Mayo 2019
Hoy miré llover por la ventana de mi nueva casa por primera vez.
Recordé cuando era niño y en las tardes de verano mi abuela abría la puerta del
frente de la casa que daba a la calle Edison para mirar llover. Mi abuelo la acompañaba.
Detrás, a veces, también se sentaba mi madre. Supongo sería una tradición que
traían de quién sabe cuándo. Hoy, mientras abría la ventana y miraba la lluvia
caer, en el mismo barrio pero en otra casa, décadas después, sentí como si el
Espacio y el Tiempo se comprimieran en un recuerdo; como si se enrollaran uno
en el otro hasta darle forma a la reposera de playa de la abuela, que en mi
evocación venía acompañada de un almohadón para la espalda; también le dieron
forma a mi abuela, que con pollera florida y los tobillos hinchados tenía un
aire de turista que se dispone a mirar la lluvia como quien se sienta en un
balcón a contemplar una ciudad ajena y colorida, por primera vez.
Hoy hace frío, pero la
puerta abierta de mi casa (aquella casa que siempre será mi casa) y la imagen
de tarde lluviosa de verano con mi abuela y mi abuelo ahí, tan contemplantes,
tan vitales, tan reales, produjo en mí un calor dulce que, dando ahora rienda
suelta a mi memoria, agrega el sonido de los venteveos y la voz de mi
abuelo tentado de la risa diciendo “mirá, te hablan, te dicen bicho feo”.
Atrás seguro estaba yo, mirándolos mirar, con mi pelota bajo
el pie y los ojos bien abiertos. Pensar que yo no sabía lo que estaba mirando.