Con la fundamental colaboración de Adrián Pérez.
Íbamos viajando en ómnibus. Mi amigo Adrián,
fuente al parecer inagotable de ideas novedosas, me dijo que le parecía
interesante la idea de flechar las veredas, haciendo que la gente caminara en
una sola dirección, igual a como pasa con las calles. A mí me pareció una buena
idea. Para los aborígenes del barrio de Peñarol como nosotros, el fenómeno de “flechar
calles” es relativamente nuevo, de modo que flechar veredas en el barrio sería
algo así como ponerse a la vanguardia de un cambio que podría tener alcances
más allá de nuestra aldea. Era nuestra oportunidad, pensamos, de hacer una
especie de plan piloto en las veredas
del barrio, y ver qué pasaba.
Nuestro primer problema fue planteado por el mismo
Adrián: puede pasar que una persona que
camina por una vereda quiera alcanzar a otra que va por la vereda de enfrente flechada
en dirección contraria y tenga que dar toda la vuelta a la manzana. Yo le
sugerí, recuerdo, que las veredas deberían estar fechadas de un modo tal que al
llegar a una esquina uno pueda cruzar a la vereda de enfrente siguiendo la
dirección de la flecha sin romper ninguna regla de tránsito. Es decir: debe
haber algún tipo de continuidad de una manzana a otra. Él fue un poco reacio al
principio, pero luego aceptó la idea.
Estuvimos un buen rato conversando sobre
situaciones posibles como consecuencia del flechado de calles cuando algo se me
ocurrió: ¿qué hacemos con El Puente?
El Puente es un lugar histórico del barrio, que
comunica dos calles pasando por encima de la vía del tren. Inmediatamente
Adrián me respondió que El Puente no debe ser flechado, porque es patrimonio de
todos, y además, no es una vereda. Claramente tenía razón.
Unos minutos después- luego de haber cambiado el
tema de conversación incluso- se me ocurrió algo, e interrumpí a quien estaba
hablando para plantear mi propuesta: podríamos
flechar las veredas de las calles que llegan a El Puente, pero en direcciones
contrarias; de esta manera una vereda que llega hasta El Puente permitiría
subir y caminar por él, pero al llegar al otro extremo no se podría bajar, porque
las otras veredas estarían flechadas en dirección hacia El Puente. Subiendo por
el otro lado, sucedería lo mismo.
Adrián se mostró interesado en mi idea, y me hizo
notar que no toda la gente que pasa por El Puente sabría que la calle del otro
lado está flechada hasta haber subido, y que podría quedar allí atrapada por
error; si uno quisiera volver sobre sus pasos para salir por la entrada de El
Puente por la que subió, se encontraría siempre con unas veredas flechadas en
dirección contraria. Me entusiasmó la idea.
Concluimos luego que bien podría suceder que en el
puente vivieran atrapadas muchas personas que por error intentaron pasar al
otro lado de la vía por El Puente. Yo imaginé gente hambrienta pidiendo pizza
por teléfono a la pizzería y a una serie de deliveris atrapados por llevarles
comida. Tal vez luego del segundo delivery que no regresa al comercio dejarían
de enviarles comida; en eso no pudimos ponernos de acuerdo. También se me
ocurrió que algunos familiares desesperados por la pérdida de algún ser querido
atrapado en El Puente voluntariamente podría subir a él para pasar su vida
juntos, allí.
Adrián me hizo notar que eso podría tener dos cosas remarcables:
la posibilidad de sobrepoblación en el puente y la posibilidad de que se cree
una sociedad dentro de él, con características distintas a la nuestra.
Imaginamos –antes de distraernos en algún asunto menos importante- a un señor
anciano, contándole a un niño recién llegado a El Puente cómo había llegado,
diez años antes.
Luego, la vida continuó.