De chico
siempre fue el nieto raro. El que iba a la casa con quinta de sus abuelos a
los cumpleaños y a las fiestas cristianas y compartía tiempo con primos, tíos,
tías y abuelos. Era el varón que se aburría jugando a la taba con su abuelo, con
su padre, con su tío, y con su primo.
Era el que se aburría jugando a las bochas en los caminitos de la quinta y
escapaba a las charlas de parrillero; era el que se aburría jugando a las
cartas; era el que se aburría porque todos los demás hacían cosas aburridas.
Era el que no aceptaba las invitaciones a ir a pescar o a cazar. Era el que
entonces se acercaba al grupo de las mujeres- prima, hermana, madre, tía,
abuela- y descubría que ellas tenían charlas incluso más aburridas que las de
los hombres. Profundamente aburridas. Entonces la cosa se reducía a caminar
mirando el piso –no por tristeza, sino porque había caminitos de hormigas muy
interesantes-, revisar galpones, tratar- a falta de una pelota- de patear
piedritas hasta meterlas en lugares distantes, estudiar el aljibe con interés
pero también con disimulo, porque todos le tenían pánico a una posible caída y
evitaban que los más chiquitos se acercaran; contar los limones del limonero;
revisar el progreso de los caracoles en su viaje hacia las plantas más alejadas
de la puerta del fondo.
Era en
cierta medida, para su abuelo en especial, el nieto difícil de querer. Y porqué
no, involuntariamente, el más distante.
Y ocurrió
años después que al abuelo lo internaron. Y ya no había taba, ni bochas, ni
asado, ni cacería, ni pesca ni cartas ni nieto niño raro. Y resulta que había
gritos, dolor, había abuelo pidiendo que lo matasen porque el dolor era
insoportable, había ojos de miedo, había apretón de mano, había morfina, había
silencio, había lágrimas. Y mientras le apretaba la mano o mientras le daba té
con leche con una jeringa sin aguja por el costadito de la boca, el nieto raro
sentía que por fin, de alguna manera, estaba jugando a la taba, estaba jugando
al truco, estaba empuñando una chumbera.
El primero
de los días que el nieto raro lo fue a cuidar, cuando se iba, escuchó a su
abuelo diciendo “Yo te quiero. Valés oro vos, mijo”
Que se
repartan el oro. De lo primero, el nieto raro, no se olvida más.