Un amigo escritor me dijo hace un tiempo que admiraba
el arraigo que tengo por mi barrio. Me refiero a Peñarol, para quien me lee
por primera vez y nunca habló conmigo en persona. Lo que me dijo este amigo me
dejó pensando.
Quería escribir sobre eso, sobre el arraigo a un
lugar, o más bien, a este lugar; no supe cómo empezar. En cambio, mientras
pensaba, se me coló un recuerdo. Este tipo de irrupción de recuerdos que
parecen olvidados no es ni novedoso ni exclusivo, pero el efecto que provoca
tiene algo singular; es esa sensación individual de satisfacción: algo que ya
no estaba, vuelve a estar. Ganarle un rato a la muerte.
Nunca había visto a mi abuelo llorar. Nunca había
visto que a mi abuelo se le llenaran los ojos de lágrimas ni siquiera.
Conviene al relato creer que ocurrió sobre sus últimos días
de vida, pero bien pudo haber pasado en el último año, o tal vez en los últimos
dos. Estábamos en la cocina de mi casa. La tele estaba prendida pero todos la
ignorábamos. Mi hermana comía, yo hablaba y mi abuelo se mantenía en silencio.
Mi abuelo, que ya estaba un poco senil, a veces miraba pero no siempre
procesaba lo que los demás decían. Creo que en aquel momento sentí que no le
estaba hablando a nadie. No recuerdo ni importa de qué hablaba yo; solamente
basta decir que en algún momento nombré al pasar la estación de trenes de
Peñarol. Sus ojos tuvieron el mismo brillo de años antes, el
brillo que sus ojos tenían antes de decir un chiste. Los ojos se le volvieron
de un color negro brilloso. Lo miré pero seguí hablando. De la nada, me
interrumpió: –nosotros nos subíamos al tren en marcha, cuando salía para
Tacuarembó; el capataz nos decía de todo, pero siempre era a las corridas. Yo
era livianito, siempre llegaba a treparme enseguida, pero me acuerdo que…- y se
frenó. Hubo un silencio y vi sus ojos. Desde “al tren en marcha” se le habían
llenado de lágrimas. Quiso decir una palabra más que no puedo recordar; no
pudo. Se quebró. No pudo seguir hablando. Nos quedamos callados.
Siempre tuve la curiosidad de saber la relación de esa
emoción inaudita en él y el tren. Claro, sabía lo obvio para cualquier abuelo
del barrio Peñarol: había trabajado en el ferrocarril. Pero tenía que haber
algo más. La muerte de seres queridos, el miedo, los goles en la hora, los
nacimientos; nada de eso lo había hecho llorar. Un recuerdo fuera de contexto,
de pronto, hizo lo que ni mi abuela, ni Spencer, ni Joya pudieron. Nunca lo
pude averiguar.
Lo que sí pude hacer fue descubrir que lo que mi amigo
escritor llama arraigo no es otra cosa que mis ojos llenos de lágrimas pensando
en mi abuelo recordando con sus ojos llenos de lágrimas.
Hay un cartel en la estación de trenes de Peñarol que
indica que está ubicada a 35,59 metros por sobre el cero del puerto de
Montevideo. Nada dice de la distancia que la separa del olvido. Será que no les
entraban tantos números.
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