El
jardín estaba lleno de cosas verdes. Había arbustos con hojas verdes, árboles
gigantes que dejaban ver sus ramas apenas asomando de sus pantuflas
verdes. Había patos, verdes, obviamente,
que estaban haciendo cosas de patos: jugaban al ajedrez. El tablero de ajedrez
era verde, al igual que las piezas, que también eran verdes. El problema
realmente era que los cuadrados (y también los círculos, porque tenía círculos
el tablero) eran verdes, entonces no se podía distinguir con facilidad cuál
casillero o círculo era cuál, ni tampoco estaba muy claro que hubiera tales
casilleros. Había también escobas, verdes, con mango verde, todo del mismo
tono.
Mismo
tono de verde.
A
lo lejos se podía ver una fila de gente que albergaba a una cantidad diversa de
gente: había dos o nueve personas con trompetas para tocar música verde, había
hongos, verdes, había niños con raquetas de tenis verdes, que saltaban en el
lugar, gritando ¡verde, verde, verde,
el que no es verde, pierde! También
eso gritaban otros, más atrás, que no tenían raquetas, pero que ponían las
manitos como si las tuvieran.
Una
cantidad de personas no estaban. Esos no eran verdes, pero tampoco eran de otro
color, porque a fuerza de ser verdemente honestos: no eran. Una persona que no
existe, no puede ser verde, o de otro color, en caso que hubiera otros colores,
ni tampoco podría ser persona verdemente dicha, porque no existiría. El verdor
o la falsedad de una existencia se pude definir de muy pocas maneras, pero eso
es asunto de la Verdesofía. No mío. Mi verdeasunto, en caso de que haya algo
así como un verdeasunto mío, vendría siendo describir, continuar describiendo,
lo que había. Es decir, el Jardín Rojo.