado, también en el respaldo, para quedar a la misma altura.

-Te estaba esperando- me dijo. Luego dio una profunda pitada a su cigarro y me miró.

-La próxima vez que me esperes – le dije-, te convendría avisarme que me estás esperando.

Sonrió.

-Es que no sabía que te estaba esperando- me dijo, mientras hurgaba en uno de los bolsillos de su campera.

Me ofreció un cigarro que no acepté. Era extraño que no me tratara como un desconocido, que hubiese sido lo natural.

Era una tarde soleada; dijimos cosas, hicimos otras. Pero al rato el sol se fue y se puso fría la tarde. Se puso domingo la tarde.

El sol se había ido y ella también se fue; tal vez migró a un lugar más cálido que yo.

Las pajaritas sin domesticar, jamás regresan al mismo banco. Yo sí.

martes, 8 de noviembre de 2011

No digas bobadas


¡Shhhhhhhhhhhh! No digas bobadas,

no digas bobadas

que quiero mirarte;

vos actuá normal,

como si yo no estuviera mirando.


Sí, ya sé que es difícil,

pero dale,

no sé,

actuá normal

que yo te miro.


Porque sos más linda cuando sos así,

cuando hacés cosas de esas que...

De esas que hacen las que son vos

¿entendés?


Ya sé; hagamos esto:

vos mirás al cielo, como pensativa,

podés pensar si querés,

y yo te miro.


¡Pero no pienses en cosas feas!

No pienses en cosas feas

que cuando ponés cara de preocupada

me dan ganas de llorar.


No quiero llorar,

al menos no ahora,

ahora te quiero mirar.


Pensá en cuando eras chica,

pensá en la sensación esa,

la de volver de la escuela

corriendo con la túnica desprendida;


pensá en el café con leche

y en las galletitas,

en correr, en trepar;

¿ves? Es fácil.


Ahora quedate así,

que te quiero ver para siempre.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La estrategia de Raúl


Le había costado muchas horas de caminata y mucho más aun le había costado convencer a la gente con fiebre; bien se sabe que un afiebrado no acostumbra a vender su termómetro ni bien se ha tomado la fiebre y ha constatado que su temperatura corporal es alta. Pero pocos resisten la tentación de unos cuantos billetes a cambio de un aparato fácilmente remplazable invirtiendo menos plata de la que se recibe.
Raúl, con los quince termómetros marcando al menos 39 grados dispuestos en lugares estratégicos de su habitación, se tiró en la cama, satisfecho por saberse en condiciones de soportar el frío del invierno que se avecinaba