Creo
que viajé en el tiempo.
En
la escuela me contaron que en la época colonial, en Montevideo, lo que se
acostumbraba a hacer para deshacerse de aquellos desechos líquidos, de origen
humano o no humano, era tirarlos hacia la calle. Una práctica española que
sobrevivió incluso luego de dejar de ser parte de su reino. Generalmente se
tiraban los baldazos de agua desde los balcones hacia la calle; más adelante el
agua pasó a caer por un caño, también desde los balcones hacia la vereda. Por
esa razón, me decían en la escuela, aquellos que andaban cantando que eran las doce y que la noche estaba serena,
tomaban la precaución de caminar alejados de los balcones, para no ser
empapados en algún descuido.
Me
acuerdo también de la cara de mi abuela una vez cuando volví a casa y respondí
como un lorito a la pregunta “¿qué aprendiste hoy en la escuela?”, contándole
todo eso que había aprendido: había algo de miedo en su cara. De asco. Nunca
pude averiguar la razón. Supongo que ese miedo vendría de haber sido mojada
alguna vez, o de haber escuchado relatos, o de haberlo imaginado.
Vivíamos
en Peñarol. Si bien no es el paraíso de la limpieza y los buenos modales, el
sentido de pertenencia barrial, la ausencia de balcones y la abundancia de casas
de un solo piso favorecían la interrupción de esa práctica tradicional que
horrorizaba a mi abuela.
Ahora
ya no vivo en Peñarol. Ahora vivo en el Montevideo de verdad. Muy cerquita de
la Ciudad Vieja. En la zona con balcones, donde todavía se pueden ver algunos
agujeros y caños por donde, hace mucho tiempo, se tiraba el agua que “sobraba”
a la vereda, continuando con la tradición colonial.
El
otro día volvía a casa jugando como siempre a ser Onetti y mirar todo como si
lo viera por primera vez; presté atención a la cantidad de agua que caía de los
balcones por la calle Soriano. Me guardé la imagen. La saqué de donde la había
guardado al otro día cuando por 18 de Julio, por San José y por otras calles
cercanas, observé lo mismo.
Pensé
en mi abuela. Pensé en esa expresión en la cara de mi abuela. Ahora las personas
en casas de dos pisos o en edificios ponen aires acondicionados que tiran el agua
a modo de desecho hacia la vereda. Debo haber hecho una expresión parecida a la
que le recordaba a mi abuela, de asco y horror. La gente que camina por las
veredas esquiva los charcos de agua del piso y los hilos de agua que caen; no
vi a nadie que mirara para arriba, como tratando de averiguar su procedencia.
Esquivaban y seguían. Ahí entendí que eso ha de ser lo normal.
Me
permito una frase autocomplaciente a continuación de los dos puntos: no me
llevo bien con lo normal. Empecé a preguntarle a las personas que me cruzaba
porqué caía agua ahí. Con excepción de una mujer que me dijo “salí, no me
jodas”, el resto de las personas escuchaban mi pregunta con un entusiasmo
inicial que parecía honesto y luego seguían de largo. Ni siquiera me dijeron
que eran las seis y que la tarde estaba
serena.
Creo
que cada persona que pone un aire acondicionado y deja caer el agua hacia
afuera, con cada chorrito de agua, con cada charco que se forma, lo que está
diciendo es: La vereda son los otros, los
que no son yo, los que importan menos.
En
fin: Montevideo.