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El doctor
Ciye Irramone salía de su consultorio ubicado en el segundo piso de la
estación, al lado del local de comidas macrobióticas para canarios,
y lo hacía de un modo muy curioso: al mismo tiempo que cerraba con llave la
puerta de entrada a su local, guardaba en un bolso de cuero marrón una serie de
papeles. Lo curioso es que su vista estaba posada en el bolso, sus pensamientos
estaban ya en su hogar, su mano derecha cerraba la puerta con llave y la
izquierda depositaba papeles.
Caminó unos pasos
una vez cerrada la puerta del consultorio, con su vista aun posada en el bolso
colocó las llaves en uno de los bolsillos de sus pantalones y terminó de cerrar
el bolso marrón. Cuando miró hacia adelante, se encontró con una mujer de unos
treinta años que venía caminando a unos cuantos metros de distancia, con la
mirada posada en él. El doctor volvió a bajar la mirada para tomar uno de los
tirantes del bolso y colgárselo; cuando volvió a mirar hacia delante, la mujer
ya se encontraba lo suficientemente cerca como para dirigirle la palabra.
Parecía tener intención de hacerlo.
-Doctor Irramone,
¿verdad?-dijo la mujer, extendiendo su mano derecha, para estrecharla con la
mano derecha del doctor Irramone.
-El mismo-respondió
él, extendiendo su mano.
-Mucho gusto.
-Encantado. ¿En qué
puedo ayudarla?-dijo el doctor, intrigado.
La mujer, que
antes lo miraba a los ojos, ahora posaba su vista en el bolso.
-¿En qué puedo
ayudarla?-repitió el doctor.
-Por casualidad,
¿ese no será un bolso de cuero, no?-preguntó la mujer, sin prestar atención a
la pregunta que el doctor le había realizado.
-Bueno, no sé, creo
que sí.
-Usted colabora con
el asesinato de animales-dijo la mujer-¡Colabora con el asesinato de animales!
¡Asesinato de animales! ¡Asesino de animales!-gritaba la mujer, desaforada.
El doctor
Irramone miraba incrédulo. En ese momento parecía imposible que algo apartara
la atención del doctor Irramone de la mujer que gritaba, cada vez más fuerte.
Sin embargo, cuando los vidrios del local de instrumentos de música
tradicional húngara estallaron en pedazos y un grupo de ocho hombres
armados y encapuchados aparecieron, la atención del doctor sí que se vio
apartada de la mujer gritona.
Los hombres,
en cuestión de unos pocos segundos, se encontraban formando un círculo
alrededor del doctor, apuntándolo con sus ametralladoras y escopetas de caño
recortado. La mujer había quedado por fuera del círculo.
-Así que vos
colaborás con el asesinato de animales-dijo uno de los encapuchados, que tomó
la palabra primero.
-Vamos a
matarlo-exclamaron otros dos, entusiasmados.
-¡Yo no sabía nada
de esto que están diciendo!-se defendía el doctor.
-Eso dicen todos-
respondía un cuarto encapuchado.
-¡No! ¡Por favor,
se los ruego! ¡No me maten!-gritaba el médico.
Ante un gesto
con la mano del encapuchado que había tomado la palabra en primer lugar, un
camarógrafo entró por donde habían entrado los ocho encapuchados en primera
instancia.
-¡Esto es una
cámara oculta para Locos del humor!-exclamaba el camarógrafo.
Todos reían,
con excepción del doctor, que suspiraba aliviado.
Luego de un
momento de relajación de tensiones, siete de los encapuchados se quitaron las
capuchas, y por lo tanto perdieron la condición de tales, y arrojaron las armas
de utilería al suelo. Uno de los encapuchados no tiró su escopeta recortada de
utilería al piso, principalmente porque si lo hubiese querido hacer, no hubiese
podido, porque su escopeta no era de utilería sino real. Tampoco se quitó el
pasamontañas.
-Te voy a matar.
Dejaste embarazada a mi hermana, hijo de puta-dijo el encapuchado, apuntando a
uno de los ex encapuchados.
-¿Qué decís?-preguntó,
aterrado, el ex encapuchado acusado de haber manchado el honor de la hermana
del aun encapuchado.
-Dije que te voy a
matar porque dejaste embarazada a mi hermana-repitió el encapuchado.
-Y además dijo que
eras un hijo de puta-acotó la mujer.
-Vos también,
alcahueta, ponete al lado de este-dijo el encapuchado, con un rápido gesto con
la escopeta.
Luego, el
encapuchado, apuntando al ex encapuchado y a la mujer, les ordenó que se
arrodillaran. Lo hicieron. Y también lo hicieron todos los demás, no está claro
si por solidaridad o por falta de claridad comunicativa por parte del agresor.
A pesar de
los llantos y los ruegos, el encapuchado jaló el gatillo, pero en lugar de una
bala, salió una banderita azul que decía “¡Bang!”.
Desde dentro
del local de espejos ahumados se escuchaban las carcajadas de
un camarógrafo que les decía a los presentes, menos al encapuchado que como
cómplice ya lo sabía, que se trataba de una cámara oculta para Los
mosqueteros del chascarrillo. El encapuchado se quitó el pasamontañas y
arrojó su arma al suelo.
El ex
encapuchado y víctima de la cámara oculta suspiró aliviado; la mujer, en
cambio, comenzó a revolcarse en el piso sufriendo convulsiones. Espuma blanca
salía de su boca.
-¡Oh,
Margot!-exclamaba uno de los ex encapuchados.
-Yo pensé que se
llamaba Irma-dijo otro.
-Eso no importa.
¡Se nos muere!-gritaba un tercero.
Justo cuando
el doctor Irramone se disponía a darle asistencia médica a la mujer, dos
hombres aparecieron desde el techo y, merced a un complejo sistema de poleas,
se balanceaban de un lado a otro del pasillo. Uno de ellos era camarógrafo y
cargaba consigo una cámara; el otro, un micrófono negro. El del micrófono,
sonriente, comentaba:
-¡Esto es una
cámara oculta para Los cazacarcajadas de la buena onda!
La mujer, al
escuchar esto, se puso de pie, explicó que era cómplice de la cámara oculta y
se quitó la espuma falsa de la boca.
Luego, mirando al
doctor, y a la cámara, de forma alternada, dijo que había quedado claro que era
un buen profesional y que en el programa se haría mención a la prontitud con la
cual se dispuso a darle socorro.
Por detrás de
ellos, mientras aún se oían carcajadas, aparecieron un oficial de la policía y
una niña con su uniforme de la escuela rasgado, a tal punto que podría decirse
que estaba semi desnuda.
-Es ese. Ese es el
que me violó-dijo la niña, señalando al camarógrafo que pendía de la polea.
Hubo absoluto
silencio. La carcajada del camarógrafo se transformó en asombro.
-Yo no violé a
nadie-dijo con voz temblorosa el camarógrafo.
-Eso lo determinará
la justicia-propuso el oficial de policía, mientras desenfundaba su revólver y
se hacía lugar entre los presentes para acercarse al camarógrafo.
-Vení, nena.
Acercate y asegurate que sea él-dijo el policía.
La niña,
agarrada firmemente del brazo en el que el policía no llevaba la pistola, se
acercó al camarógrafo que en ese momento ya se encontraba parado con la espalda
contra el local de vidrios ahumados, tembloroso.
-Sí, es
él-sentenció la niña, escondiéndose luego de decir eso detrás del oficial de
policía. Éste, de inmediato, miró al camarógrafo a los ojos, con desprecio.
Luego, posó su mirada en el suelo, pensativo. De pronto, en un arranque de
furia se quitó la parte de arriba de su uniforme policial y lo lanzó al piso.
-Hay veces que la
justicia se debe hacer por mano propia-dijo el policía.
El
camarógrafo pedía clemencia, e insistía en su inocencia.
-¡Yo jamás violaría
a una niña!-decía el camarógrafo.
-¿Y a una más
grandecita? Mirá que las pendejas de hoy en día vienen polenta
polenta-comentaba uno de los ex encapuchados.
-¡No! ¡Yo no violé
a nadie!-insistía el camarógrafo.
-Eso es justo lo
que diría un violador-comentó el policía, y acercó su revólver a la cabeza del
acusado.
-Tranquilo, mi
amigo-decía uno de los ex encapuchados que sostenía un celular en su mano, y
estaba filmando lo que sucedía-esto no es otra cosa que ¡Una cámara oculta
para Los archiduques del humor irreverente!
El
camarógrafo acusado casi pierde diez kilos luego del suspiro de alivio.
Las carcajadas
del policía, la niña, y el camarógrafo, coparon el lugar.
-Lamento
informarle, señor oficial-decía otro ex encapuchado desde atrás, que sostenía
otro celular con el que estaba filmando el accionar del garante del orden
institucional-que usted ha caído en una cámara oculta para el programa Los
justicieros de la tv, donde queda más que claro que usted ha incurrido en
un severo caso de abuso de autoridad. Usted entrará en nuestro bloque dedicado
al maltrato policial.
El oficial de
policía quedó pálido.
El ex
encapuchado, al notar la preocupación del oficial, agregó:
-Pero no se
preocupe, esto se puede arreglar sin problemas si llegamos a una cifra que nos
convenga a los dos.
-Ah, ah, ah, ah,
ah-intervino otro de los ex encapuchados desde más atrás, que sostenía también
un teléfono celular con el que había estado grabando lo que venía aconteciendo
en el lugar-; ustedes han caído en una cámara oculta para Los
guardianes de la ética. Esto es un claro caso de soborno.
En ese
momento las alarmas de seguridad de la estación comenzaron a sonar; seguramente
alguien desde dentro de los locales aledaños al ver tanta actividad sospechosa
en el pasillo llamó a seguridad.
En cuestión
de segundos hizo ingreso la policía montada y comenzó una brutal represión; los
presentes se largaron a correr, pero corrieron diferentes suertes. Los policías
montados, mediante garrotazos, gases lacrimógenos y palabras tranquilizadoras,
disiparon a los involucrados en el acto sospechoso del que se les dio noticia.
Algunos de los presentes lograron huir, otros fueron molidos a garrotazos,
otros fueron aplastados por caballos; y otros no.
En este caso
no se trataba de una cámara oculta.