-Los hombres tristes tienen su encanto- le dijo, mirando directamente a sus ojos con una expresión sugestiva. El joven bebió su sexto vaso, o tal vez su noveno o undécimo de la noche, acodado a la barra, junto a la muchacha; apenas podía pensar, entre la música, las luces y el mareo.
Sin embargo, lo hizo. Y su pensamiento esperanzador –concluyó él luego- debió quitarle esa tristeza encantadora de la que hablaba ella, porque en cuestión de minutos la muchacha estaba a las risotadas con un muchachote en apariencia más tonto y menos triste.
Tal vez- pensó luego, mientras llenaba torpemente su vaso- nada de eso tenía que ver con la tristeza.
Conservese triste. Y agitese antes de usar.
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