A esa altura mi remera blanca
había tomado más vino que yo;
casi todo se movía, alternando
verticales con horizontalidad.
Adentro se oían ruidos,
un blblblblblllblblrrblblblbl de guitarra eléctrica,
y algún que otro
tu tu pá, tu tu pá.
Afuera los murmullos y la montonera
no me privaron de verla
caminando hacia mí (nosotros):
la caja de vino y yo.
Me pidió un trago y se sentó a mi lado;
me dijo “armo un tabaco”
y yo me largué a reír;
siempre me da gracia cuando me relatan
lo que van haciendo.
Le dije que yo no fumo, y me miró con desconfianza.
Sacó su celular negro, y lo dobló por las puntas;
metió adentro el tabaco, babeó los bordes
y los empezó a pegar.
Era una noche con estrellas que ya se movían menos,
había un calor horrible , pero no la pasaba mal.
El celular/ hojilla empezó a derretirse,
y los dedos de la botija se empezaron a enchastrar.
“¡Cerda! ¡Mirá cómo tenés los dedos!”
le alcancé a gritar. Parecía chocolate derretido.
Se rió y me miró a los ojos:
“tendrías que ver
el enchastre que tengo de alma pa dentro”
me respondió.
No solo estaba buena: se emborrachaba bien.
No le dije que era linda, ni preciosa, ni divina;
no le dije “Princesita” , ni “muñeca”, solo la miré.
Tengo entendido que las princesas
generalmente no estaban buenas,
se revolcaban con los hermanos,
y con los primos, para conservar
el elegante retardo de la nobleza.
No le dije “Princesita”.
Le dije “no te digo Princesita
porque no estaban buenas,
y vos estás que no se puede creer.