viernes, 25 de marzo de 2022

Envejecer

 


Me parece que envejecer es empezar a encontrar patrones que se repiten donde antes veías novedad. Ahora cuando vuelvo del trabajo y el 582 pasa por el liceo 40 veo a los gurises de doce y trece años subir a los gritos, a los empujones, pechando todo, riéndose, llamando la atención, y me acuerdo cuando hacíamos lo mismo con mis compañeros de clases volviendo del IBO en un 411 repleto. Entiendo que en definitiva no hay gran cambio y que estos gurises que veo no son tan diferentes a mis excompañeros. Cuando digo “no tan diferentes” me refiero a que entendí que da exactamente lo mismo quién seas y cuándo seas. Las conductas son las mismas, todo es lo mismo. La identidad es pensamiento mágico. Para algunos esto es obvio, pero del mismo modo que descubrí que era adulto cuando pensé, con perplejidad, por primera vez: “claro, mis padres tuvieron una vida antes de que yo naciera” porque tenían amigos que ya no ven más, vivieron cosas que no me contaron porque no las iba a entender, tenían miedos inconfesados y valentías ocultísimas; del mismo modo, decía, me pasa ahora. Mi mamá se está pareciendo cada vez más a mi abuela. Los hijos de mis amigos, a mis amigos cuando eran niños. En algún lugar de este texto va un etc que me hubiese ahorrado palabras. Supongo que otra de las características de envejecer es el miedo. Porque da miedo pensar que todas las series y los libros que te quedan por leer son los mismos o que las diferencias entre ellos son nimias. Que las canciones no tienen nada realmente novedoso. Que lo novedoso es lo retro, y que a veces lo retro es una repetición de algo que ya era retro. Envejecer es también entender que las cosas no tienen sentido y que hay que dárselo. Y peor aun: que esta última idea y todas estas palabras que escribí ya fueron dichas y pensadas antes, por otras personas- si es que esos términos tienen algún sentido ahora que me sé envejeciendo- y que quienes vienen después que yo, están condenados a lo mismo









lunes, 7 de febrero de 2022

Respirar polvo y perder recuerdos


 Era una mañana soleada y otoñal. Era sábado. Estábamos en la cocina. Estaba mi abuela, mi abuelo, mi hermana y alguno de mis padres. Mi recuerdo no me lo confirma, pero especulo que quien no estaba era mi padre. Es una cuestión de probabilidad: mi padre trabajaba los sábados –con horarios variables- y era quien se encargaba de hacer los mandados cuando no estaba trabajando.

Me recuerdo mirando con fascinación las partículas de polvo que los rayos de sol que entraban por la ventana de la puerta del fondo dejaban ver; los rayos de sol formaban una franja cálida que bajaba en diagonal rumbo al piso. Mi pensamiento recorría un camino en bajada cargando con tres incógnitas, a paso lento, mientras yo comía mecánicamente mí tostada con dulce de membrillo: esas partículas de polvo ¿aparecían cuando la luz del sol entraba por la ventana o estaban siempre ahí aunque no las pudiera ver? Y si estaban siempre ahí ¿estaban en ese preciso momento también fuera de la franja formada por la luz solar? ¿Estamos respirando polvo todo el tiempo?
 No sé si por estar abstraído o por incapacidad para poner mi duda en palabras, como tantas otras veces en mi infancia, no pude preguntarle a nadie.

Cuando recordé esto el otro día, en la ducha, me puse a pensar desde fuera de mí, o por fuera del yo de aquel momento, y me preguntaba qué pensaría mi abuela al verme así, mirando con atención donde aparentemente no había nada. Porque esto no era algo fuera de lo común en mí. La introversión y la introspección vienen viviendo conmigo desde que tengo memoria (y seguramente desde antes). En la ducha pensaba que la contemplación, como actividad, está bien vista y es comprendida cuando uno posa la vista en algo universalmente apreciable o bello, o sorprendente, o extraño; pero sobre lo mundano parece no haber permiso cuerdo para contemplar. Si alguien mira la pared durante mucho rato, o un camino de hormigas (¡en especial si se mira para el suelo!), se sospecha de tristeza, de una preocupación temporal o, en el más acusador de los casos, de locura incipiente.

Eso me llevó a querer saber qué dirían mis abuelos de esto. Es decir: qué le dirían mis abuelos a mis padres sobre mí cuando yo no estaba escuchando. Ahora que en mi entorno amistades han cometido el crimen de maternidad o paternidad, veo la enorme cantidad de conversaciones sobre sus hijos que se dan en su presencia y, especialmente, en su ausencia, y no puedo evitar que la curiosidad retroactiva me tome por completo. También es cierto que tener estos pensamientos y estas conversaciones con mis padres, ahora, es otra forma más de mantener desesperadamente los rasgos, gestos, sonidos, olores y palabras de mis abuelos, que con el tiempo me han ido abandonando, contra mi voluntad.

El mundo exterior me invade. Me preguntan para qué día quiero programar la reunión. Y ahí me siento de nuevo igual, como aquella mañana de sábado en casa siendo sorprendido en algo que, si bien ahora sí puedo poner en palabras, parece que igual tampoco lo pueden comprender: ¿cómo voy a estar pensando en horarios de reuniones si me olvidé cómo era la risa de mi abuela?