Por definición,
no se puede volar con los pies sobre la tierra.
Yo estoy caminando hace mucho tiempo,
con la mirada en las nubes
y las patitas en el pedregullo.
El arte es mentira. Pero helarte es verdad.
Por definición,
no se puede volar con los pies sobre la tierra.
Yo estoy caminando hace mucho tiempo,
con la mirada en las nubes
y las patitas en el pedregullo.
Este texto es un guión utilizado en una columna del programa Todos Contra Todos, del cual participo, que puede ser oído los Domingos de 16 a 19 en www.radioactivafm.org o en el 102.5 de su dial en algunas zonas de Montevideo.
Comportamientos en el ómnibus y su trasfondo psicológico
Hay, si no me equivoco –y seguramente me equivoco- tres grandes tipos de personalidades.
La personalidad neurótica, la personalidad psicótica y la personalidad fronteriza.
Neuróticos, psicóticos y fronterizos: estereotipos para ilustrar
El neurótico experimenta culpa, necesita aprobación de los demás y experimenta culpa, y experimenta culpa. Y culpa.
El neurótico es habitualmente descripto como…Woody Allen.
El psicótico, en cambio, no experimenta culpa, no le importa mucho qué es lo que sucede a su alrededor siempre y cuando consiga lo que desea. Se lo describe habitualmente como un ser egoísta que vive en una burbuja. Un buen ejemplo sería el personaje de Seinfeld, George Constanza.
El fronterizo por otra parte, es aquel que está más jodido. Es más proclive a sufrir de trastornos severos de personalidad y en encima su denominación se puede prestar a confusión y hacernos creer que solo las personas nacidas en Rivera, Artigas, Cerro Largo o algún lugar cercano a una frontera pueden ser fronterizos, cuando en verdad no se trata de eso. Puede haber Fronterizos en Durazno y neuróticos en Rivera.
El fronterizo es habitualmente descripto como alguien proclive a las mudanzas, a los cambios bruscos de apariencia y gustos estéticos.
Un ejemplo de este tipo de personalidad que se me ocurre es Ruben Rada
Hasta aquí, estoy brindando nada más que información –falseada, llena de verdades a medias- que debemos tener en cuenta para pasar al siguiente punto, que es el verdadero descubrimiento:
Los comportamientos de los pasajeros en los ómnibus son CLARAMENTE vinculables a estos tres tipos de personalidad. Y esto que digo, no es simplemente que se me ocurrió; tengo años estudiando la materia.
Situación: una persona que viaja sentada se para, y deja su asiento libre.
Un pasajero neurótico miraría a su alrededor, buscaría la aprobación de otra persona antes de sentarse; ni hablar que si una persona de la tercera, cuarta o quinta edad está en el ómnibus le cederá el asiento –lo mismo que a una mujer embarazada, a un niño o a un mormón- ; y vale decir que para que una pasajero neurótico se siente el asiento tiene que quedar libre frente a él, y no haber otros candidatos cerca. Sino, a viajar parado.
Un pasajero psicótico en esa misma situación se sentaría sin problemas si el asiento queda vacío frente a él. Pero incluso, si el asiento libre está lejos de su posición, se arrimará, impedirá el paso de los demás, fingirá lesiones que no tiene, desmayos falsos o algún otro tipo de artilugio para hacerse del lugar. Gran parte de la población de pasajeros psicóticos son señoras mayores. Y en especial señoras mayores con bolsas.
Un pasajero fronterizo probablemente reaccione de un modo intermedio al de las dos personalidades analizadas antes, sentándose si el asiento queda libre frente a él. El tema curioso ocurre luego, cuando el ómnibus se va vaciando, y el pasajero fronterizo comienza a vagar por el ómnibus, cambiándose de asiento de un lado a otro, porque en uno da el sol, porque se desocupó allá adelante uno individual, porque de aquel otro lado se ve más lindo para afuera, etc.
Otros aspectos a tener en cuenta al viajar en ómnibus:
El pasajero sádico.
Habitualmente se trata de una señora mayor, pero también lo puede haber de otros rangos etáreos; suelen estar armados con bolsos, carteras, mochilas, tablas de dibujo, agendas de tapa dura o paraguas con punta. Son verdaderamente peligrosos, en especial en los ómnibus llenos.
El escolar.
El niño es malo. Y esa maldad se potencia cuando tiene mochila y corre por el pasillo del ómnibus.
La señora mayor dispuesta a matar si no consigue un asiento rápidamente.
El chofer del ómnibus que juega a los bolos con los pasajeros frenando de golpe.
Las pandillas de gnomos que suben a tirarle chumbitos babeados a la gente que viaja sentada.
Me gustaría saber cómo hacen para seguir viviendo como si nada cuando ven una mujer espectacular, de esas inaccesibles, de esas que te miran de reojo como si les diera lástima que las miraras o esas que ni siquiera se dan cuenta que estás ahí.
¿No les da ganas de llorar? ¿No se sienten miserables? ¿Será que no ven lo que yo veo? ¡Y encima pueden dormir de noche como si nada!
Si hasta les parece perfectamente normal. “Y es así”, me dicen.
Leía recostado en el tronco de un árbol, a la sombrita. En la plaza, mayormente poblada por niños gritones y padres conversadores mateando, se estaba bastante bien. Una conversación, sin embargo, vino a sacarme del estado de aislamiento en el que me encontraba; un muchacho conversaba con una muchacha y aunque no podía dejar de mirar hacia arriba, asombrado por lo que veía, alcancé a escuchar el diálogo:
-¡Pablo! ¡Tu nena está gigante! Y qué linda, te felicito- decía la muchacha. El padre de la niña pretendía agradecerle, pero una sandalia enorme –correspondiente al pie izquierdo de su niña- había aplastado a la muchacha elogiadora.
-Fe sin quener papá- dijo la niña, asomando sus ojotes brillosos por entre las copas de los árboles.
Cuando salió la tercera zanahoria de la galera, el mago miró de reojo al público y no pudo ocultar una gota de sudor que caía, zigzagueante, contorneando su cara, de frente a mentón.
Desde el público un conejo se trepó al escenario con alguna dificultad, dando saltitos. Poco a poco el resto de los conejos espectadores también treparon al escenario y comenzaron a comer violentamente las zanahorias que habían quedado alrededor de la galera; luego, enfurecidos, tomaron las que estaban dentro. El mago, aterrado, corrió hacia camarines. Los conejos no tardaron en alcanzarlo.
Aquella mañana
Cuando él estaba agonizando en la cama, dos días antes de morir, me le acerqué y le pregunté:
-¿Estás bien?- y de inmediato me di cuenta que mi pregunta era estúpida. No estaba bien.
-Sí- me respondió. Pero había tosido sangre esa noche.
Ahora me doy cuenta que lo que debí preguntarle fue “¿tenés miedo?”. Y también pienso ahora que tal vez él ese día respondió, con su valentía habitual, a la pregunta que debí haberle hecho.
Y ahora parece que los tipos son una mierda, todos traicioneros, todos mentirosos, todos adúlteros.
Y ahora parece que todos actúan un papel, que sus vidas son especiales, llenas de vicisitudes, de alegrías contundentes y de depresiones estrepitosas.
Y ahora parece que todos están tristes, sufriendo por amor, con el dorso de la mano apoyado en la frente y los ojos cerrados, levantando el mentón.
Y ahora parece que hay que llorar y avisarle al resto; y que se sufre siempre y cuando alguien lo vea, en la red social, o en el mundo de veras.
Y ahora parece que las mujeres son todas manipuladoras, sutiles y crueles, como las malas de las telenovelas.
Y ahora parece que hay que matarlos a todos, porque todo indigna, todo ofende, todo lastima.
Y ahora parece que a los 16 años se debe obrar como a los 30, y a los 30 como a los 16; porque todo es todo, y nada es nada.
Y ahora parece que la vida pierde su realismo; parece que la realidad es creíble siempre y cuando imite –con mayor o menor éxito- a la realidad de la ficción guionada.
Y ahora parece entonces que se ama como en la tele, se corteja como en la tele, se teme como en la tele, se reacciona como en la tele.
Y ahora parece que es todo como una novela. Los prejuicios son de telenovela, las expectativas son de telenovela, la nostalgia es de telenovela, la esperanza es de telenovela. Todo sobreactuado.
Yo apagué la tele hace unos años. Jamás sospeché que su programación me rodease, incluso con el televisor apagado.
Me encanta que me pegues con tu bolso en las piernas
mientras intento pasar;
me gusta sentir la punta de tu paraguas
contra mis costillas.
Contengo el orgasmo
ante cada uno de tus intentos
por atender el celular,
y gimo cuando tu codo roza mi mentón
con tanta violencia.
Cuando decís “con permiso”
y me pegás una patada,
siento un placer cochino
difícil de verbalizar.
El vaivén del ómnibus
y tu matera en mi espalda
hacen que miedo y erotismo
sean sinónimos.
Cuando llega Millán y Raffo,
y se bajan casi todos,
mi pene se pone flácido,
y se termina la diversión.
Busco en vano, contacto,
violencia, maltratos,
dolor.
Pero lo único que encuentro
es espacio libre, asientos,
ventanas, cortinas,
y pocos pasajeros a mi alrededor.
Quedan menos de diez minutos de viaje,
amargos, suaves,
melancólicos.
No habrá más golpes hasta el día siguiente. Y qué triste
que el día siguiente aun no es hoy.
Érica se paró al costado de la cama y observó el cuerpo desnudo de su novia. La miró, siguió con sus ojos la curvatura de sus piernas, de su cintura, y pestañeó tres veces al posar la vista en sus pechos. Llegó a mirar el perfil de su cara y por un momento –solo por un momento- se arrepintió de haberla matado.
“Me parece que este misterio se considera de fácil solución.”
Edgar Allan Poe.
Los crímenes de la calle Morgue.
Me parece que este misterio se considera de fácil solución- interrumpió Federico, con voz grave. Todos lo miraron con estupor. Federico, con su ya clásico gesto de “ay ay ay cómo me duele la cabeza”, pronunció, solemnemente: -dios ha muerto.
-Así que era eso- dijo en voz baja uno de los presentes, asintiendo con la cabeza, con sus ojos entrecerrados y la mano en el mentón;- así que era eso.
“El señor del escritorio sacó una llave de un determinado bolsillo y abrió la puerta”
Leo Maslíah
Historia transversal de Floreal Menéndez
El señor del escritorio sacó una llave de un determinado bolsillo y abrió la puerta. Luego, guardando la puerta en un bolsillo indeterminado, comenzó a caminar sobre la llave, cuidadosamente, poniendo un pie delante del otro, tratando de mantener el equilibrio y no caer al vacío. Vacío, que, paradójicamente, estaba lleno de escritorios determinados, que contenían un indeterminado número de llaves, que darían paso, abriendo un número indeterminado de bolsillos, a un número indeterminado de hombres.
“Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado.”
Franz Kafka
En la Colonia Penitenciaria
Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. La Cama se coloca en el medio de la sala, y a su alrededor se colocan las Sillas; en ellas, llegado el momento, se sentarán los comensales elegidos previamente por La Comisión de Selección de Comensales. El condenado, tendido en la Cama, estará en un principio con los ojos vendados y luego ya no. Los Comensales, en cambio, estarán con sus ombligos vendados durante toda la Sesión, y vestirán solamente los Taparrabos, las orejas de Conejo y el Cinturón de Sonajeros. Antes de sentarse en las Sillas, los Comensales deberán efectuar los Bailes previamente ensayados y referir los Chistes que les hayan tocado en suerte. No olvide que el condenado debe reír.
-¿Y cuál vendría siendo entonces mi tarea?- pregunté.
-Cometer un crimen. Y dejarse atrapar.
Entiéndase por Juego de la oración a abrir un libro, señalar con el dedo índice en una oración al azar, en una página elegida al azar, y luego escribir un pequeño relato a partir de ella.
“Una vez en el piso, el insecto se mueve con dificultad sobre la alfombra”
Migraña
Alfredo Fonticelli
Una vez en el piso, el insecto se mueve con dificultad sobre la alfombra. Me inclino suavemente, temiendo que el insecto huya espantado ante mi presencia, y apunto con mi lupa en su dirección. Constato, con entusiasmo de niño, que se trata de una mosca que tiene una alita herida, y que no puede volar. Concentro mi mirada en las alitas, pero no lo hago por mucho tiempo porque algo me incomoda; siento una presencia; siento algo que me sucede a menudo y que por frecuente no deja de ser molesto: me siento observado. Y me siento observado desde atrás, es decir, desde fuera de mi campo visual. De pronto, al mismo tiempo que comienzo a sentir olor a quemado y a ver como la alfombra comienza a incendiarse, un fuerte dolor –como un cañonazo furioso y caliente- se apodera de mi brazo derecho. Absorto en mi dolor, caigo al piso, boca arriba; mi brazo no responde y me desespero, no me aterra tanto el dolor o el fuego que me rodea, sino el hombre gigante que sostiene esa lupa monstruosa por la que atraviesan los rayos solares que me queman, poco a poco.
Son las 3:29 de la noche. Abro la ventana y – por miedo de escuchar a Zitarrosa- pongo a los Dubliners.
Hay un olor a café que me gusta, un humito que invita a fumar; pero yo no fumo. A veces me imagino fumando, y me descubro completando el estereotipo. Por suerte sigue incompleto.
El cielo está raro, o yo estoy demasiado normal.
Hay tanta droga –de todo tipo- que no sé qué elegir; la ilusión de elegir con qué distraerse es también una droga alucinógena, cuando no directamente una alucinación.
El libro ese rojo, que bien puede ser púrpura o bordó, está ahí, tirado en la cama, tentándome. Sé que voy a leerlo eventualmente, sé que Jorge Luis va a poder más que el clonazepam.
También sé que el dolor de cabeza no va a estar bueno.
Ayer, mientras vomitaba, me sorprendí pensando en alguien – y lo que es peor, hablándole a alguien- inesperado. Fue agradable conversar contigo, o conmigo, haciendo de mí y de vos. Fue conmovedor cómo me mirabas. Cómo me miraba.
Me miro lindo a veces.
By the rising of the moon, by the rising of the moon cantan estos irlandeses.
No se ve la luna, lamentablemente. Pero me la puedo imaginar. Con la sonrisa del gato de Alicia, como me dijo Valentina; o asomándose entre nubes nocturnas rebeldes, entre rayos silenciosos. Aun no me decido qué me gusta más.
Es lindo esto, a pesar de todo.
La ventana, el violín y el tin whistle, mis carcajadas arbitrarias. Porque ya me río por cualquier cosa. Y me hago cargo.
¡Y mi pelo! No me peino más. Que mi pelo muestre pa fuera lo que tengo pa adentruelacabeza.
Me quedo pasmado mirando las hojas de los árboles de ahí en frente. No se mueven. Podrían moverse un poquito che. Me gusta que se muevan, pero no se mueven.
Las miro igual, pero quieto. Tal vez sea mi modo de protesta.
Un hombre robusto, vestido con overall de jean azul embarrado y equipamiento de minero, se acerca lentamente hacia una mujer que espera el ómnibus en una parada. Son las siete de la mañana y la mujer, con cara de dormida, enciende mecánicamente un cigarrillo y comienza a fumar.
Al percibir la cercanía del minero antes descripto, la mujer lo observa de reojo; notando que el hombre mantiene sus ojos en ella, vuelve la mirada hacia delante, y da una larga pitada, haciéndose la desentendida.
-Disculpe- dice el minero.
La mujer lo mira, con fingida sorpresa.
-Disculpe señorita. ¿Me permitiría entrar?- dice el hombre, colocándose el casco y encendiendo la lamparita que éste posee.
-¿Entrar?- interrogó la mujer.- ¿Entrar a dónde?
-Allí- dijo el minero, señalando con el índice hacia la vagina de la mujer.
-¡Cómo se atreve!- exclamó la mujer.- Yo jamás tendría sexo con usted, ordinario.
El minero se sonrojó.
-Yo…yo no quiero tener sexo con usted señora, estoy felizmente casado y…es que…vea, tengo que entrar a trabajar. La mujer lo miró sin comprender.
-Son más de las seis y media, y si vuelvo a entrar tarde a la mina el capataz me mata. ¡Me mata!- exclamaba el minero, consultando una y otra vez su reloj pulsera.
La mujer, alterada por la charla, vio venir su ómnibus, estiró la mano para que se detuviera y sin esperar que se acercara siquiera al cordón de la vereda dio un salto y se colgó del pasamano. Finalmente logró subir.
El minero, desesperado al ver la mina alejarse, gritaba “¡Tengo una familia que alimentar! ¡Tengo una familia que alimentar!”
El niño se para en la silla, y luego salta para atrás, dejándose caer abruptamente. Una y otra vez sube y baja la silla, soltando risitas de entusiasmo creciente. La silla de madera crujía cada vez que sus piecitos se apoyaban, y una pequeña burbujita de polvo rodeaba sus zapatitos cuando caía al piso. Solo se escuchaban su risita y el crujir de la sillita de madera, hasta que se abrió la puerta de la cabaña, y entró el hombre grandote con la cuerda al hombro, arrastrando los pies y haciendo mucho ruido.
-Llegó la hora- dijo el hombre, con voz grave. El niño, triste, dejó de jugar con la silla.
Iban a ahorcar a otro más.
-Hola, vengo a soñar- dijo el muchacho.
El payaso de galera, apoyando su violín en la mesa de mármol, se miró con cierta complicidad en el espejo, y le respondió:
-Es acá, es acá. Pero sería mejor que te acercaras a este lado del espejo. Si estás de ese lado, no puedo matarte.
Caminamos sobre un terreno arenoso, pesado, tan pesado como el clima; el calor es sofocante, y más sofocante aun es la idea de que a nuestro alrededor no hay otra cosa que arena; todo es plano, todo es arenoso, todo está bajo los rayos del sol. Todo, incluso la enorme escultura -una silueta humana que produce una gigantesca sombra- que se nos ha prohibido mirar. Caminamos, lentamente, empujados por hombres armados con bayonetas que nos empujan, pinchándonos con las puntas de sus armas, y nos indican cosas agresivamente, en un idioma que desconozco. Mi compañero de caminata no me mira, y yo casi no lo miro a él. Mi mirada está en la sombra, en el camino que ella sugiere; es un camino cada vez más angosto, a medida que vamos llegando a lo que asumo es la sombra de la cabeza de la estatua gigante.
Vamos a paso lento, pero avanzamos bastante. Habremos caminado tal vez unos cien metros. El calor sofocante y la sed me impiden estimar distancias con certeza, y mucho menos suponer una altura aproximada de la estatua. De cualquier modo, de nada sirve.
Los hombres armados nos gritan cosas, y se ponen más violentos a medida que nos acercamos al final de la sombra; nos golpean al menor movimiento tendiente a mirar hacia atrás, y nosotros no miramos. Al menos yo no miro.
Continuamos caminando, ahora, a paso veloz, con nuestros corazones latiendo cada vez más; los hombres ya no nos siguen, pero disparan, estimo yo que al aire, pero bien podría ser a nosotros. Sus gritos, cada vez más lejanos, y el miedo a recibir balazos, nos hacen caminar y caminar hacia delante.
Mi compañero, susurrando, dijo ver un lago con agua más adelante. Yo miré de acuerdo a sus indicaciones, pero no vi más que arena; a lo lejos, tal vez, una duna. Tal vez.
Cuando los disparos eran solo un eco distante, nos detuvimos. Nadie nos seguía, nadie nos disparaba, nadie nos vigilaba.
Giré. La estatua ya no se veía; ni su sombra, ni los hombres armados; solo se veían algunas de nuestras huellas- las más cercanas- y un sol reflejado en la arena que enceguecía.
Allí quedamos. Solos, sedientos, en un desierto que parecía no tener fin.
Llueve. Llueve mucho y yo estoy acá,
sequito, de este lado de la ventana.
En la calle las gotas suben
y llegan casi casi hasta el piso.
Caigo en gotas
y me doy contra el techo.
No puedo dormir y estoy acá,
pensando,
repiqueteando mi frente como garúa,
como esas gotas de dudas,
que percuten en el techo.
Es que estoy solo acá.
Escondido tras mis padres y mis amigos;
la concha de la madre. Solo.
Solo y con un miedo que derrite.
Mierda,
hoy es una de esas noches
en las que el vino me ilumina
y me doy cuenta:
la vida está demasiado difícil para tener que vivirla de a uno.
Y ya que escuchaba este tema mientras escribía...
Tus padres engendraron el mejor verso;
luego, lo que sucedió
-y lo que no sucedió-
vino a alejarte de mi poema.
-¡Señor! Mis tetas están más abajo.
-¡Oh! Disculpe señorita que no le mire a las tetas, es que estaba prestando atención a lo que usted decía.
Había una vez una mujer con unas tetas hermosas, medianamente grandotas, levantadas y bamboleantes; harta de no ser escuchada con atención por sus interlocutores –que se dedicaban a mirarle las tetotas- resolvió instruirse y transformarse en una mujer de charla interesante, al punto de desplazar, en la medida de lo posible, las miradas desde sus tetas hacia su cara. Después de un tiempo tuvo éxito y se transformó en una mujer hermosa e inteligente.
Señorita, nótese que:
la adquisición de una charla interesante aumenta su belleza.
Había varias veces una mujer sin unas tetas hermosas, ni medianamente grandotas, ni levantadas ni mucho menos bamboleantes, que harta de no ser mirada a las tetas decidió suspender todo tipo de charla interesante, para desplazar las miradas desde su cara a sus tetas. Velozmente tuvo éxito en su empresa y se transformó en una mujer fea y estúpida.
Señorita, nótese entonces que:
la ausencia de una charla interesante no aumentará la exuberancia de su busto.
La Guerra Fría fue un episodio lamentable para la humanidad; fue un conflicto entre dos bloques ideológicos con proyectos imperialistas: por un lado, los Estados Hundidos de América, y por el otro la Unión de Repúblicas Socialistas Diabéticas.
Si bien el enfrentamiento surge como consecuencia de la situación político – militar resultante de la Segunda Guerra Mundial, bien puede decirse que ambos bandos se tenían ganas. Y esas ganas que se tenían las resolvieron, como tantas otras veces a lo largo de la historia, tirándose cubitos de hielo. Ya fuese en Vietnam, como antes en Corea, en Afganistán o en la Alemania dividida, la lluvia de cubitos de hielo de un lado a otro de la cortina de hierro fue algo constante. Se recuerdan aun episodios como la colocación por parte de la Unión Diabética de una catapulta-tira-cubitos-de-hielo en Cuba, apuntando directamente hacia los Estados Hundidos, lo que desembocó en la también memorable Invasión de la bahía con cochinos en la que los Estados Hundidos y disidentes cubanos de la revolución de William Castro intentaron invadir Cuba lanzando cientos de chanchos rumbo a La Habana a través de la playa de La Agraciada; lo que supuso un gran error estratégico y un duro revés a la campaña de invasión, principalmente porque la playa de La Agraciada no se encuentra en Cuba, sino en la Banda Oriental.
Otro episodio memorable de La Guerra Fría fue la guerra de Vietnam, donde en otro grandísimo error estratégico el ejército americano pretendió vencer a la guerrilla del King Kong- apoyada por los Diabéticos-, lanzando cubetas de hielo en una selva calurosa como la de Vietnam; ¡Hay que ser pelotudos!
De cualquier modo, a pesar de los errores estratégicos de los americanos y de las ventajas apreciables de los Diabéticos para conseguir hielo y nieve en la madre Rusia, La Guerra Fría fue en extremo pareja. Esto se debió en parte por el ataque constante de los Estados Hundidos a las provisiones de insulina de la Unión Diabética y a la propensión de éstos últimos al consumo de alcohol. Está claro que diabéticos desesperados por la falta de insulina, y encima borrachos, no pueden triunfar en un conflicto bélico.
Hoy en día La Guerra Fría es cosa del pasado (no en vano forma parte de estos Apuntes de Historia) pero en los últimos años el mundo a comenzado a temer un nuevo enfrentamiento de esa escala a raíz de las tensiones entre los Estados Hundidos, que pretenden la exclusividad de posesión de cubeteras de hielo, y la República Popular de Corea e Irán. Los coreanos afirman cosas incomprensibles acerca de sus motivos para tener cubeteras de hielo, y son incomprensibles fundamentalmente porque las cosas las afirman en coreano, y el coreano no se entiende.
Irán por su parte, con Mamút Imagine ¡ya! a la cabeza, alega que las cubeteras que poseen son exclusivamente para desinflamar tobillos en caso de esguinces; porque es bien sabido que los iraníes, al correr en chancletas en la arena, suelen esguinzarse re fácil. Pero con ellos nunca se sabe.
La sala está lista para que comience el juicio; tanto el jurado, como los dos equipos de abogados, los testigos, la guardia policial y la acusada, están aguardando la llegada del juez. El juez, luego de unos minutos, sale de un enorme armario que hay detrás de su estrado; primero agacha su cabeza para no golpeársela contra la parte superior del mueble, y luego, una vez afuera, cierra la puerta cuidadosamente. Camina cinco pasos rumbo a su estrado. Se sienta y prueba su martillito de madera golpeando suavemente sobre la palma de su mano izquierda; satisfecho con la prueba, da por iniciado el juicio.
Según indicó el abogado de la fiscalía, se llamaba al estrado a testificar al señor Európeo Vespucio.
El testigo caminó sobre el piso de madera que crujía de vez en cuando, rumbo al estrado. El silencio lo incomodaba. Luego de unos segundos, el testigo estuvo sentado y listo para ser interrogado por el abogado de la fiscalía.
El abogado, lentamente, se acercó al estrado donde estaba el testigo.
-Cuéntenos, señor Vespucio… ¿cuál es su relación con el difunto señor Lamartine?
-Bueno, nuestra relación es…perdón, era, la de un par de conocidos que todos los días se encontraban tomando caña en la barra del mismo bar. De vez en vez teníamos conversaciones de fútbol, de política, y de mujeres, que nos derivaban frecuentemente a otros temas.
-Temas relacionados a sus prácticas religiosas, imagino- interrumpió el abogado.
-¡Objeción!- exclamó el abogado defensor parándose súbitamente.
-No hay lugar- dijo el juez, con fastidio.-Prosiga.
El abogado que había objetado se mostró sorprendido por las palabras que había usado el juez, pero no insistió.
El abogado que interrogaba al testigo repitió su afirmación, pero ahora, en forma de pregunta. El testigo se tomó unos segundos antes de responder. Luego, respondió.
-Sí, de religión se hablaba, pero poco. Los temas a los que nos derivaban las charlas eran más bien a temas como…como lo de la última vez, donde Lamartine estaba como loco gritando que Danubio no sé qué y yo le decía que me dejara la vesícula en paz o le rompía la cara a la mujer. Y me dejó la vesícula en paz, porque si hay algo que le molestaba a Lamartine es…era, que le pegaran a su mujer; en eso Lamartine era muy reservado, muy chapado a la antigua; le pegaba él, o no le pegaba nadie.
-Usted dice entonces que el señor Lamartine golpeaba a su mujer.
-¡Conmoción!- exclamó el abogado defensor.
-Ya le dije que no hay lugar- dijo el juez de mal modo- ; pero, dígame una cosa, ¿usted se da cuenta, señor abogado defensor, que está objetando en defensa del difunto? ¿Su defendido es el señor Lamartine, la víctima?
-Sí. No. No, mi defendida es, acá, la señora Broadcasting- dijo el abogado defensor, señalando con el índice.
-Sí, su defendida es la señora Broadcasting, pero ese que usted señaló es el abogado de la fiscalía. ¿Se encuentra bien, doctor Mendizábal?- preguntó el juez, mientras abría un bombón de chocolate y hacía mucho ruido con el papel.
-Je. Sí, sí. Lo sé. El señor allí es el abogado de la fiscalía, no la señora Broadcasting, que es mi defendida, a diferencia del señor Lamartine que no es mi defendido, sino el difunto, la víctima; víctima que no fue asesinada por la señora Broadcasting.
-¡Objeción!- gritó el abogado de la fiscalía.
-Hay lugar, hay lugar- dijo el juez sin levantar la vista. Dándole un mordisco al bombón, agregó: - si nos apretamos un poco todos, hay lugar. Prosiga doctor, por favor. Pero, ¿sabe qué? Hágalo con rima.
-¿Cómo dice?
-Que lo haga en rima. Que rime las palabras, como antes yo dije “Prosiga doctor, por favor”. ¿Comprende?
-Sí, comprendo – respondió el abogado de la fiscalía.
El juez lo miró con desaprobación.
-Sí, pienso que ya comienzo, con la rima encima de cuanto parlamento yo comento, como abogado que apunta con su pregunta a saber la verdad verdadera de los hechos.
-Eso último no rimó.
-No.
-¿Le gustaría salir conmigo una vez terminado el juicio?- comentó el juez, levantando una ceja.
-Con todo gusto, su señoría.
-Bien, abogado de la fiscalía. ¿A las diez en la escalerita del mausoleo le parece bien?
-Me parece perfecto, su señoría.
-Bien, abogado de la fiscalía, por favor, prosiga.
-Dígame, señor Vespucio, ¿considera usted que la señora Broadcasting, viuda del señor Lamartine pudo haber tenido algo que ver con el asesinato del mismo? ¿Venganza tal vez? ¿Defensa propia durante alguna de las golpizas que el difunto Lamartine le propinaba?
-¡Piromanía! –exclamó el abogado defensor.
-Acá no hay más lugar- dijo el juez. –Por favor, señor Vespucio, respóndale al musculoso señor abogado de la fiscalía, por favor.
-Bueno, yo no sé si habrá sido ella o no. Lo que sí sé es que el señor Lamartine cuando vivía era muy
-¿Puedo ir?- interrumpió el abogado de la defensa.
-¿Cómo dice?- preguntó el testigo.
-No, a usted no le habla; –le aclaró el juez- me habla a mí. Y en todo caso, también al señor musculoso preciosote abogado de la fiscalía. Y no, señor Mendizábal, usted no puede ir. No hay lugar para usted.
-Qué lástima.
-Sí bueno, tal vez en otra oportunidad- dijo el juez, con la mirada posada en el abogado de la fiscalía. Bueno, señor Vespucio, continúe.
-No sé qué decía...ah, que Lamartine era muy impredecible- dijo el testigo.
-¡Soy culpable! ¡Soy culpable!- comenzó a gritar la señora Broadcasting, parada en la mesa donde su abogado tenía desparramadas varias hojas de papeles y carpetas.
-Bueno. Vamos cerrando el caso por acá, entonces. Háganme el favor de apagar todas las luces antes de salir, ¿si?- dijo el juez, mientras se metía, abrazado fuertemente al abogado de la fiscalía, en el armario del que había salido en primera instancia.
El abogado defensor se quedó un rato sentado en su silla, desahuciado; luego rompió en llanto, y no se sabe si por rebeldía o por olvido, no apagó las luces a pesar de haber sido el último en salir.
Ni bien me quedé solo en la cabaña, me invadieron unas incontrolables ganas de revisar el lugar, de mirar los objetos, de curiosear. Hay pocas cosas más divertidas que descubrir una casa ajena; saber que los otros se habían ido al pueblo aumentaba mi entusiasmo porque demorarían, al lo menos, tres horas.
Primero, arremetí contra las cosas que colgaban de las paredes de la cabaña; luego, a falta de cosas interesantes, me dejé seducir por los objetos que estaban sobre el escritorio. Todo se veía ordenado, estructurado; es decir, repugnante.
Sin embargo, hubo algo que atrapó mi atención; era una foto. En la foto se veía a Alfonso, uno de los dueños de la cabaña, sosteniendo un pescado gris de al menos medio metro; junto a él, abrazados y sonrientes, se podía ver a tres de sus amigos. Uno de ellos, el único que yo conocía, sostenía una caña de pescar de forma vertical, apoyada en el piso por un extremo. Entre Alfonso y este otro muchacho, había otros dos, que si bien no sostenían ni pescados ni cañas, tenían una vestimenta que delataba su afición a la pesca.
Cuanto más miraba la foto, más detalles interesantes encontraba: los cuatro estaban parados sobre arena, a orillas de un mar, o río, u océano; y de fondo podía verse una pequeña isla lejana. A pesar de mis esfuerzos no pude reconocer la playa, ni la isla, pero con asombro reconocí que algo extraño sucedía: después de regresar la atención a Alfonso y abandonar la isla por un momento, constaté que Alfonso sostenía el pescado, ya no cabeza abajo, sino tomándolo por la cabeza y con ambas manos; la sonrisa ya había desaparecido y el que sostenía la caña ya no miraba hacia la cámara, sino para el costado, pero conservaba su sonrisa.
Cuando regresé la vista al fondo de la foto, constaté que la isla estaba corrida contra el extremo derecho y se veía tan solo la mitad de ella. Bajé mi mirada un poco, y sin salir de mi asombro, observé que los tres –ya no cuatro- estaban parados de espaldas, sin peces ni cañas, y con el agua llegándoles a los tobillos. Ni siquiera vestían la misma ropa; ahora llevaban bermudas y camisetas de fútbol. Alfonso parecía estar mirando por binoculares hacia el mar con mucho interés.
Perturbado solté la foto que fue a dar al escritorio y caminé hacia el baño a lavarme la cara; tenía la esperanza que de esa manera podría empezar a pensar con claridad y explicar-me qué era lo que sucedía con la foto. Pero parado frente al espejo vi con horror mi cara arrugada, la barba blanca, larga, y los pelos revueltos, crespos, duros, desagradables. Me miré una y otra vez. Siempre recibí la misma imagen avejentada. Me comenzaron a doler los huesos y se me hizo urgente sentarme a descansar. Entonces caminé, como pude, hasta la sala principal de la cabaña, y me senté en el sillón individual. Estaba cansado. Me quedé sentado en el sillón, para pensar, o tal vez, para morirme.