Era una mañana soleada y otoñal. Era sábado. Estábamos en la cocina. Estaba mi abuela, mi abuelo, mi hermana y alguno de mis padres. Mi recuerdo no me lo confirma, pero especulo que quien no estaba era mi padre. Es una cuestión de probabilidad: mi padre trabajaba los sábados –con horarios variables- y era quien se encargaba de hacer los mandados cuando no estaba trabajando.
Me
recuerdo mirando con fascinación las partículas de polvo que los rayos de sol
que entraban por la ventana de la puerta del fondo dejaban ver; los rayos de
sol formaban una franja cálida que bajaba en diagonal rumbo al piso. Mi
pensamiento recorría un camino en bajada cargando con tres incógnitas, a paso
lento, mientras yo comía mecánicamente mí tostada con dulce de membrillo: esas
partículas de polvo ¿aparecían cuando la luz del sol entraba por la ventana o
estaban siempre ahí aunque no las pudiera ver? Y si estaban siempre ahí
¿estaban en ese preciso momento también fuera de la franja formada por la luz
solar? ¿Estamos respirando polvo todo el tiempo?
No sé si por estar abstraído o por
incapacidad para poner mi duda en palabras, como tantas otras veces en mi
infancia, no pude preguntarle a nadie.
Cuando
recordé esto el otro día, en la ducha, me puse a pensar desde fuera de mí, o por
fuera del yo de aquel momento, y me
preguntaba qué pensaría mi abuela al verme así, mirando con atención donde
aparentemente no había nada. Porque esto no era algo fuera de lo común en mí.
La introversión y la introspección vienen viviendo conmigo desde que tengo memoria
(y seguramente desde antes). En la ducha pensaba que la contemplación, como
actividad, está bien vista y es comprendida cuando uno posa la vista en algo
universalmente apreciable o bello, o sorprendente, o extraño; pero sobre lo
mundano parece no haber permiso cuerdo para contemplar. Si alguien mira la
pared durante mucho rato, o un camino de hormigas (¡en especial si se mira para
el suelo!), se sospecha de tristeza, de una preocupación temporal o, en el más
acusador de los casos, de locura incipiente.
Eso me
llevó a querer saber qué dirían mis abuelos de esto. Es decir: qué le dirían
mis abuelos a mis padres sobre mí cuando
yo no estaba escuchando. Ahora que en mi entorno amistades han cometido el
crimen de maternidad o paternidad, veo la enorme cantidad de conversaciones
sobre sus hijos que se dan en su presencia y, especialmente, en su ausencia, y
no puedo evitar que la curiosidad retroactiva me tome por completo. También es
cierto que tener estos pensamientos y estas conversaciones con mis padres,
ahora, es otra forma más de mantener desesperadamente los rasgos, gestos,
sonidos, olores y palabras de mis abuelos, que con el tiempo me han ido
abandonando, contra mi voluntad.
El
mundo exterior me invade. Me preguntan para qué día quiero programar la
reunión. Y ahí me siento de nuevo igual, como aquella mañana de sábado en casa
siendo sorprendido en algo que, si bien ahora sí puedo poner en palabras,
parece que igual tampoco lo pueden comprender: ¿cómo voy a estar pensando en
horarios de reuniones si me olvidé cómo era la risa de mi abuela?
Te quiero
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