Abra, radio local:
la cabra dio lora,
al árbol, dio cara
¡Bala! La crió Dora,
la loba criadora.
Da calor, loba: ¡Ría!
Odiar al bar, loca;
Carol bailadora,
bailar o dar cola.
Ría: Lorca da bola.
¡Dio a la cal borra!
El arte es mentira. Pero helarte es verdad.
Abra, radio local:
la cabra dio lora,
al árbol, dio cara
¡Bala! La crió Dora,
la loba criadora.
Da calor, loba: ¡Ría!
Odiar al bar, loca;
Carol bailadora,
bailar o dar cola.
Ría: Lorca da bola.
¡Dio a la cal borra!
Hemos llegado al punto en que decir “no tenés corazón” literalmente- entiéndase “no posees un órgano que bombee sangre y te mantenga vivo”- es metáfora de “no tenés corazón” en tanto que “no tenés sentimientos”, que antes solía ser una metáfora de “no tenés corazón” en el sentido del primer ejemplo.
Se han invertido los términos. Se ha creado una metametáfora.
Esta metametáfora tiene tantos derivados que hasta da miedo: al decir, por ejemplo, que alguien es descorazonado, estamos diciendo, además de que sufre de una carencia de sentimientos –o incluso que es cruel-, que existe el verbo corazonar, por más que no lo usemos como tal. Se me objetará que puede existir un adjetivo sin que se deba deducir de ello un verbo; como no se me ha objetado aun, no me siento en la necesidad de justificarme.
El fantasma del descenso es un ejemplo claramente futbolero –que después de la poesía de telenovela parece ser el ámbito más propicio para la metametáfora- en el que intuyo un futuro similar. Los periodistas deportivos ante la cercanía de un equipo a la zona de descenso hablarán del nerviosismo, de la impaciencia de la hinchada, de la inminencia de la catástrofe: el fantasma del descenso vendrá a perjudicar al equipo en cuestión. ¡Lo mandará a
De corazón te lo digo, pero de corazón en serio, con el corazón en la mano, así, de corazón a corazón: la superstición medieval de origen griego que decía que los sentimientos se alojaban en la parte convexa del corazón ha llegado muy lejos. Desde
Es como seguir creyendo en dios.
Volví a caer
en este amanecer,
aferrado a la lapicera
con las baldosas sucias
de mi vereda
haciendo de papel;
ando cargado de cuentos tintos,
de imágenes rosado-dulce,
de indecisiones y laberintos
en cajas de cartón;
justo me vine a caer
en este extraño amanecer,
atragantado con sueños dulces,
por querer dormir de apurado,
por soñar, soñar y soñar sin masticar.
Ahora entiendo porqué no duermo:
de tanto abrirles el corral
se me van escapando los sueños.
¿Cuál de ellos va a desafiar al resto
y va a meterse de vuelta en mi corral abierto?
Sólo queda la vigilia policía,
otra mañana miliquera,
y la implacable represión
de algún que otro inoportuno
rayo de sol.
La única vez que la vi, ella estaba sentada en uno de los durmientes que hacen las veces de respaldo a los bancos de la estación. La vi de lejos, antes incluso de cruzar la calle; ella fumaba y fingía no verme, pero fingía mal.
-Hola- le dije, y me senté a su lado, también en el respaldo, para quedar a la misma altura.
-Te estaba esperando- me dijo. Luego dio una profunda pitada a su cigarro y me miró.
-La próxima vez que me esperes – le dije-, te convendría avisarme que me estás esperando.
Sonrió.
-Es que no sabía que te estaba esperando- me dijo, mientras hurgaba en uno de los bolsillos de su campera.
Me ofreció un cigarro que no acepté. Era extraño que no me tratara como un desconocido, que hubiese sido lo natural.
Era una tarde soleada; dijimos cosas, hicimos otras. Pero al rato el sol se fue y se puso fría la tarde. Se puso domingo la tarde.
El sol se había ido y ella también se fue; tal vez migró a un lugar más cálido que yo.
Las pajaritas sin domesticar, jamás regresan al mismo banco. Yo sí.
¡Shhhhhhhhhhhh! No digas bobadas,
no digas bobadas
que quiero mirarte;
vos actuá normal,
como si yo no estuviera mirando.
Sí, ya sé que es difícil,
pero dale,
no sé,
actuá normal
que yo te miro.
Porque sos más linda cuando sos así,
cuando hacés cosas de esas que...
De esas que hacen las que son vos
¿entendés?
Ya sé; hagamos esto:
vos mirás al cielo, como pensativa,
podés pensar si querés,
y yo te miro.
¡Pero no pienses en cosas feas!
No pienses en cosas feas
que cuando ponés cara de preocupada
me dan ganas de llorar.
No quiero llorar,
al menos no ahora,
ahora te quiero mirar.
Pensá en cuando eras chica,
pensá en la sensación esa,
la de volver de la escuela
corriendo con la túnica desprendida;
pensá en el café con leche
y en las galletitas,
en correr, en trepar;
¿ves? Es fácil.
Ahora quedate así,
que te quiero ver para siempre.
La computadora está encendida.
El hombre termina de prepararse:
traje gris,
zapatos negros tan lustrados que encandilan,
chalina púrpura anudada al cuello
y pañuelo del mismo color
asomando por un bolsillo del saco.
Antes de tomar asiento, un último toque:
un poco de fragancia francesa
detrás de las orejas.
Estira sus dedos y los hace sonar.
Allá va,
de ventanita en ventanita,
va volando
el picaflor de msn.
-(...) y vas a vivir a su lado, el resto de la eternidad.
-A ver si te entendí… ¿los de tu religión creen que un zombi cósmico judío que era su propio padre y nació de una mujer que no tuvo sexo para concebirlo y lo llevó en su panza por obra de su padre –osea de él mismo- y luego lo dio a luz, y resultó que tenía superpoderes y podía curar a la gente , y que nos podemos comunicar con él telepáticamente, y si comemos simbólicamente su carne y bebemos simbólicamente su sangre nos va a dar vida eterna y nos va a quitar un mal que él mismo puso ahí algunos años antes cuando una mujer –que nació de una costilla- lo hizo enojar al comer una fruta prohibida de un árbol mágico porque una serpiente que hablaba le dijo que lo hiciera?
-…
-¡Ah! ¡Me olvidaba de los niños voladores con alas y de los señores con túnica que con dos palitos colocados en forma perpendicular con respecto uno del otro y un poco de agua mágica sacan espíritus malos malos malos del cuerpo de la gente!
-… No vine aquí a que me tomen el pelo.
-Pero no te vayas, todavía no me contaste la parte del arca donde había dos animalitos de cada especie, y por lo tanto había también peces, a pesar de que estaba todo el planeta inundado de agua y el único lugar sin agua era precisamente el arca, y que había incluso depredadores que bien podrían haberse comido a otros pasajeros del arca pero que decidieron no hacerlo; ni tampoco me contaste de esos tipos que vivían seiscientos años cuando el promedio de vida era la mitad que ahora, ni de ese que vivió adentro de una ballena –perdón, no una ballena, “un pez muy grande” …porque una ballena sería ridículo.
¡Por favor no te vayas! ¡Me estás convenciendo!
Cojo poco y pienso mucho;
eso es nunca
una buena ecuación.
El frío de la mañana
me distrae,
el solcito de la tarde
me contiene
pero las nochecitas,
interminables,
y silenciosas,
-¡mierda que son silenciosas!-
cada vez me entristecen más.
Es una tristeza agridulce,
o tal vez es amarga
y yo masoquista,
pero al final, ¿sabés qué?
Te termina gustando.
Estas noches son un sofá,
uno cómodo, profundo,
de esos que te hunden,
agradablemente,
cómodamente,
silenciosamente,
en su interior.
Mi luna es un techo.
¿Cómo no va a ser mi luna un techo,
si ya ni abro la persiana?
Hundido en el sofá
no se mira para afuera.
Honestidad: vino y azúcar.
Lamento profundamente admitir que la honestidad es uno de esos valores que mis abuelos y mis padres me han transmitido y yo he asimilado diligentemente, desde temprana edad.
Quiero creer que yo tenía más de ocho años cuando comencé a tomar agua con vino y azúcar como bebida habitual de los almuerzos y las cenas; sí, otros le dicen “sangría” a eso, pero en mi casa se le llamaba “agua con vino y azúcar”, o tal vez “agua con vino”, del mismo modo que a lo que otros llaman “limonada” en mi casa se le llamaba “agua con limón”; nunca logré vincular esta simplificación enunciativa, sin embargo puedo decir que sospecho algo de simpleza canaria, canaria de las islas; lo del agua y el vino, en cambio, sospecho que viene de más al norte.
A los diez años (si es que la estimación inicial de los ocho años era correcta) pasé a ser el encargado oficial de preparar el agua con vino. Mi tarea era distribuir el vaso de vino tinto suelto en los cuatro vasos de agua de la canilla, echarle las cuatro cucharadas de azúcar (en cuchara de sopa) y revolver. La cuestión es que si mi memoria no me falla, eso se hizo tan rutinario que mi tarea no estaba bajo supervisión de ningún adulto, de modo que bien pude haber variado las proporciones del “agua con vino” para usarlo a mi favor (esto es, poner más vino, naturalmente). Pude haberlo hecho, pero nunca lo hice. Ni se me ocurrió. Y eso es lo más doloroso. No pasaba por mi cabeza violar una reglita estipulada de proporciones, a los diez años. Realmente me fastidia eso. En especial porque hubiese necesitado ese aumento en la dosis de vino, verdaderamente. Escuela católica. Monjas. Dios. Noé, inundación, muerte de todos los seres humanos y animales con excepción de la familia de Noé y de los animalitos que había en su arca, Abraham, simulacro de sacrificio de niño porque dios quiere que le prueben la fe (te enterás que es simulacro al final), Moisés, bebé viajando en canasto por un río para evitar ser asesinado como el resto de los bebés, dios enojado, pestes, muertes de egipcios, plagas, esclavitud, latigazos, faraones con maquillajes exagerados que daban miedo, desiertos, calor, sufrimiento, bastón, serpiente, satanás, Jesús, más niños asesinados para evitar que naciera el mesías, traición, tortura, dolor, crucifixión, sangre, espinas en la frente chorreando sangre que le cubría la cara, latigazos, sed, vinagre, muerte, resurrección (pero con un agujero en el costado y un apóstol metiendo un dedo para sacarse las dudas)…y yo sin vino. Y yo con un mísero vasito diluido en cuatro de agua.
Que pendejo obediente y pelotudo.
Miguel estaba en el piso, con la espalda contra la pared, arrinconado. Las ventanas, firmemente cerradas, apenas permitían que se oyera el ruido de la lluvia torrencial y el zumbido del viento. Miguel sostenía la cuerda con sus manos temblorosas –el efecto de la morfina empezaba a desvanecerse- cuando unos golpes en la puerta interrumpieron la acción. Solamente podía ser Laura.
Lentamente Miguel se incorporó, dio unos pasos a tientas a través de la penumbra del lugar llevándose por delante un banquito, y finalmente logró llegar a la puerta para abrirla.
-Hola- dijo Laura, mirando la cuerda que Miguel aun conservaba en sus manos. -¿Otra vez?- preguntó, entrando al diminuto apartamento. Miguel se hizo a un costado y la dejó pasar. Luego, tiró la cuerda sobre la cama.
-Llueve- dijo Laura, quitándose el pilot empapado.
-Nunca voy a poder hacerlo si seguís viniendo- dijo finalmente Miguel.
Si yo fuera millonario elegiría la casa de algún amigo, o algún conocido, y por la noche mandaría colocar un baño químico (o uno que venga a parecérsele) frente a su casa, en la vereda. A la noche siguiente, mandaría colocar un sillón (cementado a la vereda), una mesa (con algunas revistas esparcidas encima), un televisor de cartón frente al sillón y contrataría a un grupo de actores vestidos con los colores de algún equipo de fútbol que pasarían la noche mirando la tele en la vereda, tomando cerveza y comiendo una picada, comentando jugadas, indignándose periódicamente por alguna supuesta mala decisión arbitral y finalmente entrando en un éxtasis casi religioso al celebrar un gol de su equipo.
Es de presumir que mi amigo o conocido va a llamar a la policía, de modo que tendré que tomar la precaución de invertir un poco de dinero en la comisaría de la zona.
Andate.
Por favor,
agarrá tus cosas,
y andate.
Andate. En serio.
Salí de mi cabeza;
salí por mis fosas nasales,
o si querés,
por mis orejas.
Pero andate.
Andate, por favor. Agarrá tus cosas
y andate.
O andate sin tus cosas,
la cuestión es que te vayas,
que me liberes la cabeza
de tu presencia.
Liberame la cabeza.
¿ “Liberame la cabeza”?
¿Ves lo que me hacés decir?
Andate por favor. Andate.
“Liberame la cabeza”. Sólo falta que diga
“de fiesta” para ser un hippie de mierda.
¡Salí!
¡Salí de mi cabeza!
Necesito un poco de tu no presencia.
Tu no presencia de mañana,
cuando abro mis ojitos;
tu no presencia a la noche,
cuando froto mis pies
tratando de cerrar mis ojos.
Tu no presencia.
Te lo imploro. Salí de mi cabeza.
Voy a dejar de escribir acá,
para que puedas ir saliendo.
El ruidito de mis championes arrastrando pedregullo
es tan tentador,
que al pasar por la estación
no puedo caminar por el caminito asfaltado;
además, el pedregullo está junto a la vía,
y a mí me gusta la vía,
nostálgica,
rodeada de plantitas,
de pastitos,
así, tan sugerente.
Porque esos rieles sugieren.
Todo, sentado al solcito en un banco de la estación, sugiere;
pero los rieles, los que vienen para acá y los que van para allá,
sugieren mucho más.
Es increíble cómo da gusto
sentirse pensador en el banquito de la estación.
¡Vino un tren!
¡Vino un tren!
Llega gente.
Y a mí en este rato, muchas otras cosas se me han ido.
Anoche te me apareciste; es decir, soñé contigo. Había pasado bastante tiempo desde la última vez, pero estabas igualita: tan vos, tan real, tan fresca, tan linda, tan vos. Una lástima que el sueño terminó. Esta vez tampoco me dio el tiempo para matarte.
Hoy, conversando con dos alumnos, tuvimos la siguiente idea, que en Castellano sería algo así:
Tres personas ingresan a un restaurante –según lo que planificamos éramos JI, Lloviznita y yo-; Lloviznita llevaría con ella una cartera, dentro de la cual habría un ratón muerto, probablemente blanco; una vez servidos nuestros platos (tallarines era una de las opciones) JI sacaría el ratoncito muerto del bolso de Lloviznita y lo colocaría disimuladamente dentro de mi plato de tallarines; yo, simplemente sería el encargado de llamar al mozo y decirle la gloriosa frase:
-Mozo, hay un…un ratón muerto en mi plato.
Mi cara debía ser, naturalmente, de asco y de indignación; pero una indignación elegante, es decir, una indignación de esas que te hacen parecer un inglés. Mientras yo debía estar enterándome de qué manera nos resarciría el restaurante conversando con el mozo, Lloviznita y JI harían caras de desaprobación y menoscabo en relación a la atención al público del establecimiento, principalmente negando con la cabeza y mordiéndose el labio inferior, mirando a los clientes de las mesas más cercanas.
¿Por qué? ¿Para qué? No está del todo claro. Creo que hay algo de Macedonio Fernández ahí; algo de reírse con el proyecto aunque nunca se vaya a concretar.
O speakings que se tornan surrealistas porque los libros de inglés contienen temas de discusión para nada interesantes.
Ni eco había.
No había luz, no había sonidos,
no había paredes en las que apoyarse,
no había techo a la vista.
No había vista.
El suelo casi no se sentía,
pero había sensación de encierro.
Ni movimiento había.
Había frío. Eso sí: había frío.
Era Domingo de tarde.
Hubo una vez un grupo de personas que se reunía a recordar a sus muertos. Se citaban en determinado lugar y formando una ronda contaban los detalles más tiernos, más curiosos y más peculiares de sus abuelos muertos, de sus padres, de algún tío o de algún desafortunado amigo.
El tiempo pasó, y decidieron propagar la idea; cada uno de los miembros del grupo invitó a un conocido suyo, que a su vez invitaba a un conocido que invitaría también a un conocido. De este modo y en poco tiempo, el grupo de personas que se reunían a recordar a sus muertos estaba compuesto por muchas personas que no se conocían entre sí, lo que hizo las reuniones aun más interesantes por la ausencia de conocimiento previo del difunto a recordar.
Se reunían ya de a pares, de modo rotativo, y se contaban las historias mutuamente; por otra parte nuevos miembros conocidos de conocidos de miembros seguían llegando y la práctica se volvió interesante y dinámica. Siempre había alguien nuevo de quien escuchar una historia o alguien nuevo a quien referirle una.
Con el paso del tiempo, los miembros del grupo fueron formando sus familias –algunos de ellos tuvieron muchos hijos- y la reunión para recordar a sus muertos se hizo tradición que se extendió a sus hijos, que también participaban de las reuniones.
Poco a poco, los miembros iniciales se hicieron abuelos, y los hijos padres; después -ordenadamente, como para no dificultar la tarea de los que referirían sus historias- se fueron muriendo. Hubo un grupo de gente entonces que se reunía a charlar sobre aquel grupo de gente que se había decidido a recordar a sus muertos en reuniones como las que ellos mismos tenían.
Un muchacho que consideraba la muerte materia de chistes por la ilusión de inmortalidad que la juventud brinda, comentó con cierta gracia: lo bueno de este grupo es que nunca va a faltar tema del que hablar.
Que el cafecito a la mañana
para despertarse antes de ir a trabajar;
que el cafecito después del almuerzo,
para volver al trabajo más o menos despierto;
que el cafecito en el trabajo,
para no andar con sueño;
que el cafecito de vuelta a casa,
para acompañar la merienda;
que las pastillas para dormir,
y las de no imaginar gente;
que el vino a vomitar
en la noche del sábado.
balance perfecto de sustancias.
Revisando en un cuaderno viejo, encontré esto. Pre Ábacos. Totalmente Pre Ábacos:
Gárgolas y duendes me aspiran el cuarto con una aspiradora blanca como la nieve. Como la nieve con desesperación mientras miro el espectáculo con atención. Kon Aten Zion dice llamarse la joven de Timor Oriental que practica poses de Ninja con un tubo de luz. Tuvo de luz y tuvo de noche todo lo necesario; este fue un día especial. Hundía “Especial”, también “Regata” y a qué mentir, también “Santa María”( las tres naves más importantes de la naval boliviana) ante la mirada atenta de mi rival en la Batalla Naval que se venía desarrollando en el papelito. Le dije “L8”.
A propósito del uso de groserías debo confesarme, sin orgullo, demasiado inglés Victoriano; vergonzosamente apolíneo. Rara vez digo “malas palabras”. Será quizá un residuo inconciente de mis días en la escuela católica. Vaya a saber uno.
Cuando insulto, así esté solo en el lugar, lo hago bajando el tono de voz abruptamente.
-Me hubiese gustado contarte esto antes, papá- dijo Marcos, con la mirada hacia abajo.
Hizo una pausa, y luego agregó, con la mirada fija en la lápida:
-Tengo novio, papá. Y soy feliz.
Juan, que sostenía tembloroso el paraguas para protegerse de la lluvia, tomó la mano de su novio y se la apretó.
Me encantaría revolverte
todos esos pelos locos que tenés,
pero me quedo mirando tu cuello,
a tres asientos de distancia.
Me encantaría revolverte
esos pelos locos que tenés,
pero ¿sabés qué? Ya me bajo.
Yo soy de esos que siempre
tienen que bajarse una parada antes.
A esa altura mi remera blanca
había tomado más vino que yo;
casi todo se movía, alternando
verticales con horizontalidad.
Adentro se oían ruidos,
un blblblblblllblblrrblblblbl de guitarra eléctrica,
y algún que otro
tu tu pá, tu tu pá.
Afuera los murmullos y la montonera
no me privaron de verla
caminando hacia mí (nosotros):
la caja de vino y yo.
Me pidió un trago y se sentó a mi lado;
me dijo “armo un tabaco”
y yo me largué a reír;
siempre me da gracia cuando me relatan
lo que van haciendo.
Le dije que yo no fumo, y me miró con desconfianza.
Sacó su celular negro, y lo dobló por las puntas;
metió adentro el tabaco, babeó los bordes
y los empezó a pegar.
Era una noche con estrellas que ya se movían menos,
había un calor horrible , pero no la pasaba mal.
El celular/ hojilla empezó a derretirse,
y los dedos de la botija se empezaron a enchastrar.
“¡Cerda! ¡Mirá cómo tenés los dedos!”
le alcancé a gritar. Parecía chocolate derretido.
Se rió y me miró a los ojos:
“tendrías que ver
el enchastre que tengo de alma pa dentro”
me respondió.
No solo estaba buena: se emborrachaba bien.
No le dije que era linda, ni preciosa, ni divina;
no le dije “Princesita” , ni “muñeca”, solo la miré.
Tengo entendido que las princesas
generalmente no estaban buenas,
se revolcaban con los hermanos,
y con los primos, para conservar
el elegante retardo de la nobleza.
No le dije “Princesita”.
Le dije “no te digo Princesita
porque no estaban buenas,
y vos estás que no se puede creer.
-Los hombres tristes tienen su encanto- le dijo, mirando directamente a sus ojos con una expresión sugestiva. El joven bebió su sexto vaso, o tal vez su noveno o undécimo de la noche, acodado a la barra, junto a la muchacha; apenas podía pensar, entre la música, las luces y el mareo.
Sin embargo, lo hizo. Y su pensamiento esperanzador –concluyó él luego- debió quitarle esa tristeza encantadora de la que hablaba ella, porque en cuestión de minutos la muchacha estaba a las risotadas con un muchachote en apariencia más tonto y menos triste.
Tal vez- pensó luego, mientras llenaba torpemente su vaso- nada de eso tenía que ver con la tristeza.
Me dijo que a mí me gustan las mujeres que no me quieren ni me van a querer, porque soy masoquista y siento placer en el dolor; que me boicoteo, y que eso es por no sé qué de la sobreprotección maternal durante un estadio crítico de la infancia. No entendí mucho; por suerte mi madre entró al consultorio y espantó a la psicóloga a escobazos.
Era temprano a la mañana. Estaba un poco frío, pero el sol templaba el día y la niña no estaba dispuesta a permitir que una brisita fresca y un pronóstico del tiempo desfavorable a sus intereses la viniese a privar de arrancar el día con una sonrisa. Se puso una camperita, agarró la bici -cuya bocinita probó antes de montarse; el "clin clin" que produjo la dejó satisfecha-, se colgó la mochila con sus implementos de trabajo al hombro, y se largó a pedalear.
Iba con el torso erguido, recto, agarrada del manillar con las manos bien estiradas; tenía su ceja derecha arqueada, el mentón apenas levantado y sus ojos alternaban miradas hacia la izquierda y la derecha, con el orgullo del primer día de trabajo. Los temores arcaicos de perros agresivos ensañados con los bicirepartidores como ella no afectaban su orgullo ni su lenguaje corporal. El primer mundo y la posmodernidad, ya no tan arcaicos, sino más bien actuales, afectaban un poco el acto mismo de lanzar el periódico; ella imaginaba que sacar los periódicos de la mochila y lanzarlos sería tan divertido como el trabajo que de hecho tenía que hacer. Ya nadie lee en papel; sacar pequeñas notebooks de la mochila para tirarlas al buzondenotebooksparaleerdiarios de cada hogar no es lo mismo que enrollar un diario con olor a tinta y tirarlo con toda la fuerza, sin dejar de pedalear. Pero es el primer mundo, y todo es digital, todo es nuevo, todo cambia.
-Hay que adaptarse- pensaba ella, mientras sacaba otra notebook y la tiraba a una casa sin buzondenotebooksparaleerdiarios- ; al menos es divertido ver como estos aparatitos negros se abollan al caer.
¡Qué linda!
-¡Ay! ¡Pero es muy chica! ¡Debe tener dieciséis!
-¿Y? Yo solo dije que era linda, nada más; si hubiese dicho “qué fea” vos no me hubieses dicho que era chica ¿no? ¿No ves que edad y belleza son variables independientes?
Había demasiada luz solar para mi gusto, pero el calor era aun soportable; la primavera recién comenzaba. Estaba en la parada, esperando el 582 para ir a trabajar. A unos pocos metros había una hermosa muchacha de mi barrio. Le hablé y me habló. Podría decirse que entablamos una conversación, aunque las preguntas siempre las hacía yo, y las respuestas, amables y no monosilábicas como sucede con otras mujeres lindas, provenían de ella. Logré atraer su atención en algún momento promediando la charla porque recuerdo que alguna pregunta me hizo. Tal vez fue solo cortesía y no interés real, pero en cualquiera de los dos casos la conversación se vio favorecida.
Llegó el ómnibus y ella también se lo tomó. La charla duró tan solo seis paradas, porque ella se bajó en Sayago, despidiéndose amablemente. Inmediatamente después comencé a buscar mi mp4, para continuar un viaje en soledad cuando –ahora lo lamento-divisé a un muchacho conocido, en el fondo del ómnibus. Se me acercó y me saludó efusivamente. Jugábamos juntos al fútbol cuando éramos chicos; de hecho, éramos rivales casi siempre.
Luego de responder cosas como “¿en qué andás?” o “¿qué es de tu vida?” y oír sus respuestas a las mismas interrogantes, sucedió lo que me impulsó a escribir éstas líneas: el descubrimiento.
-Venías hablando con una botija- me comentó, con un desagradable tono cómplice.
-Sí. ¿Es linda, viste?- dije yo, casi disculpándome por la obviedad de mi respuesta. Sin embargo:
-Sí, yo que sé. Para mí es demasiado gordita. Y demasiado negrita para mi gusto.
Pocas cosas me han dado tanto asco como la cara que puso cuando dijo eso. En ese momento fue cuando descubrí que aquel grandulón y torpe defensa que me marcaba en el campito se había transformado en un racista arrogante. Y no me gustó descubrirlo.
-A mí me gusta. Pero decime: ¿qué es ser “demasiado negrita”?- le pregunté. Como no me respondió enseguida (o tal vez con mi apresuramiento no le di tiempo de hacerlo) , agregué:
-¿Hay grados de negréz? ¿Cuándo deja de ser “demasiado negrita” para ser “aceptablemente negrita”?
Naturalmente me dijo que no era racista, que no era tan así. Yo la verdad que no sé, pero me bajé de ese ómnibus y caminé al trabajo con una tristeza de esas que te hacen arrastrar los pies y dejar los brazos caídos. Descubrir que alguien que uno sospecha parte de un pasado inofensivo termina formando parte de un presente ofensivo, no está bueno. Mucho menos si encima cuestiona mis gustos.
Nota: No he vuelto a conversar con la muchacha en cuestión. Hemos cruzado algún “holacomuandás” de esos que se sueltan sin dejar de caminar, y pude notar que sigue siendo igual de linda, gordita y negra. Al señorito desagradable no lo he vuelto a ver. Tampoco a su paleta de colores.