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Más adelante coincidimos en lugares del
barrio, en situaciones, en festividades, en rincones silenciosos y alejados,
tantas veces que no puedo dar una cifra aproximada.
Forjamos una amistad, no estoy seguro cómo,
ni cuándo, como sucede con las verdaderas amistades, y la conservamos hasta que
decidió morir.
No nos veíamos muy a menudo. Nuestra
relación, una vez comenzada mi juventud, se basó más bien en intercambio de
correspondencia o en casuales encuentros sumamente disfrutables. Recuerdo
cuando hace un par de años le comenté mi intención de escribir su biografía;
recuerdo su carta de respuesta, amistosa y alentadora:
La
concha de tu madre Darío; si llegás a escribir una biografía sobre mí te juro
que te voy a atormentar por el resto de tus días, hijo de puta.
Saludos
a los tuyos, y un abrazo para los muchachos.
Aurelio.
París,
Francia.
Con un apoyo tal no podía hacer otra cosa
que comenzar a escribir su biografía.
Como decía el final de su correo
electrónico, Aurelio se encontraba en ese momento en Francia. No estoy seguro
del año.
Atesoro en mi memoria la razón por la que
decidió viajar a ese país, y no a otro: “quiero
ir a bañarme a Francia; específicamente, a París”.
Durante su niñez Aurelio oyó a un familiar,
no recuerdo si un tío o una tía, comentar que los franceses “son muy de no
bañarse”, y que camuflan su falta de apego a la higiene con un asiduo uso del
perfume. Esa idea lo impulsó a ir “contra la corriente” –una constante en su
vida- y se fue a Francia con una mano atrás y la otra sosteniendo la valija.
En
París se dedicó a bañarse en cuanta fuente de agua encontró, horrorizando a
turistas japoneses y convocando a su alrededor a lo más selecto de la policía
francesa. Recorrió, según me dijo con orgullo, todas las estaciones de policía
de la ciudad.
También me envió fotografías sacadas en los
alrededores de las zonas más turísticas de París, pero, para mi sorpresa,
ninguna contenía imágenes de los lugares, sino de los turistas que las estaban
fotografiando en ese mismo momento. Fotos de holandesas hermosas, de japoneses
sacando fotos, de más japoneses sacando fotos, de japoneses que mostraban
fastidio por ser fotografiados mientras sacaban fotos, de japoneses enojados
caminando rumbo a la cámara, y un par de fotografías en negro. Con cierta
satisfacción Aurelio me dijo que es cierto el cuento ese de que todos los
japoneses saben artes marciales.
Sin embargo, no todo en Francia fue
constatación. También hubo violentos ataques de la realidad objetiva contra la France
idealizada por Fagúndez. Esa idealización -que partía de sus lecturas de poetas
franceses, también de Sartre, de Voltaire y en especial de su gusto por la
historia de la Revolución Francesa
-era extremadamente fuerte, a tal punto que alcancé a sospechar que fue a
Francia por todo eso, y no por el gustito de ir a bañarse en lugares públicos.
Su desazón quedó registrada en un correo
que me mandó poco después de aquel en el que me alentaba a escribir su
biografía:
París
no es lo que esperaba, Darío. No hay mimos en las calles, escasean los pintores
de bigote y boina, no se perciben ni la solidaridad ni la fraternidad, no
ruedan cabezas de reinas y reyes por las calles; y hay algo más desolador aun: hoy
en día no hay reyes que decapitar.
Francia
no es la misma.
Aurelio.
París,
Francia.