Este es un intento por realizar algo así como una biografía/ acumulación de apuntes, de Aurelio Fagundez, poeta del barrio de Peñarol que casi nadie conoce y que antes que se fuera supe tratar. Por una cuestión de organización, voy a ir colgando apuntes individuales, pequeñas piezas, que se pueden leer más o menos en cualquier orden. Por ser la primera vez, voy a colgar dos apuntes juntos.
1
Todo indicaría que Aurelio Fagúndez,
recientemente, se mató. Las razones no están del todo claras; se han sospechado
traumas acarreados desde la infancia –que incluirían violencia doméstica-,
esquizofrenia, claras tendencias autodestructivas, depresión, desdichas
amorosas y se ha insinuado como posible razón –con cierta malicia- su empatía
hacia la bebida.
En estrecha relación con esto último, vale
decir que Aurelio Fagúndez era poeta.
Si
bien es cierto que las condiciones de su deceso no están del todo claras, no
mucho menores son las incertidumbres acerca de su nacimiento. Aurelio, a quien
tuve el gusto de haber conocido, jamás divulgaba su edad, ni me han llegado
noticias de que alguien supiera con certeza su fecha de nacimiento. Ni siquiera
el año en que nació. Sí está claro el lugar donde residió la mayor parte de su
vida: una derruida casa en la calle Lautreámont, en el barrio Peñarol.
Aurelio poseyó esa casa la mayor parte de
su vida, pero no residió siempre en ella: innumerables relatos me han llegado
–de su propia boca- sobre tiempos en los que vivió en otras partes; en lugares
verdaderamente alejados de Peñarol, bien fuese geográficamente -como ser,
Francia- o temporalmente –como ser, el
pasado, o el futuro-; y también en otros lugares no tan lejanos, pero que de
algún modo lo distanciaban de su casa durante largos períodos de tiempo, como
por ejemplo sus retiros espirituales, sus visitas a prostíbulos remotos, sus
reclusiones en centros penitenciarios, o psiquiátricos, y la lista sigue y
sigue. Pero yo no la seguiré. Al menos no en esta página.
2
A
Fagúndez lo conocí cuando yo tenía alrededor de doce años, y me encontraba
sentado en un banco de la estación de ferrocarriles, mirando las nubes. Él se
me acercó y mantuvimos el siguiente diálogo:
-¿Qué hacés?- dijo él, mirándome fijo.
-Miro la forma de las nubes. ¿Vos?
-Eso aun lo estoy averiguando- respondió.
Luego hubo un silencio. A mí me incomodó
ese silencio, no el hombre, sino el silencio.
-¿Qué forma le ves a esa nube?- le
pregunté.
Aurelio la observó con atención. Yo lo
observé con atención a él.
-Para mí –dijo, aun mirando la nube- tiene
forma de desolación.
Yo no sabía lo que significaba esa palabra,
así que le pregunté. Él me miró, dubitativo, y luego me dijo:
-Es todo lo que te espera, como a todo el
mundo.
Lo miré con extrañeza, pero insistió:
-Sos chiquito, pero siempre es bueno que
alguien te lo avise: te vas a morir, como todos tus seres queridos; pero antes,
vas a envejecer. Y es irreversible. Y no me preguntes qué es irreversible, lo
vas a descubrir sobre la marcha.
Así era Aurelio. Y se lo agradezco. A pesar
de que, es cierto, mi vida no volvió a ser la misma. La nube, desde mi
criterio, tenía forma de globo sostenido por un conejo, pero no se lo quise
discutir.