Aserrín. Hace dos noches que vengo soñando con aserrín. A
veces durante el día, cuando estoy despierto, irrumpe también la imagen del
aserrín.
Ahora, de grande, me di cuenta que no sé de qué color es. O de
qué color era. Porque sueño con un aserrín en particular, uno de un momento en
particular. Mi daltonismo es leve y traicionero: recién ahora me doy cuenta que
no sé si el aserrín es blanco, amarillo o de otro color que ni siquiera puedo
imaginar.
Dediqué los últimos dos días a pensar en el aserrín. A mirar
la imagen. A evocarla. A observar en detalle.
Hay en la imagen aserrín desparramado en el piso del galpón
de la casa de mis padres; estoy yo, con mis ojos de hoy, de hombre, en los tiempos de niño; está mi padre,
agachado, con unos lentes de plástico que me dan gracia, con una sierra. Es aserrín
lo que hay en la imagen, todo desparramado, pero también es sonido: el chillido
agudo de la sierra cortando un pedazo de madera. Está mi padre intentado que yo
aprenda los rudimentos de carpintería, o al menos está intentando entretenerme
con lo que hace.
Recuerdo con curiosidad, con una curiosidad que no tenía en
ese momento. Es una curiosidad nostálgica pero a la vez nueva para mí. Es indagar
en una imagen que creía olvidada.
Mi padre luego está de pie. Hay una madera larga y fina en
el piso con dos marcas de lápiz que la atraviesan de forma perpendicular, a unos diez
centímetros de cada extremo. La imagen se vuelve más intensa cuando veo el
lápiz amarillo y negro de trazo grueso y fuerte. No tenía ninguno de esos en la
cartuchera de la escuela. Me acuerdo que me gustaban pero nunca los agarré. Era
asquerosamente honesto de niño: ni se me ocurrió robarle uno y llevarlo a la
escuela. Si lo hubiese hecho, ahora podría tal vez examinar la imagen con mayor
profundidad.
Mi padre usaba la sierra con una seguridad y firmeza que me
sorprendía ya cuando era niño; fue de las primeras veces que me sentí ajeno
incluso a lo cercano: mis manos en aquella época ya temblaban, si bien no tanto
como ahora; me di cuenta que jamás podría hacer eso. Me di cuenta que yo no era
mi padre. Luego de cortar y aflojar un poco la madera le puso el pie encima y
uno de los extremos de la madera cayó. Hubo silencio.
En la imagen veía algo que es una constante hasta el día de
hoy: estaba pensando en otra cosa mientras debía estar prestando atención a lo
que estaba pasando en La Realidad. Mi padre me decía que pusiera el pie y lo
mantuviera con fuerza –me mostraba cómo hacerlo- para sostener el extremo de la
madera que faltaba cortar, el que estaba de mi lado. Tenía la misma marca de
lápiz de trazo grueso. Ahora, visto desde quien soy hoy, me doy cuenta que mi
padre podía hacer eso por sí solo y que quería nada más que integrarme a su
vida, a su trabajo; mi pie estaba ahí, puesto como quien pisa sin convicción,
como quien está pero no está del todo. El aserrín, de fondo, y el olor a
domingo de mañana poco a poco tomaron la imagen; era como una inundación.
Las inundaciones me dan miedo, incluso las que no son de
agua, como las inundaciones de imágenes. Es que la sensación es la misma:
eso que viene, eso que inunda, pasa y se lleva todo.
Recordar es asumir que lo
recordado ya no está. Es asumirse mortal. Pero sobre todo es, increíblemente,
llegar desde el aserrín a lo que dicen
que dijo Platón:
“Lo que fue, fue y nunca será de nuevo”.
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