La única vez que la vi, ella estaba sentada en uno de los durmientes que hacen las veces de respaldo a los bancos de la estación. La vi de lejos, antes incluso de cruzar la calle; ella fumaba y fingía no verme, pero fingía mal.
-Hola- le dije, y me senté a su lado, también en el respaldo, para quedar a la misma altura.
-Te estaba esperando- me dijo. Luego dio una profunda pitada a su cigarro y me miró.
-La próxima vez que me esperes – le dije-, te convendría avisarme que me estás esperando.
Sonrió.
-Es que no sabía que te estaba esperando- me dijo, mientras hurgaba en uno de los bolsillos de su campera.
Me ofreció un cigarro que no acepté. Era extraño que no me tratara como un desconocido, que hubiese sido lo natural.
Era una tarde soleada; dijimos cosas, hicimos otras. Pero al rato el sol se fue y se puso fría la tarde. Se puso domingo la tarde.
El sol se había ido y ella también se fue; tal vez migró a un lugar más cálido que yo.
Las pajaritas sin domesticar, jamás regresan al mismo banco. Yo sí.