Estaba en cuarto de liceo. Recuerdo que volvía a
casa y que era un día tormentoso; no estoy seguro si estaba lloviznando en ese
momento, pero tengo la sensación que sí. Seguro había viento. Estaba por abrir
la puerta del jardín cuando mi padre salió a mi encuentro. No era lo normal.
Abrió él y casi salió a la vereda a decirme: murió la abuela. Me miró a los
ojos y supongo no habrá visto sorpresa en los míos porque no la había. Tampoco
hubo dolor, porque el dolor viene después. En el frente de la casa de al lado
estaba parada una vecina, hoy también muerta, pendiente del diálogo. En aquel
momento no lo pensé, pero no me explico qué hacía ella afuera, acodada al muro
en un día de clima tan hostil.
Al día siguiente la vecina armó un mini escándalo de esos que arman las mujeres cuando se vuelven viejas y se juntan a hablar con arrogancia entre sí: ¿cómo era posible que mi padre fuera tan insensible -"típico de hombre", agregó al pasar- y me dijese semejante noticia “así nomás”?
“Por lo menos hay que tener un poco de delicadeza.
Decir que la abuela falleció ¿Cómo le
va a decir al chiquilín que la abuela se
murió?”
Tengo el vago recuerdo de mi padre fastidiado, no
sé si enojado pero sí molesto con ella. Yo también, pero principalmente por su
intromisión. Mi madre –cosa comprensible- no mostró demasiado interés porque
estaba más preocupada por la muerte de su madre, lo mismo que mi abuelo, que no
debe haberse ni enterado de esa conversación. A mi padre lo vi dudando: ¿tendrá razón la vecina? No sé bien
porqué, pero le dije lo que pensaba: la gente se muere, no fallece. Vi una cara
de alivio que me hizo entender que a veces mis palabras tienen
efecto en la gente que quiero, sin proponérmelo del todo.
La gente se muere. No fallece. Las cosas se mueren, no fallecen. No sé cómo será en otros lugares, pero decir que alguien “fallece” es como tratar de ponerle perfume a un montón de mierda. Morirse es una mierda y la palabra que se debe usar no tiene que ser otra que la cruda, la real, la que dice lo que sentís. No la que prefieren los que tienen miedo a sentir. Los que quieren decorar lo indecorable.
Lidiar con la muerte es cosa de valientes.
Después se murió mi abuelo. No falleció, murió. Y después murió mi perro. Y después murió mi tío. Y después murió mi otro tío. Y después murió mi otro abuelo.
Y también han muerto otras cosas. Han muerto
relaciones, han muerto sentimientos, han muerto miedos. Han muerto versiones de
mí que ya no están. Han muerto versiones de otros, que ya no están tampoco.
Pero todo eso siempre muere. Nunca fallece. Siempre muere, y cuando muere, se dice, como hizo mi padre y tanta otra gente, mirando a los ojos, tragando saliva.
Después abrazo y a apechugar.