Para variar, el cielo estaba gris, soplaba el viento, y llovía. Un tipo en una silla de ruedas seguía con la mirada a una abrigada y hermosa morocha que pasó sin mirar. Los ojos del muchacho la contemplaban como uno contemplaría a un relámpago prolongado en un día de tormenta eléctrica. Me dieron muchas ganas de llorar.
Me puse a pensar en lo cruel que es esto, y cuando digo esto, digo, todo; lo cruel que es todo esto. Me dieron ganas de decirle a la mina “miralo, sonreíle aunque sea”; sí, sé que suena a lástima, y que la lástima tiene mala prensa, pero…una sonrisa ayuda a entibiar el frío de la desolación; un desdichado digiere mejor el padecimiento si alguien le sonríe, de vez en cuando, durante un ratito.
Se me hace inevitable pensar en paralelismos, metáforas y otros recursos que sabemos de memoria. Me cuesta no decir que en cierto punto, todos tenemos nuestra propia silla de ruedas, y por lo tanto, nuestro propio impedimento para caminar. Tanto me cuesta no decirlo, que lo terminé diciendo. Da igual. Qué triste me puso esa imagen.
En fin, ella siguió, él siguió, yo seguí. Al menos eso creo.
H- Que no la veo. (Mira hacia todos lados, con preocupación)
C- Ya viene.
H- ¿Ya? ¿Dónde? No la veo.
C- Bueno, no sé qué te pasa. Valeria está viniendo para acá. ¿Estás bien?
H- Sí, un poco confundido nomás. Creí que Valeria venía ahora, no que estaba viniendo.
C- Bueno, es un decir.
H- ¿Lo qué?
C- Lo que te dije. Eso de “ahora viene”.
H- Ah. Es un decir. Sucede que “ahora viene” es distinto a “está viniendo”. No significan lo mismo. Esto que hice recién es “un corregir”. (Ríe con una carcajada estrepitosa, como idiota).
C- ¿Qué?
H- Ah. Es un decir. Sucede que “ahora viene” es distinto a “está viniendo”. No significan lo mismo. Esto que hice recién es “un corregir”. (Ríe con una carcajada estrepitosa, como idiota).
C- Ya te había oído.
H- ¿Y por qué me preguntaste “¿qué?” si ya me habías oído?
C- No sé. Es una forma de hablar, ¿viste?
H- ¿Lo qué?
C- ¿Lo qué, qué?
H- ¿Qué es lo que debí haber visto?
C- No te entiendo.
H- Me preguntaste si vi, pero no me dijiste qué debí haber visto. Me confundís.
C- ¿Yo te confundo? ¿Me estás tomando el pelo?
H- Sí, vos me confundís. Eso fue lo que dije hace unos segundos. Y no te tomo el pelo. ¿Me ves cara de asqueroso?
C- Ya sé que no me tomás el pelo. Era una expresión metafórica.
H- Ah, metafórica. Ahora sí entiendo.
C- Estupendo.
H- ¿Vos usás metáforas a menudo?
C- A veces. Cada tanto. Cada muerte de un obispo. (Ríe)
H- (Mira azorado)
C- Metáfora.
H- Ah.
C- Estás complicado hoy.
H-¿Eso es otra metáfora?
C- No.
H-¿Eso quiere decir que hay otros días que estoy simple?
C- Sí, no sé. Quiere decir que hoy estás pesado.
H- ¿Engordé? (Se mira el estómago y luego la mira a C.)
C- ¡No! Era una metáfora.
H-¿Era una metáfora? Y ahora ¿sigue siendo una metáfora, o dijiste “era una metáfora” en forma de metáfora?
El sabio lo hizo pasar, y una vez cómodamente instalados en el lugar, le dijo al hombre:
- ¿Qué es lo que deseás saber? Podés hacerme solo una pregunta, así que es mejor que seas cuidadoso al elegir. Te garantizo que la responderé. El hombre se apresuró a preguntar:
-¿Ella, alguna vez, se acuerda de mí?
El sabio, que tal vez esperaba que le preguntara otra cosa, sonrió. Luego le respondió.
Es tarde. Cuando uno lleva una vida desordenada, como le sucede a Darko, cualquier actividad que uno se propone realizar lleva mucho más tiempo, es más desgastante, y por sobre todas las cosas, rara vez se consigue hacer algo bien y a tiempo. En eso estaba Darko: acomodando un armario, como podía, empujando cosas para un lado, apretujando cosas para el otro, montando caja sobre caja, con la esperanza que al cerrar la puerta todo quede dentro del armario y que al abrirlo, la siguiente vez, nada se desmorone.
El reloj indicaba las dos menos veinte de la mañana. Darko acababa de meter, a prepo, una caja que contenía un tablero y las fichas de ajedrez que no recordaba poseer y había cerrado contundentemente el armario. La siguiente vez que lo abriera, si todo había salido bien, las cosas no se le vendrían encima, como le había sucedido la última vez.
Luego de aprovisionarse con un vaso de agua, marchó rumbo a la cama. Si conseguía dormirse a las dos de la mañana-hora para la que aun faltaban dieciséis minutos- estaría en condiciones de dormir la suculenta suma de seis horas antes de tener que levantarse para ir a trabajar.
Hacía frío. Una colcha liviana, un acolchado grueso y una sábana lo protegían del frío nocturno. Si bien hay proverbios tendientes a demostrar lo contrario, la gente aprende de sus errores, y Darko decidió no dejar el cuarto completamente oscuro y en silencio. Antes no había resultado, tampoco iba a resultar ahora. Encendió la tele, la puso en el mínimo de volumen posible y colocó una silla desbordada de ropa, tapando la luz del televisor.; de modo que no recibía luz directamente en la cara, pero no se encontraba en una oscuridad total. Un buen plan podría decirse.
El sueño, poco a poco, iba apareciendo. Sin embargo, el oído humano, traicionero como todos los sentidos, le jugó una mala pasada; si bien el volumen estaba bajo, luego de unos minutos sus oídos se adaptaron a la frecuencia y sin quererlo Darko se descubrió prestando atención a la programación- un documental sobre las virtudes turísticas de Galicia y sus construcciones de origen medieval- y el poco sueño que se asomaba, se fue. A las tres de la mañana Darko apagó todo. Tampoco se pudo dormir, como es de suponerse. No se rindió fácilmente. Cerró sus ojos. Puso la mente en blanco. Pensó en lo cansado que estaba, en lo bien que hace dormir, en lo bueno que está dormir y descansar, en el frío que hacía afuera y en lo lindo que se sentía su cama. Con nada de eso consiguió engañarse. Pero prosiguió.
Cada tanto, abría sus ojos y sentía que tenía sueño, que se le cerraban los ojos; incluso, bostezaba, pero ni bien los cerraba, el sueño volvía a desaparecer. De cualquier manera, continuó intentándolo.
En una de esos momentos en los que cerraba los ojos una vez obtenido algo de sueño luego de mirar hacia arriba, sintió un súbito temblor; no tembló él, sino la cama. Y se empezó a mover. Al principio Darko se sobresaltó, se incorporó en la cama, pero un brusco movimiento de ésta, lo hizo acostarse otra vez, violentamente. La cama dibujó un círculo imaginario con sus desplazamientos, y Darko consiguió ver que desde arriba aparecía un largo brazo humano, pero gigante, que terminaba en una mano, que estaba ubicada debajo de su cama; era esa mano la que lo transportaba. De pronto la mano, que estaba palma para arriba, volteó, y dejó caer a Darko al piso. El golpe no le dolió tanto como la impresión de ver que su cama se iba hacia arriba, apretada dentro de la mano gigante, que ahora estaba cerrada.
Ahora se veía un poco más. Estaba en una sala grande, tan grande que no se alcanzaban a ver paredes ni techo. La iluminación alcanzaba solo al centro de la sala, o lo que parecía ser el centro: una colchoneta con un diseño a cuadraditos de unos dos metros por dos metros, marrones y blancos. Había ocho cuadrados por lado. Es decir, según calculó Darko: una colchoneta de 16 metros por 16 metros. Fuera de la colchoneta, no se veía nada; había una luz encima, pero no se veía qué la emitía; claramente provenía del techo.
De cualquier forma, la colchoneta y la iluminación (y llegado el caso, la falta de iluminación del resto del lugar) no era lo más extraño: la colchoneta cuadriculada estaba cubierta, parcialmente, por piezas de ajedrez gigantes. Darko se sospechó en un sueño, y quiso asegurarse de no estar soñando que era una pieza de ajedrez. Para su sorpresa, y no tanto para su alivio, pudo moverse con total libertad; incluso se cercioró de que estuvieran todas las piezas. Y estaban todas.
La mano gigante regresó. Tomó un alfil negro y lo movió en diagonal, llevándose en veloz movimiento un peón blanco. Darko, que estaba en el centro del tablero, en un inteligente y veloz razonamiento, se movió a paso veloz rumbo al rey negro, a sabiendas de que la próxima jugada provendría del otro lado del tablero y que difícilmente (estando aun todas las piezas negras en el tablero) pudieran atacar al rey.
La mano, efectivamente, movió una pieza blanca. Fue un peón. Mientras Darko pensaba cual sería la siguiente acción a tomar, un sonido extraño, algo así como un breve zumbido, le llamó la atención. Otro, luego, pasó de ser un sonido a una imagen del objeto que producía el sonido. Era una flecha. Y en la punta, tenía fuego. Darko, luego de ver la tercera flecha pasar a centímetros de su hombro, optó por ponerse a resguardo.
Escondido tras el alfil negro que la mano había movido antes, Darko pudo descubrir que las flechas de fuego provenían de una de las torres negras. Darko tuvo miedo. No solo por las flechas, sino por el hecho de que ahora no solo debía preocuparse de no ser atrapado por la mano gigante o ser aplastado por el movimiento que ésta hiciera con alguna pieza, sino también debía evitar ser alcanzado por alguna de las flechas.
De espaldas a la mano gigante que se aproximaba, Darko se vio vulnerable y tan solo esperó que no le sucediera nada. No le sucedió nada. Al tiempo que la mano movía un peón negro y una flecha, proveniente ahora de la otra torre negra se daba contra el alfil detrás del cual Darko se resguardaba, elaboró un plan. Velozmente, yendo de pieza en pieza a resguardo de los flechazos, debía salir del tablero gigante e internarse en la oscuridad en busca de una salida, o de al menos, un escondite mejor al que tenía en ese momento.
Basándose en una serie afortunada de decisiones a la hora de conseguir refugio, Darko logró salir ileso del tablero, recorriéndolo de forma veloz y transversal, de peón en peón y sin consecuencias negativas provenientes de movimientos de la mano gigante.
Una vez fuera del tablero continuó caminando sin mirar hacia atrás. No recibió más flechazos ni tuvo noticia de la mano gigante. Caminó a oscuras durante un largo rato. El pasaje, que al salir del tablero parecía tan amplio e ilimitado, se fue haciendo más angosto y limitado. Tanteando las paredes, Darko pudo ver que cuanto más avanzaba más angosto era el pasillo, hasta que en un determinado momento - unos cinco minutos de caminata- se encontró con unos rayos de luz suave, que pasaban por las rendijas de dos pequeñas puertitas. Al acercarse, Darko se llevó por delante algunas cosas que no alcanzó a reconocer; eran duras, pero no le provocaron dolor. Luego de tres intentos fallidos por encontrar un pestillo o algo con lo cual abrir las puertitas, decidió pegarle patadas hasta que cedieran. Estaba todo oscuro, salvo por la luz que pasaba por las pequeñas rendijas, así que las patadas iban dirigidas a lo que él consideraba “el medio”, es decir,allí donde había una línea de luz vertical entre medio de esas otras dos que parecían ser los bordes o el contorno de las puertas.
Después de varios intentos pudo abrirse paso a patadas; producto de la brusquedad del golpe, cayó al otro lado del lugar, junto con unas cajas que quedaron desparramadas en el suelo a su alrededor. Con sorpresa, Darko reconoció el lugar donde estaba, y reconoció las cajas- en especial la caja de ajedrez- que antes había guardado en el armario. Estaba confundido, pero con una sensación de alivio de reconocerse en su casa.
Con todo desparramado se alejó de la sala y caminó rumbo a su cuarto. Encontró el vaso con agua en el lugar donde lo había dejado; bebió un poco para saciar la sed que tenía, y observó su cama. Estaba intacta. Tal cual la había visto antes de acostarse a dormir. Mientras pensaba en qué sucedía, en qué le sucedía, comenzó a sonar la música del celular. Eran nuevamente las ocho y era hora de ir a trabajar. Darko sonrío y pensó que al fin y al cabo él es algo así como un peón, y que es preferible ir a trabajar sin dormir que recibir el impacto de flechas con puntas de fuego.
Había sido un día difícil. La nariz no permitía el pasaje del aire, el ómnibus lleno, el día caluroso, los pasajeros inquietos, el mp4 sin batería, el cansancio; todo eso afectaba a Darko. La llegada a su casa, bajo una leve llovizna que lo había empapado, no había ayudado mucho. En otra ocasión, tal vez, esa lluvia hubiese sido celebrada con miradas a las nubes grises, a las hojas de los árboles chorreando agua, a los charcos en las veredas, a la lluvia repiqueteando en la calle o en los techos de las casas de los vecinos; no en un día como el que había tenido. Mientras llegaba a su casa, miraba hacia abajo, veía sus pies y su calzado mojado; ver sus championes de tela mojados, sentirlos más pesados que de costumbre, le daba ganas de toser.
Luego de cenar, ya seco y repuesto, miró tele, leyó un poco, amparado en el ruido de la lluvia que fuera se había intensificado, y luego decidió ir a dormir. Ese día, que había sido malo, o como se repetía él, “muy poco bueno”, fomentó cierta rebeldía. Había decidido que esa noche no tomaría la pastilla para dormir. En teoría, el sonido de la lluvia y el cansancio debían ser suficientes para conseguirlo.
Si bien la lluvia estuvo allí durante las primeras dos horas, no se durmió. A las dos horas y media, cuando se disponía a rever la decisión inicial, había cesado el ruido del agua cayendo y el cansancio había dado paso a un estado de alerta considerable.Los ojos abiertos impedían el sueño, y los ojos cerrados, también. Prendió la tele. La dejó de fondo, tapando la luz que de ella emanaba con una silla y volvió a la cama. Veinte minutos después resolvió apagarla y levantarse a prender la radio. Sintonizó una estación con gente hablando, y caminó hacia el baño. Tenía ganas de orinar. Luego, se volvió a acostar.
Cuando habían pasado una hora y media desde su último desplazamiento, no habiendo podido conciliar el sueño, resolvió levantarse y caminar hacia la cocina, a tomar un vaso de agua. De paso, apagó la radio.
Con agua ya incorporada a su organismo se encaminó a su dormitorio. Cuando abandonaba la cocina apagó la luz, y de inmediato sintió un chistido. Encendió nuevamente la luz y examinó el lugar. Allí, mirándolo, había una gigantesca pastilla amarilla.
-Cuacu, cuacu – le dijo.
Darko miró, incrédulo. Se frotó los ojos. Cuando volvió a mirar, no solo la pastilla gigante estaba en la cocina, sino que estaba más cerca, y se desplazaba en su dirección.
-¡Cuacu cuacu! ¡Cuacu cuacu!- escuchaba Darko Hook. Su corazón latía, acelerado. Primero, se encerró en su dormitorio. Se puso unos championes que encontró a primer manotón, y unos pantalones que habían quedado hechos una pelota en la silla de la computadora. Con ellos en la mano, salió rumbo a la puerta de entrada (que él pensaba utilizar como puerta de salida) y salió. En el jardín, amparado en la discreción que brinda la noche, se terminó de vestir. Desde dentro de su casa, se seguía escuchando el aterrador “cuacu cuacu” de la pastilla, cada vez más fuerte, lo que es lo mismo decir, cada vez más cerca.
Darko estaba afuera, expectante. Estuvo en ese estado, hasta que la puerta fue derribada y desde dentro apareció la pastilla con su seño fruncido y un “cuacu cuacu” de fastidio. El aterrado Hook decidió huir, y mientras ensayaba su mejor pirueta para saltar la reja y caer en la vereda, oyó que la pastilla le decía, con voz calma y amenazante:
-Vos no me querés en tu organismo, pero yo te quiero en el mío. Cuacu, cuacu, te voy a comer.
Hook saltó la reja y cayó como pudo en la vereda. La adrenalina del susto usualmente hace desestimar cualquier dolor, o al menos, posterga la queja por un buen rato; las rodillas de Darko serían tema de conversación, probablemente de conversación y quejas, cuando le empezaren a doler, ni bien el cuerpo se enfríe. Mientras tanto, corría.
En una de las tantas veces que miró para atrás, vio como la pastilla tiraba abajo la reja y lo perseguía, cada vez más rápido. Estaba cada vez más cerca.
-¡Cuacu, cuacu, cuacu, cuacu!- exclamaba la pastilla, mientras se desplazaba ágilmente por la vereda.
Darko giró a la derecha en la primer esquina, y perdió de vista a la pastilla. Segundos después, la vio rebotando por los techos de las casas de sus vecinos, acortando camino hacia él. Era de noche, de modo que muchas de las cosas que creía ver, eran en realidad sospechas en base a sonidos y borrosas sombras provocadas por la mala iluminación (y por una pastilla gigante de clonazepan que seguía una ruta irregular por encima de los techos de la zona).
La pastilla estuvo muy cerca de alcanzar a Hook en la primera intersección de calles a la que el estimado llegó, pero un súbito resbalón de la pastilla en un techo aun húmedo vino a impedir la ingesta. La pastilla quedó tirada en el suelo durante unos cinco segundos, inmóvil, seguramente recuperando fuerzas. Darko, en cambio, optó por la movilidad y corrió lo más lejos que pudo, pero no pudo de cualquier manera alejarse por completo de su acosadora; al menos no consiguió salir de su campo visual. Mientras corría, Hook pensaba con una sonrisa amarga, que correr no era la mejor forma de conciliar el sueño. Pensó en que al otro día debía madrugar, pensó en las tareas aun no concretadas, en las tareas que lo esperaban, en las explicaciones a dar por su aspecto, en las recriminaciones que se haría a sí mismo la mañana siguiente y en las articulaciones de su rodilla que le empezaban a doler. Miró hacia atrás y no vio a la pastilla. Tampoco a la calle, ni a las casas, ni a la noche. Vio sí la pared de su cuarto, y oyó el sonido de la canción que sonaba en el celular, que indicaba que eran las ocho y que había que levantarse para ir a trabajar. No había más amenazantes “cuacucuacus”, pero había un largo y amenazante día por delante. Y lo que es peor, ese nuevo día, seguramente tendría una noche en la que debería intentar dormir.
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