Durante un tiempo mi tío Daniel vivió en mi casa. Tenía
dos cosas que recuerdo especialmente: unos auriculares gigantes de esos que
cubren todas las orejas y que me parecían en aquel momento un exceso y una cama
repisa plegable.
Sobre los auriculares solamente recuerdo que mi
tío me los intentó prestar o más bien intentó cautivar mi atención diciéndome
que “tenía que escuchar esto”. Eran los Beatles. No me interesó en absoluto. En
aquel momento no escuchaba música por propia voluntad. No me interesaba. Yo
quería jugar a la pelota. No estoy seguro si eso decepcionó a mi tío; es
posible que sí, porque me tenía en alta estima y creía, fomentado por las ideas
de mis abuelos, que teníamos cosas en común que inevitablemente me harían igual
a él en el futuro, entonces entiendo se disponía a entrenarme.
Y aun cuando ya no vivía con nosotros, había
rastros de su estadía. Uno de ellos era la cama repisa de resorte que estaba
apoyada en una pared, cerca de la puerta de entrada. Tenía forma de arco de fútbol.
A la hora del informativo, mientras todos prestaban atención a otras cosas, yo
jugaba en ese arco. Con una pelota de tenis, la cama repisa y la pared. Tiraba
la pelota contra la pared y luego me tiraba volando como golero para atraparla
y hacer atajadas espectaculares. Algunas veces íbamos a penales y había
momentos tensos, con rituales como dar mis pies contra los marcos de la cama,
que hacían las veces de palos, como siguiendo rituales de los goleros que
representaba. Porque claro, este, como casi todos mis juegos, tenía un
componente teatral o más bien literario: yo era
un golero, y luego era otro. Recuerdo
que usaba como referencia un álbum que se llamaba Crack 89. Ese álbum lo
coleccionaba mi padre con la excusa de que en realidad lo estaba coleccionando
yo. Las figuritas eran de cartón y se pegaban con cascola. Creo que fue el
último que pegué con cascola. Luego eran autoadhesivas pero puedo equivocarme.
Ese álbum tenía jugadores del fútbol uruguayo, pero a veces utilizaba otro, el
del mundial de Italia 90, con goleros internacionales. Jorge Seré y Stefano
Tacconi eran los que atajaban más penales. El juego terminaba cuando ocurría
una de estas dos cosas: 1) mi abuela alertaba a todos de cómo estaba tirándome
en el piso ensuciándome la ropa o 2) mi padre veía que estaba tirando la pelota
en la pared recién pintada (o por revocarse próximamente). Mis golpes con la
pelota arruinaban la pared.
Sobre el álbum también tengo más recuerdos. Ir con
mi padre a un médico para tratarme el asma, en la zona de Burgues y tal vez
Luis Alberto de Herrera, cerca de un bar donde esperábamos a un amigo de mi
padre que nos llevaría de regreso en camioneta a casa es algo que me surge de
inmediato. Ahí, no estoy seguro si en algún quiosco o dónde, mi padre compraba
figuritas. Me acuerdo que yo no entendía mucho qué pasaba, pero tengo claro que
a mi padre le entusiasmaba compartir esa actividad conmigo. A la distancia, es
un acto de ternura inmenso, pero también un golpe de realidad que en ese
momento, de tan chiquito, no podía entender: mi padre había tenido una vida
antes que yo naciera. Obviamente la tenía, pero quiero decir que ese es mi
primer recuerdo de rastros de la historia pre
Darío; alguien que juntaba figuritas y ahora era padre, y juntaba figuritas
con (para) su hijo. También tengo recuerdos de estar abusivamente abrigado en
una zona en la que soplaba mucho viento mientras esperábamos nuestro
transporte. Esa sensación de abrigo abusivo no era exclusividad de mi padre.
Era más bien consecuencia de los miedos de mi madre y de mi abuela a una
posible congestión de esa momia de abrigo que llamaban Darío.
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